Rosas

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miércoles, 22 de febrero de 2017

El cruce de los Andes por el Ejercito Libertador - 1ra parte

Por Guillermo Furlong S. J.

“En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile..." Palabras del general San Martín en el parte detallado de la batalla de Chacabuco. Santiago de Chile, febrero 22 de 1817. Para la inmensa mayoría de los que estudian y enseñan la historia patria, el paso de los Andes es un hecho de gran realce, una empresa difícil, penosa y peligrosa, pero están muy lejos de imaginar lo arduo y sobrehumano que fue aquel cruce, único en los anales de la historia argentina y universal. Si exceptuamos a los cuyanos que contemplan, día tras día, ese imponente muro de proporciones gigantescas, y oyen a la continua las infinitas peripecias y mortales accidentes que allí tienen lugar, bien pocos han de ser los argentinos que tengan una idea, ni siquiera aproximada de lo que debió costar a San Martín cruzar la Cordillera. El viaje actual, ya sea en tren, ya sea en rápido automóvil u ómnibus de pasajeros, y ni hablar en avión, sólo muy ligeramente capacita para que pueda uno formarse alguna idea de lo que, otrora, significó cruzar aquel compacto aglomerado de gigantescos montes.. Para comprenderlo, con mayor aproximación a la realidad histórica, es menester eliminar, mentalmente, la amplia carretera que hoy existe; es menester suprimir la mayoría de los puentes, y es menester prescindir del túnel, de que se valen, así los trenes como los autos, para acortar distancias y evitar terribles ascensos y descensos. En 1817 nada de eso había. La carretera no era tal; sólo era un camino, de treinta a cincuenta centímetros de anchura, desigual y pedregoso, camino de mulas en el que había que viajar con la lentitud propia de estos animales, dado lo cual, el cruce demandó de 20 días para las tropas de la patria. Es posible que algún estudioso, al referirse al paso de los Andes no peque de esa estrechez mental, ni de esa visual miope, pero la inmensa mayoría de quienes no hayan pasado la Cordillera o, a lo menos no se hayan internado en ella hasta Uspallata, por ejemplo, o hasta un punto análogo, forzosamente han debido formarse, y se forman, una idea harto inadecuada de lo que fue la hazaña sanmartiniana. El coronel Leopoldo R. Ornstein ha escrito, con sobrado fundamento, que “algunos tratadistas han establecido un parangón entre el paso de los Andes con el de los Alpes por Aníbal, primeramente, y por Napoleón después. La similitud es muy relativa, por cuanto difieren en forma muy pronunciada las dimensiones y características geográficas del teatro de operaciones, como también los medios y recursos como fueron superadas en cada caso ambas cadenas orográficas. Esas diferencias son, precisamente, las que presentan la hazaña de San Martín como algo único en su género. En efecto: Aníbal cruzó los Alpes por caminos que ya en esa época eran muy transitados, por ser vías obligadas de intercambio comercial. Y aunque no puede afirmarse que su transitabilidad fuese fácil, tampoco debe considerarse que pudiera presentar grandes dificultades, puesto que el general cartaginés pudo llevar consigo elefantes, carros de combates y sus largas columnas de abastecimiento. San Martín atravesó los Andes por empinadas y tortuosas huellas, por senderos de cornisa que sólo permitían la marcha en fila india, imposibilitado materialmente de llevar vehículos y debiendo conducir a lomo de mula su artillería, municiones y víveres, aparte de haber tenido que recurrir a rústicos cabrestantes e improvisados trineos para salvar las más abruptas pendientes con sus cañones. Habría podido Aníbal franquear las cinco cordilleras de la ruta de Los Patos, escalando, con elefantes y vehículos, los 5.000 metros del Paso Espinacito?  Relatos vagos, imprecisos y descoloridos Fuera de Espejo, Mitre, Bertiling, Ornstein y alguno que otro historiador de nota, son harto vagas, imprecisas y descoloridas las frases que los escritores en general consagran a la descripción y apreciación del paso de los Andes. Nada digamos de los pintores o dibujantes, inspirados sin duda en los relatos que, por lo común, se encuentran en los libros de texto y en algunos otros de mayores ínfulas. Son sin duda bellos y expresivos los óleos de Scott, de Blanes, Subercasseaux, de Ballerini, de Martín Oneto, etc., en los que San Martín monta brioso corcel, y otro tanto hacen no pocos de sus generales y edecanes, y creeríase al contemplar esas descripciones pictóricas, que fuera tan fácil galopar de Mendoza a Santiago de Chile, como de Córdoba a Ascochinga, o desde Tandil a Dorrego, pero todos esos óleos no responden a la verdad histórica, sino a la poetización de la misma. Tal vez sea el cuadro de Waldemar Carlsen (1861), que conocemos por una litografía de Claisseaux, y de la que hay ejemplares en el Museo Histórico Nacional, el que más se acerca a la verdad histórica, aunque no sin incurrir en inexactitudes.


