Por Javier Garín
El interés por la Historia es un indicativo del renacer de la política y
del sentido de Nación. Pero los que nos ocupamos de la Historia notamos
algo más: un interés específico en ciertos personajes que hasta ayer
eran malditos para la Historia oficial, y que hoy son vistos como héroes
negados, silenciados, sobre los cuales el público desea saber más,
porque intuye que el ocultamiento y la distorsión de estos personajes no
es casual: que obedece a motivos profundos, y que ellos tambien fueron
en cierto modo -y disculpenme la metáfora- "desaparecidos". Fueron los
desaparecidos de la Historia oficial, la misma historia que hizo
desaparecer de las crónicas a los indios, a los negros, a grupos
sociales enteros que no encajaban con el relato que se nos quería
transmitir. Fíjense que en ese desaparecer que ya viene de nuestros
primeros historiadores, Vicente Fidel López consideraba que la historia
no debía ocuparse de las luchas de los indios, pues formaban parte de
una suerte de crónica menor. Joaquin V. González, cuando era joven y no
estaba inficionado por la ideología de la oligarquía, criticaba a los
historiadores oficiales por haber desconocido y silenciado la gran
rebelión por la dignidad y la Independencia de Tupac Amarú, a la cual
Mitre intentaba disminuir calificándola de simple "montonera", mientras
Sarmiento consideraba a los grandes jefes de la resistencia indígena,
Capoulicán y Lautaro, como "indios apestosos".
Por eso me alegra enormemente que hoy volvamos a hablar de gente como
Belgrano y empecemos a reconocerlo como el verdadero Padre de la Patria.
Me alegra que hablemos de hombres como Castelli y Monteagudo y que haya
personas que se agrupan y organizan para homenejearlos. El año pasado,
los integrantes del Espacio Monteagudo, aquí presentes, promovieron la
recordación del 222 aniversario del nacimiento del gran patriota
tucumano (que no por casualidad nació el año de la revolución francesa),
y yo tuve el honor de haber sido invitado a exponer sobre su
pensamiento en la Casa Patria Grande Néstor Kirchner, la ex sede de la
Secretaría General del Unasur, pues ciertamente este prócer fue el
precursor ideológico de la unidad continental, como enseguida veremos. Y
este año, ya se está organizando otro grupo de compañeros, tambien
presentes, en torno al propósito de reivindicar a Juan José Castelli del
silenciamiento al que fue sometido. Entre otras cosas, proponen que se
haga un acto oficial de homenaje cuando el 12 de octubre de 2012 se
cumplan doscientos años de su muerte, una muerte muy triste luego de una
tremenda agonía, envenenada aún más por la ingratitud de sus
contempóraneos; pues, como recuerda Manuel Moreno, Castelli, el gran
orador de Mayo, el hombre que gestó y organizó la revolución desde las
sombras, murió "pobre y perseguido" y su familia quedó en la ruina
despues de haberlo dado todo por la patria; su casa fue rematada a
precio vil y su viuda, en la miseria, debió esperar trece años a que le
acordaran una pensión. Tambien piden que la estatua de Castelli, que se
encuentra en Plaza Constitución, sea trasladada al lugar central que se
merece, en Plaza de Mayo, frente al Cabildo que hace dos siglos lo vio
caminar febril preparando en los rincones el gran movimiento que nos
hizo nacer a una vida independiente, y que lo oyó rebatir con inexorable
lógica y formidable valentía los argumentos de los defensores del
Virrey: esos cipayos partidarios de la dependencia y la sumisión que por
desgracia nunca faltaron en estas tierras.
Castelli y Monteagudo tienen muchas cosas en común. Ambos fueron
demonizados en vida y despues de muertos. Yo titulé mi libro sobre
Monteagudo "El discípulo del Diablo" para aludir a esa demonización,
pues era el discípulo de Castelli, a quien los oligarcas altoperuanos
llamaban "Satanás". (Tambien lo llamaban -aludiendo a su segundo
apellido, Salomón- "musulmán" y "judío"). Castelli inauguró una larga
lista de patriotas demonizados, ya que su actuación había sido tan
notoria que no se lo podía ocultar. Fue tan convincente su demonización
que el general realista, Goyeneche -un repugnante verdugo que
prefiguraba a los terroristas de Estado del presente-, cuando consiguió
expulsar a los patriotas del Alto Perú, hizo exorcizar la residencia
donde se alojaba el maléfico tribuno porteño, con procesiones de hachas
encendidas y lluvias de agua bendita para espantar a los demonios.
