Rosas

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jueves, 20 de abril de 2017

El tango como reflejo social

Por Juan josé Hernández Arregui
En 1930, la música popular de Buenos Aires, el tango, acentúa su tristeza. Es la época de “Yira, yira”. Como en nuestros días el tango ha sufrido un retroceso en su popularidad, este fenómeno colectivo exige una explicación.   Los viejos tangos pertenecen a otra espiritualidad. A un período concluido. Por eso están en decadencia sus temas. Las letras lunfardas son ya ininteligibles o artificiales, del mismo modo que el arrabal en que crecieron, hoy se ha transformado en barrio, en parte orgánica de la ciudad, unido a ella por medios de transporte que han quebrado la separación de los aledaños sórdidos fomentadores de imágenes siniestras. Y con frecuencia bellas, cuando son expresadas por buenos poetas populares.  El empobrecimiento del lunfardo, su existencia raquítica que lo toma tan convencional en los tangos posteriores a 1940 –que han sufrido además un simultáneo cambio rítmico y melódico– testimonia la modificación de aquellas relaciones sociales y culturales que le dieron origen a comienzos de este siglo junto a un proletariado de los contornos, aliado este fenómeno social a la resaca inmigrante, particularmente genovesa, y proclives ambos elementos humanos al delito por su no asimilación económica al mercado del trabajo. 
 