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Caminos que no eran caminos  Todos los pintores mencionados, con excepción tal vez de Carlsen, suponen que San Martín y sus soldados pudieron cruzar, ya a trote, ya a galope, el trayecto cordillerano, entre Mendoza y Santiago de Chile, siendo así que, ni aun hoy día, es posible ese trotar o galopar, si no es en secciones muy reducidas y tan poco aptas que pueden considerarse nulas. El caballo no podía ir sino a paso de mula, y si San Martín llevó 1.600 caballos, de los que sólo 511 llegaron con vida a Chacabuco, era exclusivamente para la batalla o batallas que forzosamente había de librar con el enemigo, al llegar a Chile. Aún en la cuesta de Chacabuco, la caballada no pudo accionar, cual quería San Martín, a causa de lo montañoso de la región. La tracción a carreta, o en carretón, fue absolutamente imposible, aunque en los caminos llanos y amplios, que son los menos, se utilizaron zorras tiradas por bueyes o caballos, en las que se transportaban los diez y ocho cañones, los dos anclotes, las cabrias y parte de los equipajes. Recordemos que sólo las mulas mansas eran adecuadas para el cruce de la Cordillera. Ya en Plumerillo había ordenado San Martín que las mulas, que habían de servir en la travesía, fueran amansadas, de suerte que no produjeran incidentes, con detrimento de la tropa. Aún así, acaeció que algunas motivaran la pérdida de no pocos equipos del ejército. Los pintores, que han consignado en sus lienzos, escenas del cruce de la Cordillera, suponen que las mulas iban con la carga sobre la línea y ampliamente extendida a los dos lados; pero no era así, ya que casi toda la carga, que podían llevar esos híbridos, había de estar colocada sobre el animal, no a los lados. Era absolutamente imposible que dicha carga se proyectara más allá de los veinte o treinta centímetros por lado. El cargar con acierto a las mulas fue una de las maniobras más delicadas, ya que en todo camino-cornisa tenían las mulas que ir casi apegadas al talud, que surgía a uno de los costados del mismo, y cualquier golpe de la carga contra aquel, causaba la caída del animal al abismo, abierto siempre al otro costado. Hoy, como otrora, los caminos tipo cornisa constituyen el 60 % de la ruta trasandina, a lo menos en territorio argentino, pero si hoy esos caminos tienen una amplitud de tres y aun de cuatro metros, en 1817 su anchura apenas llegaba, en los pasos mejores, a un metro, lo que imposibilitaba no sólo el paso de todo vehículo, sino que hacía peligroso el tránsito de los animales cargados, aun de las mulas y vacas, cuanto más el de caballos, aunque fueran mansos.