¿Y qué decir de Monteagudo? En Bolivia, Argentina, Chile y Perú, fue
constantemente perseguido por la calumnia, como bien señala Ricardo
Rojas. Las mentiras que sobre él se escribieron parecen increíbles,
invadiendo incluso su vida privada y adornándola con espantosas leyendas
de depravación. José María Ramos Mejía llega a compararlo con Nerón y
con otros ilustres pervertidos de la Antigüedad. Se le han adjudicado
crímenes que otros cometieron u ordenaron. Se le han desconocido los
méritos más evidentes, como el de haber redactado el acta de
independencia de Chile, ya que los historiadores de la oligarquía
chilena nunca perdonaron sus ínfulas continentalistas. Perú, donde fue
el primer gobernante efectivo (pues el Protector San Martín delegaba en
él la administración cotidiana del país), y donde produjo una increíble
transformación en los pocos meses que duró su gobierno, no lo recuerda
más que con una modesta placa en la Biblioteca Nacional de Lima que él
fundó reuniendo sus innumerables libros con los de San Martín. La
oligarquía degradada de Lima ("capital del imperio del egoísmo", la
bautizó Monteagudo) le tenía un odio visceral por las políticas
revolucionarias que adoptó contra los ricos españoles: odio luego
transmitido a sus historiadores nacionales hasta el presente.
Veamos cómo pensaban y actuaban estos dos grandes hombres y
comprenderemos los motivos de tanta demonización.
Se conocieron a finales de 1810 en el Alto Perú, aunque ambos se
conocían de mentas desde mucho antes. Castelli tenía cuarenta y seis
años, y era un hombre mayor para la época -pues buena parte de los
revolucionarios pertenecían a una generación más joven-. Llegaba al Alto
Perú en calidad de representante de la Junta de Buenos Aires y
comisario político del Ejército revolucionario. Lo precedía una fama
temible ya que había sido el hombre que osó fusilar a un ex Virrey, a
Liniers, por orden de la Junta. Tambien se lo recordaba allí por haber
sido un brillante estudiante de leyes en la Universidad de San Francisco
Javier de Chuquisaca, donde estudiaron Moreno y el propio Monteagudo.
Posiblemente, integraba una logia secreta independentista chuquisaqueña
con ramificaciones en Buenos Aires, de la cual era tal vez el cabecilla.
Había preparado durante años, junto a su primo Belgrano, las
condiciones políticas para llevar adelante un cambio de gobierno,
difundiendo ideas por la prensa y conspirando en la sombra. Había sido
gestor e ideólogo de Mayo y conformaba con Belgrano y Moreno el núcleo
duro revolucionario. Los historiadores acostumbran a señalar a Moreno
como el alma de la Revolución, olvidando el relevante papel de Castelli.
Cisneros, que no era tonto y tenía mejores fuentes de información, lo
sindica como "el principal interesado en la novedad", y Monteagudo lo
llamará después de su muerte: "genio ilustre que dirigió los primeros
pasos de la Junta y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al
camino en que ahora nos hallamos". Inteligente, resuelto, de soberbia
presencia, de gran formación intelectual, lector de Voltaire, Diderot y
Rousseau, admirador de los jacobinos franceses, era ya una figura
legendaria. Monteagudo lo definiría como "enemigo de todo término
medio": no venía al Alto Perú para dejar las cosas como estaban. Traía
el Plan de Operaciones y las órdenes de la Junta, y estaba dispuesto a
arrasar con el orden colonial aunque le costase la vida, como
efectivamente le costó. Su ejército acababa de obtener la gran victoria
de Suipacha, que anonadó a los realistas y puso todo el Alto Perú en sus
manos, sembrando el pánico entre los represores y asesinos del antiguo
orden que temían la venganza de los pueblos.
