Por Gabriel Di Meglio
«A las diez de la mañana de este día ha sido pasado por las armas el húsar de la Unión Juan Bautista Quevedo, conforme a la sentencia pronunciada por la Comisión Militar». Era el 27 de enero de 1816 y el sumario fue enviado al director supremo, que había aprobado la condena. Así terminó el rápido juicio al soldado Quevedo: había desertado el 19 de diciembre anterior y lo apresaron cuatro días más tarde. La filiación de Quevedo —la ficha donde se volcaba toda la información militar sobre él— detallaba que había nacido en San Luis, era de piel morena, tenía veintiséis años, era soltero y su oficio era «del campo». No sabía firmar y por eso hizo la señal de la cruz al ser enrolado. Es decir, era un típico exponente de los soldados que pelearon la guerra de la independencia: joven, pobre y analfabeto. Había estado anteriormente en los Granaderos a Caballo y de allí pasó en 1814 a los Húsares. Al año siguiente lo condenaron a recibir 200 palos porque le robaron un caballo ensillado mientras estaba de centinela. A continuación desertó llevándose todo su vestuario militar, pero más tarde regresó y volvió a irse en diciembre. Además de esas dos deserciones, en una nota complementaria se aclaraba que había tenido otras más y que su conducta fue «siempre bastante mala». Su caso no era para nada extraño. Las deserciones eran enormes en todos los ejércitos de la
época y constituían una preocupación central para las autoridades y los oficiales.
Las Provincias Unidas tenían en 1816 tres ejércitos principales: el Auxiliar del Perú, el de Cuyo que preparaba San Martín en Mendoza con intenciones de cruzar a Chile y el que operaba sobre Santa Fe desde Buenos Aires. Esos ejércitos «regulares» estaban integrados por hombres dedicados en tiempo completo a la vida militar. Los soldados ingresaban en los ejércitos de tres modos diferentes: los «enganchados» eran voluntarios que se alistaban a través de un contrato que detallaba el tiempo de servicio y cuánto cobrarían por él; es decir que tomaban un trabajo. Dependía del momento y del lugar, pero en los años revolucionarios alrededor de la mitad de los efectivos de los ejércitos eran voluntarios. En segundo lugar estaban los «destinados», los que eran obligados a alistarse o que directamente eran reclutados por la fuerza a través de las levas. Un trabajador que era detenido por una patrulla y no podía mostrar ni domicilio fijo ni papeleta de conchabo era considerado «vago» y llevado contra su voluntad al «servicio de las armas». Muy pocos tenían papeleta de conchabo, una prueba de relación laboral, porque era habitual la movilidad de un trabajo a otro buscando mejor paga o condiciones más ventajosas, especialmente en la región pampeana; por lo tanto, había muchos hombres que podían ser perseguidos por los reclutadores. Entre 1812 y 1815, las levas habían sido particularmente intensas y buena parte de la población ya estaba hastiada, por lo que las autoridades fueron más cuidadosas al respecto después de la caída de Alvear. Una tercera cantera de soldados eran los «rescatados», esclavos enviados al ejército. En las Provincias Unidas, muchas veces los reclutas eran enviados primero a Buenos Aires para entrenarse y desde allí partían a los distintos frentes. La estructura militar se completaba con la milicia, una organización que reunía a los adultos con un domicilio fijo para defender su ciudad o región. Era fundamental en la época, y en la guerra iniciada en 1810 el papel de las milicias fue importante como complemento de los ejércitos. Incluso eran mayoritarias en algunas fuerzas, como las de Güemes en Salta y también en la Liga de los Pueblos Libres, aunque allí también había destacamentos regulares. En todos lados los milicianos estaban protegidos de las levas y defendían celosamente su diferencia con los «veteranos», como se llamaba a los soldados del ejército. En teoría, las milicias no marchaban al combate lejos de su territorio, pero durante la guerra hubo ocasiones en que sí fueron movilizadas a grandes distancias y, cuando eso ocurría, también había deserciones entre sus miembros. Entre todos los motivos de enjuiciamiento de los integrantes de las tropas —es decir, soldados, cabos y sargentos— desde la revolución, la deserción era el más recurrente. Los soldados desertaban por distintas razones: desde algunos que cobraban su primer sueldo o recibían el uniforme y se marchaban —la ropa era muy cara en esos tiempos en los que aún no había industria— hasta quienes lo hacían por hartazgo con las malas condiciones cotidianas en el ejército, la carencia de vestuario, los atrasos en los pagos de sus sueldos, los malos tratos de los oficiales. Cuando los desertores eran capturados, estos últimos motivos eran tomados como grandes atenuantes por los jueces si podían probarlos. Aunque sabían que era un delito, muchos soldados consideraban que era justo desertar si no recibían lo que les correspondía y de hecho eran numerosos los desertores reincidentes.