Testimonios de viajeros A mediados del siglo XVII escribía Diego de Rosales que el camino del Aconcagua es el más usado, pero de subidas altísimas y laderas donde apenas cabe el pie de la cabalgadura, y en discrepando un poco, cae en horribles profundidades y ríos arrebatados y de grandes piedras. Un siglo más tarde, a mediados del XVIII, escribía Pedro Lozano que para cruzar la Cordillera sólo hay una senda en que apenas caben los pies de una mula, a cuyos lados se ven, de una parte, profundísimos precipicios, cuyo término es un río rapidísimo y, de la otra, peñas tajadas y empinados riscos, en donde si tropieza la cabalgadura, cae volteando, despeñada hasta el río. En partes del sendero no se puede uno fiar de los pies de la bestia, ni aún apenas se camina seguro en los propios, por ser las laderas tan derechas y resbaladizas, que pone grima el pisar en ellas. Roberto Proctor, que cruzó la Cordillera en 1823, seis años después que San Martín había hecho arreglar los caminos y aun abrir algunos nuevos, según él nos informa, refiere cómo en algunos puntos y por espacio de algunas yardas la senda no tenía más de treinta y ocho o cuarenta y cinco centímetros de ancho. Mayer Arnold, que cruzó la Cordillera años más tarde, se refiere a las cortaderas o pasos con senda tortuosa de un metro más o menos de ancho, sobre la falda de un monte de greda y ripio. Si San Martín ordenó arreglar los caminos, como escribe Proctor, suponemos que ese arreglo se reduciría a hacer desaparecer el ripio, barriéndolo hacia el abismo, que siempre sigue a los caminos-cornisa, no sólo molesto para el tránsito de los hombres y de las bestias, pero hasta peligroso para éstas y para aquéllos. Otro tanto debieron de hacer en los lechos guijarrosos de ríos secos y en los pocos caminos del valle o en plano bajo, ya que todos estos son inmensos pedregales, que si no impiden, ciertamente obstaculizan el tránsito.


"El recodo de la muerte"

Aún hoy día se recuerda a los turistas el punto denominado otrora “el recodo de la muerte”, por las desgracias frecuentísimas que tenían lugar en esa curva. En 1825 la cruzó el capitán F. Bond Head y se hizo eco de la tradición de cómo la arriada de mulas pasaba con temor y temblor por aquel punto: “cuando doblaron por la senda torcida, los colores diferentes de los animales, los diferentes colores del equipaje que conducían, con la ropa pintoresca de los peones que vociferaban el extraño canto con que arrean las mulas, y la vista del peligroso paso que debían trasponer, formaban en conjunto un espectáculo interesantísimo. “Así que la mula delantera llegó al comienzo del paso, se paró, resistiéndose claramente a seguir, y es natural que todas las demás se detuvieran también. “Era la mula más linda que teníamos y, por eso, se la había cargado con doble peso que a las otras; su carga nunca había sido aliviada y se componía de cuatro maletas, dos que me pertenecían a mí y contenían no solamente una pesadísima talega de duros, sino también papeles de tal importancia que difícilmente podría yo continuar el viaje sin ellos. Los peones luego redoblaron los gritos e inclinándose al costado de la mula recogían piedras que tiraban a la mula delantera. Con la nariz en el suelo, literalmente olfateando el camino, marchaban despacio, cambiando a menudo la posición de sus patas, si encontraban flojo el terreno, hasta llegar a la parte peor del paso, donde se volvió a parar, y entonces empecé a mirar con grande ansiedad mis maletas; pero los peones le volvieron a tirar pedradas y ella siguió la senda y llegó con felicidad adonde yo estaba; varias otras siguieron. “Por fin, la mulita portadora de una maleta con dos grandes bolsas de víveres y muchas otras cosas, al pasar el mal punto, golpeó la carga con la roca, con lo que las patas traseras cayeron al precipicio, y las piedras sueltas inmediatamente comenzaron a desmoronarse a su contacto; sin embargo, la delantera se afirmó aún en el estrecho sendero, donde no tenía sitio para su cabeza, pero colocó el hocico en la senda, a la izquierda y parecía sostenerse con la boca; su peligroso destino se decidió pronto por una mulita suelta que se acercó y, como venían detrás, golpeó el hocico de su camarada, desplazándola; le hizo perder el equilibrio y, patas arriba, la pobre criatura instantáneamente empezó una caída realmente terrorífica. Con todo el equipaje, fuertemente amarrado, se precipitó por la pendiente escarpada, hasta llegar a una parte completamente perpendicular, y entonces pareció rebotar y, dando vueltas en el aire, cayó de lomo y sobre la carga en el torrente profundo. Al momento desapareció.” Tales eran los caminos que, por espacio de más de veinte días, tuvieron que recorrer los soldados del más glorioso de nuestros ejércitos. Nada extraño es, pues, que las bajas de vacunos y caballares, y aun de mulas, fuera considerable. Lo extraño es que no hubiese sido inmensamente más grande. Si se prescinde de los medios mecanizados, sería, aun hoy día, una empresa nada fácil para un ejército, cruzar la Cordillera, por el paso de Uspallata o por el paso de los Patos.