En aquel ejército
triunfante se incorporaban por primera vez los sectores populares, los
gauchos y los indios: Güemes hizo su glorioso debut en Suipacha y uno de
los cañones llevaba como nombre "Tupac Amarú". Traía por misión
incorporar a los indígenas a la revolución, reemplazar en la
administración a los españoles por los criollos, expropiar a los
realistas y fusilar a los jefes militares que cayeran en su poder. Las
oligarquías y los racistas españoles (y tambien algunos criollos) se
espantaban cuando oían relatar que les pagaba a los indios por colaborar
con el ejército (cuando hasta entonces todo debían hacerlo gratis) y
que se oponía a que estos se hincaran de rodillas frente a él, los hacía
ponerse de pie y los abrazaba diciendo: "No, hermano, eso se terminó. A
partir de ahora somos todos iguales". Ese era Castelli, a quien su
biógrafo Chávez define como "un auténtico revolucionario porteño", y de
quien el historiador aymará Reynaga dice: "Es un criollo extraño que
insiste en restaurar el tawantinsuyo (...) y habla con franqueza de los
derechos de los indios".
Un día se presenta en su despacho el joven Monteagudo. Con apenas 21
años es ya una celebridad. Tambien abogado, aunque proveniente de una
familia muy humilde y sospechado de mulato o de zambo por el oscuro
color de su piel, abandonó las leyes por la revolución. A los 19 fue el
redactor del famoso libelo protorrevolucionario "Diálogo del Inca
Atahualpa y Fernando VII", donde impugnaba magistralmente los
pretendidos derechos de España para dominar América. A los 20, fue uno
de los cabecillas de la Revolución de Chuquisaca, que el 25 de mayo de
1809 dio "el primer grito de Libertad" en el continente americano y que
fue el origen de la sublevación altoperuana, feroz y sangrientamente
reprimida. Condenado a muerte, luego perdonado, habiendo perdido a casi
todos sus amigos a manos de los realistas, acababa de fugarse de la Real
Carcel de la Corte de Chuquisaca, donde lo tenían detenido como
subversivo. Ambos hombres se reconocieron como afines y pasó a ser el
secretario personal y asesor de Castelli.
Castelli y Monteagudo, juntos, eran dinamita. Trastornaron todo.
Convirtieron a la Universidad de Chuquisaca en un órgano de formación de
cuadros revolucionarios. Echaron a los españoles y a sus amigos de
todos los puestos. Fusilaron a los asesinos y represores Sanz, Nieto y
Córdova frente al atrio de la Iglesia de Potosí. Confiscaron a los
terratenientes y restituyeron tierras a los trabajadores y a los indios.
Defendieron a rajatablas lo que Moreno y el propio Monteagudo llamaban
el "santo dogma de la igualdad". Y ello en una de las regiones más
atrasadas, sometidas y reaccionarias de América. Eran un huracán. No
preguntaban si era posible. Lo hacían.
Frenéticos de la Libertad, ambos sabían que no puede haber libertad sin
justicia. "Ninguno es libre si es injusto", escribiría Monteagudo en
sus famosas Observaciones Didácticas, "verdadero catecismo de la
izquierda popular", como dirá Ingenieros. Y añadiría: “Solo el santo
dogma de la igualdad puede indemnizar a los hombres de la diferencia
muchas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la
fortuna o una convención antisocial”.
Se comprende que estos personajes fueran odiados por los poderosos y
los conservadores.
Goyeneche los acusaba de emular a Robespíerre:
curiosamente la misma acusación que les dirigían los timoratos Saavedra y
Funes. Para estos últimos, eran dos terroristas, dos subversivos,
"émulos del sistema robespierreano de la Revolución francesa". El mote
de terrorista para descalificar a la izquierda tiene una larga
tradición.
La conjunción de Castelli y Monteagudo dio nacimiento a dos ideas
fundamentales de la revolución sudamericana: dos ideas prohibidísimas y
rechazadísimas por los historiadores de las oligarquías criollas en las
nuevas repúblicas, fundadores de los "grandes mitos nacionales": la
emancipación de los indios y la unidad continental. Ambas ideas tuvieron
su primera ejecución y manifestación en un ámbito de leyenda: las
ruinas de Tiwanacu, restos de una antiquísima civilización que floreció
durante tres mil años, cuando América todavía no existía en los mapas.
