El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de España en su aspecto espiritual. Fué el día en que Diego Laíncz, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuítas, —cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo del 1931, como si fuéramos ya los españoles indignos de conservarlos—... pronunció en el Concilio de Trento su discurso sobre la «Justificación». Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a la que subsiste en los países nórdicos; donde las clases sociales que se consideran supriores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman, «dagoes», palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.
Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la «Justificación», propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios, que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sólo y que la fe es un libre arreglo de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: «¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente?» ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió a la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa : Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese en un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: «Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea». A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: «Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al término de la pelea yo acudiré en tu auxilio». Pero al tercero de los que aspiraban a la joya le dice: «¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma». La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo : todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesita esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana. La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fué aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura, palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen los asistentes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación...
Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martíns ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fué la unidad de la Humanidad; de haber prevalecido otra teoría de la Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano.
- De 1545 a 1547. Se inaugura el Concilio, donde destaca, pese a la mayoría italiana, la representación española y su formación. La amenaza de una epidemia de peste obliga a suspender la reunión.
- De 1551 a 1552. Con Julio III. Destaca la numerosa presencia alemana. Carlos V sufre la traición de su aliado Muricio de Sajonia, que se alía con los protestantes y ataca al emperador por lo que se vuelve a suspender la reunión conciliar.
- De 1562 a 1563. Con Pío IV. Ya no hay representación alemana ni reformista y se concluyen los temas.
En el Concilio había dos posturas enfrentadas:
una, que proponía una actitud conciliadora hacia los protestantes para
llegar a un acuerdo, y otra, la intransigente, que acabó por ganar.
Los dogmas concluidos, si bien no eran
nuevos, sí se perfilaron y aclararon con respecto a ambigüedades
anteriores, aportando una mayor unidad a la doctrina católica y
oponiéndose a las ideas protestantes, con lo que el Concilio resultó la
ruptura definitiva de ambas tendencias. Algunos de los dogmas o medidas a aplicar fueron:
- La idea de la salvación del ser humano tanto por la fe como por las buenas obras.
- Una mayor moralización del clero.
- La consideración de la presencia real de Cristo en el sacramento de la Eucaristía.
- El control de la acumulación de los altos cargos en la jerarquía eclesiástica.
- El control de las indulgencias en detrimento de su abuso.
- La Vulgata de San Jerónimo como texto oficial de la Biblia.
- La interpretación de las Sagradas Escrituras reservada a la Iglesia católica.
- La sistematización de las ceremonias litúrgicas.
- La veneración a la Virgen y a los santos.
- La creación de seminarios diocesanos.
- La creación de los archivos parroquiales.
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