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Pasos que apenas dejaban pasar

Y notemos aquí, antes de proseguir adelante, que la voz “pasos” es muy inexacta. No hay pasos en la Cordillera, si por pasos se entienden callejones o desfiladeros más o menos planos entre montes. Existen sí desfiladeros, pero no es dado transitar por ellos, esto es, no en el fondo sobre suelo firme y seguro, sino en las alturas y por caminos abiertos a pico, entre los cien y los quinientos metros de altura sobre el fondo de las cortaduras o lecho de los ríos. Tanto si se va por Uspallata, como por los Patos, que son los caminos más viables, y fueron los elegidos por San Martín, sólo hay como un décimo del trayecto, donde se va en las bajuras y no en las alturas. Llevar un ejército de 5.423 hombres, con 9.280 mulas, 1.500 caballos y 16 piezas de artillería, además de sobrestantes, anclotes, vituallas, forraje y municiones, por tales sendas y con todas las dificultades causadas por la estrechez e inseguridad de las mismas, a las que hay que añadir la falta de agua, en unas ocasiones, el exceso de agua en otras, los intensísimos fríos de noche, y aún en pleno día, el mal de montaña o soroche, la falta de pastos para el ganado y de leña para hacer fuego y para disponer el rancho, etc., etc., y todo esto, no por espacio de uno o dos días, sino por espacio de unos veinte días, es algo superior a toda ponderación. Es una hazaña que raya en la esfera de lo impracticable, de lo imposible. Es el ya citado Lozano que había cruzado la cordillera a mediados del siglo XVIII, quien pudo decir con toda verdad que “La inmensa altura de estos disformes montes parece competir con el cielo. Ni Pirineos, ni Alpes, ni otros de los más elevados montes, que sabemos, pueden correr pareja con ellos y quedaría vanaglorioso el Olimpo tan celebrado, de merecer le admitiesen por competidor.

La falta de agua y de leña

Y Rosales, a quien también ya hemos citado, está en lo cierto al describir la Cordillera como “una muralla de soberbios montes amontonándose unos sobre otros, de tal arte, que el primero sirve de escala o de grada para el segundo, hasta subir a tan grande altura que sobrepuja con mucho las nubes... y son en su comparación niños o pigmeos los Alpes, los Pirineos y Apeninos de Italia y otros gigantes de soberbia grandeza”.
Pero nada arredró a San Martín. Nada de eso le arredró, pero todo esto le conturbó. El mismo lo escribía así a Tomás Guido, en carta del 14 de junio de 1816: “lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”. Como el camino, así por Uspallata como por los Patos, supone el cruzar cuatro cordilleras, son otros tantos los empinados ascensos y otros tantos los precipitados descensos, casi siempre por rutas, hoy discretamente anchos, pero otrora, inconcebiblemente estrechos, por las que tiene que andar el viajero. Pero no era el camino, aunque tan abrupto y rebelde, tan traidor y falso, la única dificultad que hubo que vencer el gran soldado de la Patria. Estaba también la falta de agua. Singular paradoja: abunda el agua en la Cordillera, y es precisamente costeando ríos de buen caudal y de excelente calidad, que se hallan los caminos, y, no obstante, no hay agua, o sólo la hay en contados puntos. Es que en la Cordillera, sobre todo del lado argentino tiene lugar el tormento de Tántalo: estar al lado, a pocos metros, de abundante agua y no poder beberla. La razón es muy sencilla: entre la senda que lleva el viajante y el río, hay 100, 200, 500 o más metros de montaña tan perpendicular que no hay cómo bajar, y en caso de bajar, no hay cómo subir otra vez. Si no es en algún que otro punto, donde el río y camino se encuentran a igual o casi igual nivel, no hay que pensar en utilizar el agua del río Mendoza, si se hace el viaje por Uspallata, o el agua del Río de los Patos, si se toma la otra ruta principal. San Martín conocía esta realidad y por eso reguló las jornadas según hubiese, o no, posibilidad de agua. He aquí algunas líneas del itinerario a seguir, por el grueso del Ejército: “1ª jornada... con monte y agua a una legua, antes de la parada; 2ª jornada... sin agua alguna; 3ª jornada... con agua dos leguas antes, en el carrizal; 4ª jornada... sin agua en toda la tirada; 5ª jornada... poca agua; 6ª jornada... sin agua; 7ª jornada... sin agua toda [la jornada]; 8ª jornada... con agua, etc.” Haciendo la travesía por jornadas, según los sitios donde había agua para saciar la sed de más de 5.000 hombres y de más de 10.000 bestias, quedaba eliminada una de las dificultades más grandes.
No hay agua, sino en contadas ocasiones, pero no hubo entonces, ni hay al presente, pasto alguno adecuado para las bestias ni leña alguna para los fogones, fuera del valle de Uspallata y del Valle Hermoso, en los que el ejército podía estar acampando durante algunos días. En todos los restantes nada podría hallarse a uno y otro fin, ya que el clima desértico de la Cordillera hace que ésta sólo ofrezca rocas desnudas de toda vegetación y valles cubiertos de inmensos pedregales. En la aridez de las laderas sólo se ve, de vez en cuando, unos arbustos espinosos y retorcidos, entremezclados con pastos duros que hasta los 4,000 metros constituyen el tapiz vegetal como estepa arbustiva. A excepción del valle del Uspallata y del Valle Hermoso, no había que pensar en hallar forraje para los animales, si bien en algunos puntos existía y existe el pasto puna, gramínea tan dura como poco digerible.