Por dar solo un caso: el soldado montevideano Juan Castro, que había ingresado al ejército como voluntario en 1806, llevaba ocho deserciones una década más tarde… También podía ocurrir que quienes desertaban lo hicieran porque no estaban convencidos de una misión que les encomendaban o que simplemente quisieran volver a sus hogares. Un ejemplo es el de Andrés Muñoz, quien desertó en la expedición de Belgrano a Santa Fe en marzo de 1816 y regresó lentamente hacia Buenos Aires, «trabajando disfrazado» en el campo. Pero eran sociedades pequeñas y cuando llegó a la Capital fue reconocido y terminó en la cárcel. Con el correr de los años las deserciones fueron en aumento, pero eso no quiere decir que quienes las efectuaban no apoyaran la causa de la revolución. Aunque es difícil saber qué pensaban políticamente los soldados porque eran mayoritariamente analfabetos y no dejaron testimonios escritos, hay indicios de que la adhesión a la causa antiespañola era mayoritaria, si bien en algunos lugares se había enfriado un poco después de la efervescencia de los primeros años y debido al malestar de muchos trabajadores que habían entrado al ejército, por culpa del abuso de las autoridades. Las deserciones mostraban que muchos de los más pobres se oponían a tener que ser ellos los que llevaran lo peor del conflicto. Y sus mujeres e hijos sufrían las largas ausencias o la muerte de los combatientes, que dificultaban su supervivencia (por eso muchas peticionaban frecuentemente ante los gobiernos para atenuar su miseria). Para 1816 había un gran cansancio con la guerra en el mundo popular. En la mayoría de los casos, desertar era una decisión tomada por pequeños grupos o individualmente. Era más raro que hubiera deserciones de grandes contingentes, que en general tenían que ver con descontentos masivos. Las unidades del ejército regular solían reunir a personas que provenían de distintas provincias, con gran diversidad étnica, a las que no era fácil conducir: los oficiales exitosos eran aquellos que, además de asegurar la disciplina, conseguían garantizar ingresos a la tropa. Pero si los oficiales no eran queridos, no eran capaces de asegurar los suministros o no mostraban mucha preocupación en evitar las fugas, las deserciones se multiplicaban.