Fue en aquel paraje místico y sagrado donde Castelli decidió celebrar
el primer aniversario del 25 de mayo, ordenando al ejército formar junto
al impresionante Templo de las Piedras Paradas -el Kalassasaya- y
convocando a los indios de la región de La Paz. En un acto de fuerte
carga simbólica, enmarcada su silueta por el bloque de andesita
bellamente labrada de la Puerta del Sol, Castelli habló a las tropas y a
los indios, mientras los lenguaraces traducían sus palabras al quechua y
al aymará. Rindió homenaje a los Incas por quienes hizo disparar una
salva de artillería e invocó a Inti, el Sol de América, para anunciar la
hermandad entre criollos e indígenas. Luego ordenó a Monteagudo leer el
decreto que habían redactado "a cuatro manos" discípulo y maestro, en
el que se prohibían todos los abusos sufridos por los indios, los
tributos, la mita y la servidumbre, se los declaraba iguales a los
blancos, se les reconocían derechos políticos y -cosa inconcebible-
igualdad de acceso a los cargos públicos, se ordenaba establecer
escuelas bilingües para ellos y repartirles tierras, se les permitiía
elegir a sus propios caciques y designar representantes al Congreso.
Nunca nadie se había atrevido a tanto, y menos allí, en una tierra en
que los indios estaban obligados a trabajar gratis en las tareas
domésticas de los blancos y a entregar la vida en las minas de Potosí,
que se devoraron ocho millones de seres en un genocidio colosal. Si
alguien no cree que estaban adelantados, piense que pasaron doscientos
años antes de que un descendiente de aquellos indígenas llegara a la
Presidencia de Bolivia, cumpliendo el sueño de Castelli y Monteagudo.
La otra gran idea que surgió de esta conjunción de voluntades
revolucionarias la expresó Castelli por aquella misma época, al
ilusionarse con la posibilidad de un avance militar exitoso sobre Lima,
la cuna de la reacción española: "Nuestro destino es ser libres o no
existir -auguró-, y mi invariable resolución sacrificar la vida por
nuestra Independencia. Toda la América española no formará en adelante
sino una numerosa familia que por medio de la fraternidad pueda igualar a
las respetadas naciones del mundo antiguo. Preveo que, allanado el
camino de Lima, no hay motivo para que todo el Santa Fé de Bogotá no se
una y pretenda que con los tres y Chile formen una asociación y cortes
generales para forjar las normas de su gobierno."
Castelli fue el primer intelectual en formular abiertamente la idea de
una sola nación continental, allí, en el centro del continente, en
inmediaciones del lago Titicaca, ese lago legendario de cuya Isla del
Sol, según el inca Garcilaso, partieron los míticos Manco Capac y Mamma
Ocllo para fundar el Tawantisuyo. Su acendrada vocación americanista lo
hacía decir: "Amo todo lo americano y tengo consagrada mi existencia a
la restauración de su inmunidad" (en abierto contraste con Rivadavia,
que amaba todo lo europeo, preferentemente inglés). Y agregaba que
moriría tranquilo cuando viera "asegurada para siempre la Libertad del
Pueblo Americano".
Este americanismo fue heredado por el discípulo. Monteagudo gustaba
decir que no era peruano, chileno, argentino o colombiano sino
americano. “Mi país es toda la extensión de América”, agregaba,
desafiando a los localistas estrechos. Creía ardientemente que
Sudamérica era la tierra del futuro: "Nosotros estamos en nuestra
aurora, la Europa toca su occidente".
La idea continental no pudo ser ni comenzada a ejecutar debido a la
derrota de Huaqui que destrozó el ejército patriota. Pero Monteagudo la
retomó, y llegó con los años a convertirse en su expositor más
sistemático, mucho antes que Bolívar, a quien generalmente se le
atribuye. Así lo reconoce Benjamín Vicuña Mackenna: “Un hombre grande y
terrible concibió la colosal tentativa de la alianza entre las
repúblicas recién nacidas y era el único capaz de encaminarla a su arduo
fin. Monteagudo fue ese hombre”. Tornel y Mendivil agrega: “el primero
en recomendar el proyecto verdaderamente grandioso fue el coronel
Monteagudo”. El propio Bolívar le dice en carta, reconociendo la autoría
de la idea: “Es un gran pensamiento el de usted … el convidar a los
pueblos de América a reunir un Congreso federal.”