Había que llevar todo el forraje

Fue, pues, necesario llevar a lomo de mula, todo el necesario forraje para alimentar a 10.000 bestias, durante unos veinte días. Desgraciadamente no se llevó el suficiente, puesto que no pocas mulas, que eran sin duda, las peor alimentadas, desfallecieron de puro flacas. Así lo manifestó el mismo Beltrán, a cuyo cargo corría el acarreo de la artillería: “Estoy sin mulas, porque con el trabajo se caen de flacas.” Otro producto de primera necesidad, del que se debió llevar la necesaria cantidad fue la leña, así para hacer fuego y disponer el rancho para más de cinco mil hombres, como para ahuyentar el intenso frío de las noches, aunque en esto segundo hubo poco gasto, por cuanto, en no pocas ocasiones, se llegó a prohibir el hacer fuego por la noche, por el peligro de que sirviera de guía a los espías enemigos. Proctor recuerda cómo no es posible hallar arbustos algunos, con que hacer fuego, y que la manera de hacer fuego, usada por los arrieros consiste en juntar cantidad de bosta seca de mulas, que siempre hay en la senda. El día en que las fuerzas de Las Heras se aproximaron a la cumbre, y a ella ascendieron en la oscuridad, por temor a ser sorprendidos, prohibió ese general el que se encendiera fuego, aun para preparar los alimentos. La tropa sólo pudo contar con una ración de galleta y una porción de vino. Gracias a las aguadas que se pudieron utilizar, y gracias a la leña, de que iba provisto el ejército y a la bosta que había en los caminos, sobre todo en los puntos más amplios de los mismos, usados como corrales, el ejército cocinaba de ordinario su rancho. Todos los comestibles fueron traídos desde Mendoza por la misma tropa y a lomo de mula, o en las mochilas, y condimentada con grasa y ají picante. Con la sola adición de agua caliente y harina de maíz tostado se prepara un potaje tan agradable como substancioso. Sobre las mulas cargueras iban 3.000 arrobas de charqui, además de galletas de harina, maíz tostado, vino, aguardiente, ajos y cebollas. Estos últimos tubérculos eran para combatir el apunamiento o soroche. Las provisiones de quince días para 5.000 hombres ocuparon 510 mulas y las cargas de vino para ración diaria, 113 mulas. Según Miller, el número de reses en pie, vacunos todos ellos, llegaba a 483. A todos estos requisitos, a los que San Martín tuvo que atender para el éxito de la arriesgada empresa, hay que agregar otras necesidades, que habían de ser previstas y solucionadas. Nada hemos hallado sobre el mal de ojos, causado por los fuertes rayos solares, al reverberar éstos sobre la nieve, ni sabemos que este mal afectara a los soldados de San Martín, como afectó a los de Jenofonte, como éste refiere en su Anábasis o Expedición de los diez mil, y en caso de haber dañado a la tropa, ignoramos de qué remedio se valieron los médicos de la misma, pero sabemos que el frío atormentó terriblemente a la tropa, no obstante toda la sabia y acertada previsión de San Martín.