La desaparición gradual del lunfardo y de sus tipos propios, porteños o extranjeros, es el efecto de una ley sociológica determinable, y si algunos vocablos se conservan, es porque como productos colectivos, en algunos casos han enriquecido efectivamente el idioma. También Homero Manzi evoca la ciudad ida para siempre:
“Un pedazo de barrio allá en Pompeya
durmiéndose al costado del terraplén.
Un farol balanceando en la barrera
y el misterio del adiós que siembra el tren.”
La decadencia del tango se acentúa en las proximidades de 1936. Justamente cuando el país sale de la gran crisis mundial. El carácter no nacional –lo cual no quiere decir antinacional– del tango que fue la música más popular de Buenos Aires, no es ajeno al aislamiento de la ciudad capital del resto del país. El provinciano baila el tango pero ni se emociona ni abusa de él. Para el interior el tango es casi un producto de importación. La música nativa, en cambio, que ha penetrado no sin resistencias comerciales, se ha impuesto no sólo por la presencia de nuevos grupos humanos, el proletariado industrial de cercano origen rural, sino por su resonancia nacional que yacía adormecida en el hombre del puerto, sin relaciones con el país apenas entrevisto como totalidad. Nuestra música campesina ha sido asimilada en un proceso psicológico inconsciente que verifica un cambio en la conciencia del porteño frente al país.   El tango es un producto social. En él se afirma confusamente una diferenciación del hombre bajo de la ciudad que se siente perseguido en todas partes. En uno de sus polos es un sufrimiento y una resistencia frente al inmigrante que canta canzonetas. Refleja, en sus orígenes, la pérdida de la personalidad anterior vencida por la civilización europea entronizada y cuyo símbolo antipopular es el orden policial. Se ha señalado también el carácter erótico del tango. Este contenido existe. El tango se baila en silencio, es sexo reconcentrado y agresivo. El hecho no puede extrañar ni debe ser exagerado. El origen de la música popular es el ritmo y no la melodía, y Freud piensa, que psicológicamente, a la música, fundamento del baile –y el tango es danza– inquieta y subyuga “porque determina un goce irracional, el cumplimiento alucinatorio de la libido”. Pero no debe olvidarse que aun las expresiones más oscuras de la vida instintiva están condicionadas por pautas sociales y culturales. En tal sentido, el tango reproduce en forma musical –y las letras sobre el tema lo atestiguan– ese proceso de racionalización de los instintos elementales que la Cultura organizada opera sobre los grupos marginales de la sociedad. Sexo y  creciente opresión cultural bajo la forma de protesta difusa frente a la vida solitaria en un medio degradado por la pobreza y la inseguridad social. El tango nace a fines del siglo pasado cuando la población extranjera supera a la nativa. Vivir entre extranjeros que no hablan o hablan poco abismados en sus propios problemas, crea una atmósfera poco propicia a la alegría y cierta conciencia rencorosa de ser extraño en el propio medio: “Cuando escucho 'O solé mío'... 'Senza mamma e senza amore'...Siento un frío aquí en el cuore, que me llena de ansiedad...Será el alma de mi mamma, que dejé cuando bambino. Llora... llora 'O solé mío', yo también quiero llorar.”
El gaucho y el compadrito –en el caso de que en ambos coincida la misma raíz– son seres antinómicos, pues diversas circunstancias culturales los determinan. El compadrito es el ser intersticial de las áreas de la cultura en su zona más oscura de contacto –la urbana y la rural–, un tipo mixto, cuando más degenerativo, pero no un gaucho. Buenos Aires, a medida que crece, a partir de 1880, como toda gran ciudad, va incorporando a su núcleo en círculos concéntricos, espacios periféricos de miseria y de vicio. El gaucho y el compadre representan dos momentos distintos de la proletarización de las masas campesinas y urbanas.  El gaucho es el nativo despojado de la tierra filiado a una cultura arcaica. El compadrito es el ser excéntrico del campo, o de la misma ciudad, que denuncia un desarraigo social en la caricatura de su personalidad. El compadrito es la urbanización de un mito, de cuyos antecedentes –el gaucho– sólo le queda la apariencia de libertad y coraje. El compadrito, aunque no lo sepa, es ya europeo, en el vestir, en el andar, en sus objetivos concretos y la mujer lo civiliza definitivamente haciéndolo rufián, categoría desconocida en el campo. Es el delincuente virtual producto del mercado del trabajo restringido. Un hecho social con visajes psicológicos. El compadrito no tiene significado fuera del que ocupa en la esfera intermedia del delito y la poesía culta que se inspira en él. Ni siquiera es un elemento conservador de tradiciones. Antes bien, es el desecho de tradiciones muertas. Es el terreno negativo sobre el cual se injerta la barbarie europea y la proscripción social. Es el tenorio acometido por la fábrica. Pero al mismo tiempo un residuo cultural nuevo. Una excrecencia de la ciudad europea. O la europeización del nativo en un momento dado, temporal, condenado al fracaso por la clase dominante.
“Tango flaco tranqueando en la tarde. Sin aliento al chirlazo cansao.
Fracasado en el último alarde bajo el sol de la calle Callao.
Despuntando el alón del sombrero
ya ni silba la vieja canción,
pues no quedan amor ni viajeros
para el coche de su corazón.”
HOMERO MANZI
