Rosas

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viernes, 30 de agosto de 2013

Cabecita negra

Por Arturo Jauretche

Al hombre que no es un intelectual, y por eso razona según el orden de la naturaleza, se le ocurre que en el orden de las demandas humanas, que es él mismo, están primero las alpargatas que los libros. El fuego debe calentar de abajo dice Fierro, y la cultura debe ir precedida de zapatos, ropa, frazadas y pan. Pero la tradición de la “intelligentzia” argentina es al revés, porque su amo imperial es vendedor de ideas y lo que quiere comprar barato es lo que los “cabecitas negras” pretenden consumir.
Al principio a ese hombre, al que la miseria consuetudinaria había privado de otras necesidades que las elementales, le sobró el dinero y lo dilapidó en pañuelos de seda, en perfume o en discos fonográficos: varias generaciones de criollos, a través del nieto de Martín Fierro, compraban sueños cuando compraban chiches (…) después (…) fue vistiendo mejor, introduciendo mejoras en su hogar, alimentándose racionalmente, graduando sus diversiones a medida que las nuevas necesidades a satisfacer crecían con su cultura de consumo, que sólo puede lograrse sobre bases económicas.
Paulatinamente fue entrando en los consumos de la cultura (…) posiblemente ignorará a Goethe, Toynbee o Plutarco o a Jung (…) pero conocerá mucho mejor los problemas del sindicato y los de la sociedad en que vive, las incidencias en la modificación de los cambios en su economía familiar y en la de la Nación, y sobre todo quines son y donde están sus enemigos.

Es una particularidad que he señalado muchas veces que en los países de inmigración, los hijos educan a los padres, porque éstos se crían en un medio más propicio al desarrollo cultural en razón de la mejor base económica y social que encuentran en su infancia. Lo que sucede con población procedente del interior o de los países limítrofes americanos, sucedió respecto de la inmigración masiva procedente del mediodía de Europa. Los hijos nacidos y criados en un standard de vida traían de la escuela y de la convivencia con sus compañeros, normas, ejemplos que iban transformando a los padres; éstos, por sus hijos, iban paulatinamente adquiriendo necesidades y gustos propios de un nivel de cultura distinto al que sus padres habían conocido. En este sentido hay que carecer de capacidad de observación para no percibir, aunque mas no sea en el ambiente de los “cabecitas negras” que ya llevan años de asentamiento, en las vestimentas de las criaturas, el contraste con que a la misma edad llevaban los padres en sus lugares de origen. Es que no es “moco de pavo” afrontar el problema de sociedades enteras en las que durante más de cien años la miseria absoluta fue el signo, y se creyó que curarla era un simple problema de alfabeto, invirtiendo el orden natural que es pan, techo, ropa y después alfabeto.
“… es horrible hacer el sacrificio de llevar la familia a Mar del Plata para encontrar que la habitación de al lado la ocupa la mecanógrafa, el peluquero o el repartidor de leche; que el restaurante no hay mesa por lo desbordan gentes que antes no tenían acceso a él; que los camarotes el tren le son disputados por la multitud en fiesta; que cualquiera ocupa un taxímetro y que hay que hacer cola para comprar “allo spiedo” que antes ofrecía reverente el rotisero sin clientela al grave caballero de fláccido bolsillo que lo tutea paternalmente al protegerlo con la compra.”
La prosperidad de los de abajo, ¿ha molestado a los de arriba? No a los de muy arriba, porque el empresario sabe que esa prosperidad general es condición necesaria de las buenas ventas, es mercado comprador para sus productos. Molesta solamente al escalón inmediato superior, a esa clase de quiero y no puedo de pobreza vergonzante, a quien parece disminuir socialmente el ascenso de los que estaban un poco más abajo, porque alteran sus jerarquías rutinarias de la importancia social.

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