Ya muerto Castelli, Monteagudo, en la Asamblea del año XIII, asumió
abiertamente la bandera continental frente al localismo. El Gobierno
encarga dos proyectos de Constitución: uno oficial para las Provincias
Unidas, y otro confeccionado por la Sociedad Patriótica, que dirige
Monteagudo, el cual establece en su artículo segundo que las Provincias
americanas se unen en asociación para formar la Constitución de los
Estados Unidos de América del Sur. En 1822, como ministro de San Martín
en Perú, toca a Monteagudo redactar con Joaquin Mosquera los tratados
peru-colombianos, consagrando la unión militar de ambos países y la
intención de convocar al resto a una alianza superior. Retirado San
Martín de la escena, Monteagudo arrima su proyecto continental,
consistente ahora en la conformación de una gran confederación de
estados, a quien aparecía como el único hombre capaz de llevarlo a cabo:
Bolívar. Por pedido de éste escribe su famoso “Ensayo de una Federacion
General de Estados hispanoamericanos y Plan para su organización”, que
se encuentra inconcluso en su escritorio a su muerte, y en el cual
proponía la unión de los pueblos hispanoamericanos en una alianza
militar ofensiva-defensiva para resguardarse de toda invasión foránea, y
una unidad política para establecer normas comunes, prevenir conflictos
y reforzar la estabilidad de las nuevas repúblicas confederadas.
Si este proyecto soñado por Castelli y sistematizado por Monteagudo se
hubiera realizado hace dos siglos, hoy América del Sur sería una de las
principales potencias del mundo en vez de haberse visto sometida al
colonialismo inglés y luego yanqui, a las dictaduras cipayas y a la
entrega y saqueo de nuestras riquezas. ¿Se comprende por qué el recuerdo
de estos hombres era tan peligroso, y por qué los historiadores de las
oligarquías cipayas, entregadas de pies y manos al imperialismo inglés,
tenían que ningunerarlos y denostarlos?
Estas ideas fueron reasumidas por todos los grandes pensadores
políticos. El ejemplo clásico es Perón, quien promovió en su primer
gobierno la la unión de Argentina, Brasil y Chile (el ABC) como base
para una futura unidad del continente. Años después, Perón seguía
insistiendo con que una America Latina desunida no se podrá defender:
“nos van a quitar las cosas por teléfono”, auguraba.
Hay otras cuestiones en las cuales maestro y discípulo coincidieron.
Ambos eran hombres decididos, que creían en la voluntad como motor de la
historia. Castelli lo demostró con acciones y Monteagudo además lo
proclamó con hermosas palabras que lo convirtieron -segun Ricardo Rojas-
en "el mejor escritor político" de la Revolución, haciendo reiterados
llamamientos a ser decididos y enérgicos desde las páginas de La Gaceta,
de Mártir o Libre, o de cualquiera de la media docena de periódicos que
publicó a lo largo de América. "La Patria está en peligro y sólo
nuestra energía podrá salvarla", repetía. Como su maestro, Monteagudo
creía que el miedo y la falta de confianza son peores que las armas de
los tiranos. Un pueblo que quiere ser libre no puede ser temeroso,
proclamaba. "Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es
peligrosa (...) mas para un pueblo intrépido y enérgico los más graves
peligros son otros tantos medios de hacerse respetable". Para esto
resultaba indispensable afianzar la autoconfianza popular.
En aquella época, como hoy, pululaban los derrotistas, los que querían
sembrar desaliento en el pueblo y hacerle perder la fe, para que
aceptara con resignación las cadenas. Van der Koy y Morales Solá
tuvieron muchos ancestros. Eran los que vivían presagiando desastres y
todo lo encontraban imposible si no contaba con el visto bueno de
Europa, o al menos de algun país europeo. A esos cobardes y derrotistas
cipayos, Monteagudo los llamaba "apóstoles del miedo", frase que
recuerda a la de otro intelectual argentino que habló de los "profetas
del odio". Y con mayor dureza aún escribía estas palabras que parecen
dirigidas a ciertos "comunicadores" de la actualidad: "Dudar o hacer
dudar del buen éxito del sistema de un pueblo, mostrando en problema su
suerte, es cobardía, es infamia, es una traición". Como tambien reviste
extraña actualidad su caracterización de los medios opositores a San
Martín en Perú, que publicaban mentiras sistemáticas contra el
Libertador: "sólo creen que hay libertad de imprenta cuando puedan
ejercitar la detracción". Y señalaba que el ataque infundado a los
gobernantes legítimos es "una de las señales más precisas de la falta de
un espíritu nacional".
