Rosas

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viernes, 30 de agosto de 2013

LA REVOLUCION DE 1943.


Por Vicente D. Sierra

Un día el país supo quien iba a ser el sucesor del Dr. Castillo en la presidencia de la nación. El viejo dilema de libertad y eficiencia volvió a plantearse en la: conciencia nacional. Perder la libertad ¿Para qué? ¿Qué garantías ofrecía el continuador elegido? La revolución tenía que ser y se produjo el 4 de junio de 1943 por un levantamiento del ejército. No podía ser obra de ningún partido político porque ninguno representaba nada. En los mismos momentos que el liberalismo entraba en crisis en todo el mundo, los partidos políticos argentinos agudizaban su ideario liberal y, de acuerdo a la lógica, quien imita va siempre atrasado. Cuando en todos los grandes países el idealismo filosófico entrara a destruir al positivismo, los políticos y los universitarios enquistados en la Universidad Argentina, persistían en un ideario muerto, al margen, no sólo de la realidad nacional, sino del propio movimiento mundial de las ideas, del que se sentían celosos sacerdotes. Profesores había que, en 1943 considerándose espíritus libres, enseñaban economía a lo Leroy Beaulieu, psiquiatría a lo Lombroso, psicología a lo Condillac, filosofía a lo Spencer, y estudiantes que consideraban las obras de José Ingenieros, como, un dechado de saber científico y filosófico. El sacudimiento que en la Universidad produjo un Ortega y Gasset o un Eugenio D'Ors no salió del campo literario y de algunos privilegiados. La revolución no podía ser, por consiguiente, ni obra de los políticos -comprometidos con el capitalismo internacional- ni de una Universidad anquilosada, cuyo ‘reformismo’ olía a naftalina, y fue así como estuvieron contra ella políticos y universitarios. Sólo el clero o el ejército podían ser la fuente de la revolución, y como el clero no tiene armas ni vocación guerrera, la tarea correspondió a quien la realizó. Lo mismo que en 1930. Los ejércitos permanentes son los que evitan que el mundo caiga en la barbarie, pues la verdad de hoy, vista por Donoso Cortés a mediados del siglo pasado, es que se va a la civilización por las armas y a la barbarie por las ideas por lo menos, en nuestros días a la barbarie marxista.

Hemos dicho que, lo mismo ocurrió en 1930 porque consideramos importante repetir que es un absurdo ver en la revolución del 6 de septiembre un movimiento contra el radicalismo, pues entonces ya no queda de él sino el nombre y su jefe, pero éste envejecido y enfermo, enfrentando una crisis económica mundial y una crisis moral en su partido. Durante el gobierno del general Agustín P. Justo, que sucedió, al revolucionario ‘de facto’, como durante el de sus continuadores, los partidos políticos perdieron toda influencia sobre las masas, porque todos, más o menos directamente, actuaron en colaboración, en complicidad o en compadrazgos. Por otra parte sus elencos directivos quedaron estacionados. Puede decirse que los argentinos que alcanzaron la ciudadanía después de 1930 no ingresan en los partidos, parte por peligroso desinterés por la cosa pública, parte -los mejor dotados- por repugnancia a los entretelones de los mismos. Ninguno es capaz de crear una idea argentina que dinamice al pueblo. Si el ejército no toma la iniciativa, ningún grupo organizado se encontraba en condiciones de hacerlo, y en el ejército, la conciencia de que la revolución de 1930 había sido desvirtuada había forjado el imperativo de cumplir con el deber de salvar los errores de entonces. No creemos en el fracaso del movimiento de 1930, porque en historia los hechos son siempre positivos, en cuanto a sus fines. Sin la elaboración ideológica que la de 1930 provoca en el país, que da lugar a un movimiento que esboza doctrinas nacionalistas que las masas hacen suyas en la jornada del 17 de Octubre de 1945, cuando salen a la calle a imponer la personalidad de Perón, éste no habría podido crear el denominado ‘movimiento peronista’ basado en los grandes principios políticos de la raza. Y no es ésta una afirmación caprichosa. Hasta 1767 se enseñó en las Universidades de América, entre otras la de Córdoba, por medio de las obras del P. Francisco Suárez, lo que era doctrina común de los teólogos españoles, que la razón de ser del Estado era el bien común, y es el bien común lo que importa un cambio de la política liberal individualista hacia las formas propias de la democracia social la base del sistema doctrinario de Perón. La historia de estos hechos es harto conocida.
 Durante la actuación del gobierno militar revolucionario se crea, entré otras cosas, la ‘Secretaría de Trabajo y Previsión’, desde la que se comienza a encarar la cuestión social con un espíritu nuevo, que gana, poco a poco, el favor, de las masas sindicalistas, socialistas, comunistas y anarquistas, en que se dividía el movimiento obrero organizado argentino; porque los trabajadores, que creen en la eficacia, siguen a quien en dicho organismo comienza a realizar una acción de elevación vertical del nivel de vida del proletariado. No nos corresponde analizar esa acción fuera de su sentido social, ni si ella fue bien o mal orientada, ni si sus resultados serán éstos o aquellos. Lo importante, desde nuestro ángulo, es que dicho hombre, que se trueca en breve tiempo en caudillo de las masas nacionales en forma tal que a la hora que escribimos lleva ganadas tres elecciones; por márgenes de votos que han ido creciendo de un comicio a otro, formula una doctrina política que se diferencia de cuantas se lanzaron en el país desde 1910, porque, siendo muy moderna, es muy antigua. Es el triunfo de la democracia social. En efecto, el general Perón ha lanzado un ideario de tipo social-cristiano que comienza por considerar que lo esencial es el hombre, y que, por consiguiente, la sociedad no puede tener finalidades que vayan en contra de la libertad de la persona humana para realizar sus fines personales terrenos y eternos. La riqueza deja de tener finalidades propias para adquirir finalidades sociales. El Estado deja de ser un organismo indiferente para pasar a ser un medio, a los fines de que; la sociedad pueda realizar su fin, y ese fin, lo repite Perón,  es el BIEN COMUN.
 Perón ve el problema social y lo encara, primero, del punto de vista material, porque la realidad así lo impone, pero luego del punto de vista ético. El bien común exige la dignidad, pero sin medios de sustento no hay dignidad posible en el hombre. Así lo expresa y así procede. Afirma, además, conceptos nacionalistas sin apoyarlos en la raza como concepción biológica, para Perón la raza ‘constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos, y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino’. Su nacionalismo es una postura espiritual. ‘Ella es -agrega- la que nos aparta de caer en el remedio de otras comunidades, cuyas esencias son extrañas a las nuestras, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos’. En síntesis, nos encontramos de vuelta, es decir, la Argentina afirma una posición que no es sino descubrirse a si misma. No es sorprendente que las masas la hayan comprendido de inmediato y que la oligarquía liberal no la comprenda. Es que se trata de la vieja doctrina político-social, que nos viene del fondo de la historia en un reconocimiento extraordinario.

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