Los frios eran intensísimos

En las zonas cercanas a la cumbre, los días, según las horas y según la ubicación en que se encuentra uno, son muy calurosos o muy fríos, y las noches son frigidísimas siempre, tanto en las proximidades de la cumbre, como lejos de ella. A quince y veinte grados bajo cero, llega el frío en algunas noches de verano, y aún en pleno día. Y pensar que toda la tropa, desde San Martín hasta el último soldado, tuvieron que dormir a lo arriero, no una, sino muchas noches, usando por cama la montura, el poncho y el jergón, y todo ello sobre el duro suelo. La nieve que indefectiblemente cayó sobre ellos, algunas noches, fue un reconfortante, como suele acaecer y la escena matutina debió ser de singularísima en esas ocasiones, ya que el frío más intenso es el de las primeras horas de la mañana, y todos los bagajes, cargas y armas estarían cubiertos de nieve, y las aguas, y demás líquidos estarían helados, y los animales ateridos de frío. Eric Krumm, que recorrió el camino seguido por San Martín, describe lo que era el dormir y el despertarse: “lo que más pena daba era el ver a los animales husmeando en la nieve, en busca de pasto, con las “velas” de hielo colgándoles de las crines, de la cola e incluso de las pestañas. La nevada continuaba hasta alcanzar en algunos lugares a los 30 cms”. Digamos aquí que la nieve borra las huellas y si no hay buenos baquianos es harto fácil el extraviarse una caravana. El mismo Eric Krumm, que hizo la travesía en 1938 nos informa al respecto: “Las dificultades del camino aumentaron, a medida que subíamos; los peones eran poco conocedores de la zona, y la nieve había cubierto toda huella. Desde el pie de la cumbre hasta el Portillo, a 4800 metros, había que repechar más de mil metros en una cuesta sumamente peligrosa”. Para defender a sus soldados contra el frío, adoptó San Martín dos medidas extraordinarias: el proporcionar a la tropa zapatos que abrigaran bien los pies, y el distribuir a los mismos, buena cantidad de alcohol, que le llevara calor al organismo. No olvidó proveerlos de ponchos forrados y muy abrigadores, pero creyó que lo más importante era un buen calzado, así para caminar por caminos pedregosos, como para defenderse del frío. Con los desperdicios de cuero de las reses, hizo construir tamangos o zapatones altos y anchos y los hizo forrar interiormente con trapos y lana. En su bando del 17 de octubre de 1816, ordenando recoger trapos de lana para forrar los tamangos, manifestaba San Martín que ello era necesario “por cuanto la salud de la tropa es la poderosa máquina que bien dirigida puede dar el triunfo, y el abrigo de los pies es el primer cuidado”.

Abrigos hasta para las bestias

No obstante todos estos medios, es indecible lo que debió sufrir la tropa, sobre todo los hombres no acostumbrados a climas fríos. Digamos que también se proveyó de protección a las bestias, contra las inclemencias andinas. Proveyó a caballos, mulas y vacas de la llamada enjalina chilena o abrigo forrado en pieles. Desechó los forrados de paja, por el peligro de que las bestias los comieran, por falta de otra alimentación. Como puede colegirse de todo lo dicho, aquellas veinte o más noches cordilleranas debieron ser atrozmente terribles, y es posible que más de un soldado hubiera desertado, si la soledad, la distancia y el desamparo del yermo, no le hubiera impedido. El fenómeno, a haberse realizado, no nos habría de extrañar, ya que aquella vida era humanamente intolerable y el que lo tolerara un ejército de 5.000 héroes, fue un fenómeno inaudito. Caminar con suma fatiga, durante todo el día y pasar veinte o más noches sin cuarteles, sin carpas, sin techo alguno, hasta sin la más rudimentaria comodidad, en zonas frigidísimas, bajo todas las inclemencias más bravías de los Andes, y todo ello sin una queja, sin una deserción y sin una señal de descontento, es por cierto un hecho único.