La última protesta, en fin, frente a la proletarización sin horizontes. Es el sentimiento de menorvalía lo que lo torna agresivo, resistente a la socialización en un medio que le niega esa oportunidad. Planteada la lucha social en escala de oposición de clases, el compadrito desaparece –o está en vías de desaparición definitiva– mediante su incorporación al sindicato, en donde aprende lo que la sociedad le prohíbe saber: la conciencia de su miseria que es colectiva y no individual. El desarrollo de la clase obrera terminó con el compadre. Sus luchas no son “lujos de valientes”, como los llama Borges, sino competencia comercial por la mujer y al mismo tiempo conciencia exasperada del propio aplastamiento social. Este hombre mata o muere por rabia a la vida. Se trata, pues, de un mundo irremisible y sin belleza, inspirador de una poesía pútrida. El tango, en sus orígenes, es la música de los grupos sociales aislados económicamente de los cuales sale el compadrito. Martínez Estrada ha pretendido que el tango tiene un antecedente negro y lo imagina naciendo de la esclavitud en los tabacales. Su origen urbano desautoriza la tesis.  El elemento negro antimelódico, espontáneo y estridente, o bien, plañidero y religioso, no existe o está totalmente desfigurado por influencias múltiples y enrevesadas, españolas, paraguayas, italianas. El tango es el espectro triste del cosmopolitismo. Por eso carece de plena raigambre nacional. Es enteramente local, hijo de un momento de la redistribución de las antiguas capas sociales en desintegración y conversión en proletariado. De allí que en el tango late la ciudad tanto como el disgusto por la vida. La “galleguita”, “la cabeza frapée del italiano”, la “francesita”, la “costurerita” alientan sus letras humanas.  Nunca el personaje es provinciano. Tampoco hay tangos provincianos. El porteño posterior a 1920 no siente al país. La mentalidad colonial de la clase conservadora le inyecta a cada porteño medio la idea del estanciero, del “niño bien que fuma tabaco inglés”, del “pisito que puso  Maple”, de la “voiturette copera”, en una fantasía primaria donde la cultura agropecuaria se corporiza en la estampa con smoking de Gardel en París. Si el tango conserva su sugestión emocional, tal hecho no es inexplicable. Las clases altas aceptan estas cualidades porque en algún modo se reconocen en ellas, tanto por contemporaneidad con su expresión popular como por el hecho de que tocaba ese sentimiento de frustración espiritual propio de las clases en estado de consunción cultural. El tango, como producto colectivo, interpretó bien tanto la soledad de los de abajo como la de los de arriba. En todo arte popular auténtico –y el tango pese a su ambiente reducido lo es– hay siempre un matiz nacional o local. Con frecuencia ambos elementos se presentan unidos.   Este sentimiento propio es particularmente perceptible en la música, la más abstracta, impersonal y genérica de las artes, y por eso mismo hundida en lo colectivo y próxima a las regiones irracionales de la vida cuya expresión es el baile. El músico norteamericano Aron Copland ha rastreado esta espiritualidad hasta en la interpretación técnica de una obra musical y  relaciona los valores sociales dominantes en la sociedad norteamericana actual con el “sonido exaltado” de sus orquestas “que tocan con un resplandor áureo que refleja bien su bienestar material”. Y este carácter social de arte entronca con la tradición tanto como con la sociedad contemporánea en que surge. Del mismo modo, en el tango, que nace no del bienestar de la sociedad, sino de la penuria social, el “sonido exaltado” de los cobres se convierte en el rezongo lastimero de los bandoneones.   Discépolo, en “Cafetín de Buenos Aires”, compendia esa tristeza:
“En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas
yo aprendí filosofía dados,
timba y la poesía
cruel de no pensar más en mí.”
En donde la soledad del hombre –que no es patrimonio de la hermandad gomosa de los literatos–, la inutilidad de la cultura frente a la muerte, se envuelve con palabras humildes en el vacío demoníaco de un existencialismo concreto, sumido en el “envolvente” de Jaspers, la  “nada” de Sartre y en el dolor sustancial, más real que cualquier filosofía, que viene, como dice Colin Clark, “de la despiadada impersonalidad de la gran ciudad moderna”. Además, en el tango, hay una derrota popular que se refugia impotente en la fantasía del cuchillo, en el regazo materno o en la súplica a la mujer amada. Es la música lánguida de un pueblo humillado. Tulio Carella ha señalado que “el orillero vivía en perpetuo sobresalto económico”. En las épocas sucesivas los héroes de los tangos no varían su situación. Y tal condición explica al tango tanto como a sus tipos. En este orden, el compadrito es un infeliz en el doble sentido del término. El patotero, que sale de las clases acomodadas, no refleja una situación específicamente económica, pero sí la inferioridad cultural disimulada en palacios y palabras francesas que el dinero no anula. En 1930 el tango se ensombrece. Los extranjeros que visitan Buenos Aires hablan de la tristeza de los argentinos. Es seguro que esa tristeza no era mayor que la de cualquier ciudad del mundo. La música popular norteamericana, francesa, de la época, entre millones de desocupados que vagan por las carreteras del mundo, abunda en el tema de la tristeza de las grandes ciudades:  “the big city blues”. La literatura norteamericana recoge ese estado en Faulkner, Steimbeck,  Waldo Frank. Chaplin la lleva al cine y Borzage produce “Fueros Humanos”. Una larga serie de películas similares la siguen. El porteño que vive en los tangos es triste porque el país no controla su destino. 

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