Castelli y Monteagudo conocían muy bien las estrategias de dominación, y
sabían que estas comenzaban por las cabezas. Por eso su acción política
fue siempre arrojada y hasta temeraria, pues querían romper con las
cadenas del "no se puede", demostrando por los hechos que sí era
posible.
Monteagudo pensaba que había que librar una batalla cultural contra los
“principios góticos”, es decir, las ideas inculcadas por los
colonialistas, y se anticipaba a Jauretche al describir la dominación
mental de América: “Los pueblos habían olvidado su dignidad y ya no
juzgaban de si mismos sino por las ideas que les inspiraba el opresor”,
decía.
Fiel a Castelli, Monteagudo fue precursor de un pensamiento nacional
latinoamericano. Sostuvo que los americanos del Sur debíamos reflexionar
con nuestras cabezas y no con las de los europeos: algunos supuestos
sabios de afuera "extienden su imprudencia hasta el extremo de dar
planes de reformas para el nuevo mundo desde las márgenes del Támesis o
del Sena", sin tener la menor idea de nuestra realidad e idiosincrasia,
observaba. Como se ve, la costumbre de enviarnos fórmulas mágicas desde
los centros de poder (y la de las elites nativas de aceptarlas como
verdades reveladas) es de vieja data. Proponía el desarrollo de un
pensamiento e instituciones propios, frente a los aplicadores de recetas
al estilo Rivadavia.
Monteagudo tenía claro que nunca había que confiar en las buenas
intenciones de Europa. Desde Colón, recordaba, "empezó a hervir la
codicia en el corazón avaro de los estúpidos españoles", pero esa
codicia era común a todos los europeos. "Desengañémonos: todas las
naciones de la Europa aspiran a subyugar la América", decía. Y recordaba
que eran como "leones de Libia" al lanzarse sobre las riquezas de otros
continentes. Pero mayor severidad le merecían los cipayos y traidores:
"¿Quiénes son más culpables? Los europeos no, porque al fin es natural
que sientan perder lo que creyeron poseer eternamente. ¡Pero los
americanos! Yo no creo que tengan bastante sangre para expiar sus
crímenes". Palabras que tienen tambien sus implicancias en la historia
posterior...
Castelli y Monteagudo eran inexorables con los contrarrevolucionarios.
Compartían la visión de Moreno de que eran "las cabezas de ellos o las
nuestras", y habían visto morir a muchos compañeros a manos de los
colonialistas, en el patíbulo o en las infames prisiones. Sabían que si
eran derrotados les esperaba la muerte precedida de torturas y
humillaciones. Por eso no dudaban a la hora de perseguir sin tregua a
los enemigos. El antiespañolismo de Monteagudo era proverbial: llamaba a
los españoles "raza impía", fieras, asesinos, usurpadores, verdugos
inhumanos, y hacía un constante llamamiento a combatirlos. Siendo
gobernante del Perú, aplicó los mismos principios que Castelli en el
Alto Perú: confiscó a los realistas ricos para "quitarles los medios de
corromper al pueblo y hacernos oposición". Se vanagloriaba de que antes
de su llegada al poder había en Lima diez mil españoles dueños de la
mayor parte de las riquezas, y que al renunciar a su cargo, apenas si
quedaban seiscientos: el resto se habían ido. "Esto es hacer
Revolución", diría, "porque creer que se puede entablar un nuevo orden
de cosas con los mismos elementos que se oponen a él es una quimera".
Ambos acusados de crueles, no eran más que revolucionarios de su tiempo.