La Puna o el soroche

Pero a todas las dificultades señaladas hay que agregar aún otra: los efectos de la puna o soroche. El fenómeno es ciertamente terrible, ya que, aún en horas de más normalidad, la fatiga es grande y las fuerzas casi nulas. Y no hay adaptación alguna súbita, sino lenta de meses o años. Según el doctor Eduardo Acevedo Díaz “recientes investigaciones afirman que el habitante de las punas y de las altas cordilleras, es una variedad del hombre. Sus pulmones son de amplia capacidad; en proporción al tamaño del cuerpo, su corazón es de gran dimensión; el tórax es atlético; el pulso es lento”. San Martín trató de aminorar las consecuencias de la puna, propinando abundante ajo y cebolla a sus soldados, y facilitando el camino a los atacados en mula. Escribe Espejo que “toda la infantería iba montada hasta la primera noche de vivac en el descenso de la cordillera, para precaver o disminuir la fatiga que el soroche produjera en la tropa. No obstante esto, entre los artículos de la proveeduría, se llevaban cargas de cebollas, de ajos y de vino para racionar la tropa en las jornadas peligrosas, que la experiencia ha enseñado ser antídotos poderosos que de ordinario precaven el mal o lo curan”. Como es de suponer, ni ese antídoto, ni el hacer que la infantería montara las mulas, salvó a la tropa de los graves males y aun de males mortales. El proveer a los soldados de mulas, sobre que montar, a lo menos en los trayectos más expuestos a la puna, era una buena medida, pero esta medida no fue tan eficiente como podría creerse, ya que suponía el ensillar y desensillar, labor que en las alturas se hace poco menos que imposible para los afectados por la puna. Lo cierto es que, como escribía San Martín a Miller, “la puna atacó a la mayor parte del ejército, de cuyas resultas perecieron varios soldados”. Bajo los terribles y angustiosos efectos de la puna, aquellos hombres no sólo tenían que ensillar y desensillar; tenían que llevar el peso de su ropa, mochila cargada, armas y municiones, y tenían que cargar con parte del menaje de cocina, y tenían que conducir las arrias de mulas y las recuas de ganado, y tenían que llevar a pulso unas veces y, sobre zorras, otras veces, ya subiendo con cabrestantes, ya bajando por medio de los mismos, las pesadas zorras y los pesadísimos cañones. Eran 500 los milicianos que tenían a su cargo esa labor, pero fue menester que todo el ejército participara en ese acarreo, ya que los vehículos, fabricados para el transporte, así de la artillería, como del puente y de los cabrestantes, no sólo resultaron inútiles, en dos tercios del camino, sino que el acarreo de los mismos resultaba otra pesada carga.

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Los milicianos con las zorras

Había caminos por los que era absolutamente imposible arrastrar la artillería. San Martín no ignoraba esta realidad y así se explica el que hiciera retobar todas las piezas con cueros vacunos, así para que no se deterioraran en la posibles caídas y golpes, como para poder sujetarlas más fácilmente con cuerdas y sogas, y poder así llevarlas alzadas sobre el suelo, en los caminos estrechos, y para poder descenderlas y subirlas con cabrestantes en los pasos difíciles. Por el camino de Uspallata, el más corto y el menos arriesgado de los caminos seguidos por el ejército de los Andes, se llevaron así 16 cañones de calibres diversos, según refería después San Martín y nos informa, además, que “eran conducidas por 500 milicianos con zorras y mucha parte del camino a brazo y con el auxilio de cabrestantes para las grandes eminencias” , así para subirlas como para bajarlas. Es imponderable lo que estas operaciones exigían de hombres cansados y fatigados, sobre todo en las cercanías de la cumbre, cuando la puna los tenía a todos ellos, con poquísimas excepciones, desalentados, medio asfixiados, con terribles dolores de cabeza y de oídos, con angustias en todo el diafragma, incapacitados de agacharse y aun de subir una pendiente suave, casi plana. A excepción de muy pocos, no eran hombres habituados a esas alturas.