En marzo de 1816, conducidos por algunos sargentos y soldados, desertaron cerca de Córdoba unos doscientos miembros del Regimiento de Dragones que había sido enviado para reforzar al Ejército Auxiliar del Perú, en una expedición que había ido perdiendo hombres por el camino desde Buenos Aires. Los miembros de la comisión militar a cargo del sumario culparon al comandante, a causa del malestar que había mostrado cuando le ordenaron ponerse en marcha. Pero los desertores —que se beneficiaron con un indulto y volvieron a la Capital— dieron otras razones. Baltasar Altamirano dijo que reaccionó al maltrato de sus tenientes, que «los conducían con el mayor rigor como si fueran presos, pues no les daban licencia para pedir agua, comprar pan, tabaco, y otras cosas que se les ofrecían». Cuando se acercaban a las casas por agua o alimento, sostuvo Altamirano, un teniente les pegaba con las riendas. En los fogones nocturnos los soldados comentaron esos hechos y él decidió desertar y aprovechó la promulgación de un indulto para presentarse otra vez en Buenos Aires. El soldado Joaquín Manuel dio como justificativo de su deserción que «iba en pelota»; Felipe Ochoa, que «el amor de sus hijos lo puso en el caso de desertarse»; otros sostuvieron que lo hicieron por imitación a desertores previos. El soldado Miguel Rodríguez contó que en Córdoba un sargento dijo: «Muchachos, yo me voy, el que quiera seguirme voluntariamente que me siga», y varios se plegaron llevándose sus armas. El caso no era para nada excepcional: habitualmente en los trayectos desde Buenos Aires al norte pasaban cosas similares. Por eso, poco después de esta deserción surgió una propuesta formal para modificar lo que en la práctica era común: se trataba de evitar el largo traslado desde la Capital, haciendo los reclutamientos en el norte, a donde debían remitirse armas y vestuario. A veces los desertores regresaban a la zona en la que vivían y se refugiaban en casas de familiares o conocidos. Otros se marchaban con los indígenas del otro lado de las fronteras pampeana o chaqueña para evitar ser capturados. Podían también dirigirse a territorio enemigo —y en el caso del litoral, pasarse al bloque revolucionario rival— o sumarse a las partidas de bandidos que crecieron a lo largo del conflicto. También podían esperar un tiempo hasta que las autoridades sancionaran un indulto. Preocupados, los sucesivos gobiernos y las autoridades militares fueron implementando premios por delación y por la captura de los desertores. Pero una vez que apresaban a uno, no había una política uniforme de qué hacer con él. Según la reglamentación colonial, quien reincidiera debía ser condenado a muerte; la norma se cumplía pocas veces porque los ejércitos necesitaban brazos permanentemente y los jueces preferían recargar el tiempo de servicio o castigar a los que hallaban culpables con tareas como limpiar un cuartel cargando cadenas durante algunos meses, para luego devolverlos al frente. En algunas ocasiones había penas más duras, como años de presidio o sufrir golpes con un palo. A la vez, los gobiernos promulgaban indultos de tanto en tanto para permitir que los desertores volviesen a ser soldados activos. Un desertor, entonces, no podía conocer las reales consecuencias de su acción, aunque al alistarse les leyeran las penas formales, porque ellas siempre cambiaban. Juan Bautista Quevedo, el soldado ejecutado en enero de 1816, tuvo por lo tanto la peor de las suertes. De hecho, en el mismo mes que Quevedo cayó preso también lo hizo el soldado Juan Ocampo, desertor del Regimiento de Dragones. Tenía veintidós años y era porteño, soltero, blanco y albañil. Su causa se agravaba porque había resistido su arresto con el cuchillo en la mano, de lo que se excusó afirmando que estaba ebrio. El sumario se fue dilatando por meses y finalmente quedó en libertad al ser incluido en un indulto general. ¿Por qué en cambio Quevedo fue fusilado? Él sostuvo que desertó por miedo a un castigo, porque al llevar «a cuatro reclutas a lavar su ropa se le escaparon». No lo habían maltratado sus superiores ni le había faltado dinero o comida, es decir que no tenía atenuantes. Era puntano, sabemos que pobre, y excepto el abogado defensor —de oficio— nadie más respondía por él en Buenos Aires. Su jefe en los Húsares sostuvo que se había hecho «digno de todo el rigor» y aplicarlo serviría para detener «la frecuencia y confianza con que se hacen las deserciones. Ya se hacen sin el menor rubor, sin miedo». El 30 de septiembre de 1815 se había decidido otra vez aplicar la pena de muerte a los desertores, y él fue el elegido para escarmentar a otros. Pero las deserciones, por el contrario, aumentaron, y pronto volverían los indultos. Ya era tarde para Quevedo.
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