Puente armable y desarmable

Para cruzar los ríos colmados de agua, fue necesario llevar un puente, armarlo y desarmarlo cada vez que se usara. Era un puente de maronas, de una extensión de cuarenta metros, utilizable en todos los pasos difíciles, sobre todo en el cruce de ríos cajones. Los milicianos tuvieron que cargar también con el traslado de dos anclotes. “Se llevaban, escribe Espejo, para suplir las funciones de cabrías o cabrestantes en los grandes precipicios, adhiriéndose aparejos o cuadernales de toda clase o potencia, según los casos”. Espejo indica que no fue necesario usar los anclotes para salvar los cañones, aunque sí para salvar la carga de las mulas, que caían a los abismos menos profundos, pero sabemos por Beltrán que en las cortaderas un cañón rodó al abismo y fue rescatado sin otros perjuicios que la ruptura del eje y que más de treinta cargas fueron igualmente rescatadas. No nos consta, pero suponemos, que en puntos de ascenso tan marcados como los de Picheuta y Puente del Inca, y en descensos tan vertiginosos como el de Caracoles, si no los anclotes, ciertamente las cabrías debieron de ser sumamente serviciales. Tan empinado es el ascenso hasta la cumbre como precipitado el descenso, una vez pasada la misma. Las ochenta y seis vueltas cerradas en la cuesta de los Caracoles “parecen estrangular el camino entre el abismo y la montaña”, y por eso debió ser “penoso el descenso de la columna del general Las Heras”. No hay que olvidar que para pasar por el llamado Paso de la Iglesia, tuvo que subir novecientos metros más arriba del túnel, que ahora utilizan, así los trenes como los autos.

El oasis de los manantiales

Después de referir cómo inició él el viaje el día 5 de febrero de 1939, escribe que, al siguiente día, llegó a las cercanías del río Patos, a un andarivel o camino-cornisa, sobre la estrechura llamada Paso de San Martín. “De aquí en adelante, -agrega Krumm-, el camino tendría un nuevo interés y una nueva emoción; recorrer la huella del genio de América. Nos detuvimos medio día en Las Hornillas y al amanecer del siguiente continuamos nuestro viaje hacia el sud. Después de cruzar el arroyo Aldeco y bordeando varios cerros de pendientes escarpadas, llegamos, luego de seis leguas de marcha, a una amplia planicie llamada Manantiales, el lugar elegido (por San Martín) para establecer el depósito de aprovisionamiento de víveres, reposición de ganado y evacuación de heridos y enfermos, a cargo de 50 hombres durante la campaña de 1817. En las vegas de buen pasto que lo circundan se ubicaron las reses, destinadas al mantenimiento de la tropa. “De Manantiales, el camino toma francamente la dirección Oeste, remontando el río de Las Leñas, enfrentando la cordillera de La Ramada. El camino se estrecha, y la marcha se hace pesada. Durante todo el trayecto hay pasto y leña en abundancia, no así en La Fría, donde hacemos alto a las 16 hs., después de recorrer cinco leguas desde Manantiales. “La falta de leña se convirtió en un serio problema, pues no teníamos con qué hacer fuego para calentar una pava para el mate. Removiendo el suelo, encontramos algunas “galletas” de vacuno y pedazos de esas raíces llamadas “cuerno de cabra”, con lo que resolvimos el problema. “Las dificultades del camino aumentaron, a medida que subíamos; los peones eran poco conocedores de la zona y la nieve había cubierto toda huella. Desde el pie de la cumbre hasta El Portillo, a 4.800 m., había que repechar más de mil metros en una cuesta sumamente peligrosa. Poco antes de llegar a la cumbre divisamos abajo a nuestro compañero y a un peón que nos hacían señas. “Llegamos finalmente al Portillo. Eran las 15 horas, y un sol radiante iluminaba el panorama, mientras hacia atrás, abajo, se deshacía la tormenta. El espectáculo, que desde allí se ofrece a la vista, escapa a todo adjetivo. Vecino nuestro casi a nuestro lado, se levanta majestuoso el Alma Negra (6.400), más allá el extenso glaciar de La Mesa, a nuestros pies una muchedumbre de cerros menores bajo un manto de nieve, como si la cordillera se hubiese puesto su traje de vía para recibirnos. Al oeste, recortados sobre el horizonte, un sin fin de picachos señalan el cordón fronterizo. A nuestra izquierda el Cordón de los Amarillos, y frente nuestro, al sud, la mole gigantesca del Aconcagua.

1 comentario:

  1. El recuerdo del pasado y la vigencia de sus enseñanzas determina nuestro origen y otorga al presente elementos fundamentales para comprender y actuar en nuestras vidas. Solo los pueblos con conciencia política pueden ser artífices de su propio destino. Muy buen artículo.-

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