Rodríguez Peña diría: "Castelli no era feroz ni cruel. Obraba de tal
manera porque así estábamos comprometidos a obrar todos. (...) Lo
habíamos jurado todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse
atrás.". Adviértase que los que acusaban a Castelli y Monteagudo de
crueldad por las ejecuciones de jefes militares realistas que en la
mayor parte de los casos eran criminales asesinos, nunca se quejaron por
los miles y miles de asesinatos cometidos por los realistas contra los
pueblos... Tal vez si estos próceres hubieran masacrado a los pobres,
los gauchos y los indios, habrían merecido el aplauso de semejantes
críticos...
La lealtad entre maestro y discípulo fue ejemplar. Cuando Castelli cayó
en desgracia, perseguido primero por los saavedristas y luego por los
rivadavianos, fueron Monteagudo y Nicolás Rodríguez Peña quienes más
firmemente lo defendieron. Mientras sus acusadores indagaban sobre la
vida privada de Castelli, sobre si bebía o frecuentaba mujeres, en un
juicio verdaderamente vergonzoso, el gran tribuno, enfermo de cáncer de
lengua, apenas podía hablar para responder las acusaciones. Monteagudo
se convirtió en su vocero, definiéndolo como un hombre "tan celoso de la
felicidad general que hasta el más virtuoso espartano admiraría su
conducta con emulación".
Castelli, aún con la lengua amputada y privado de libertad, prosiguió
haciendo política hasta el último día. Aconsejó a Monteagudo ingresar a
la Logia Lautaro y tuvo la satisfacción de saber de la caída del
Triunvirato y de su enemigo Rivadavia -organizada por Monteagudo junto a
San Martín y Alvear- cuatro días antes de morir.
Mientras en Buenos Aires lo defenestraban, su mensaje y su acción
siguieron vivos, evocados con cariño y gratitud por las comunidades
indígenas, que lo creían un Inca redivivo. Al tiempo que agonizaba, se
produjo en la sierra peruana una sublevación de diez mil indígenas
contra el dominio del hombre blanco, reclamando el regreso del "rey
Castel" (así deformaban su apellido): único gobernante que en
trescientos años de esclavitud había reconocido su dignidad como
personas.
Monteagudo fue fiel a su maestro hasta su propia muerte, acaecida en
Lima, mientras procuraba instrumentar la idea grandiosa de Tiwanacu de
una Confederación hispanoamericana al lado de Bolívar. Sabía
perfectamente que la oligarquía limeña lo quería matar, pero tambien
había aprendido que hay cosas por las que vale la pena dar la vida, y
así fue cómo dos sicarios le hundieron una daga en el pecho. Quienes lo
acusaban de haberse enriquecido con las expropiaciones a los españoles
se llevaron un chasco: fuera de efectos personales y algunas joyas, el
hombre que desde los veinte años estaba en el poder no tenía patrimonio
alguno. Se cumplió, en la trágica muerte de ambos patriotas, lo que el
propio Monteagudo había profetizado: "Los que sirven a la patria deben
contarse satisfechos si antes de elevarles estatuas no les levantan
cadalsos".
Este repaso permite comprender cuánto de actual hay en el pensamiento y
la acción de maestro y discípulo. Ellos lucharon contra injusticias
sociales seculares, contra la explotación inhumana, contra el despotismo
y el oscurantismo, contra el colonialismo europeo. Lucharon por la
igualdad, la libertad, la independencia y la unidad de América del Sur. Y
son todas luchas vigentes, luchas que debemos continuar.
Los "apóstoles del miedo" los consideraban utopistas alejados de la
realidad, cuando eran simplemente visionarios. Dado que las ideas que
promovieron fueron sofocadas a manos de las oligarquías racistas
asociadas al imperialismo inglés, durante mucho tiempo se pensó que
habían sido derrotados. Sin embargo, como decía Cristina ayer en su
discurso, la historia no es lineal, tiene avances y retrocesos, y al
cabo de doscientos años aquellas ideas maravillosas esbozadas por estos
dos hombres en inmediaciones del Titicaca resplendecen como uno de los
más luminosos legados de la Revolución sudamericana. Un legado, no para
admirar desde la soledad del erudito, sino para convertir en ardiente
militancia y en inspiración combativa
un asco el articulo, pesima hermeneutica, no se que hace aqui en esto que es supuestamente un blog revisionista o lo era
ResponderEliminarEs un Blog Revisionista. Sólo basta ver las etiquetas. Tambien veras mucha DIVERSIDAD DENTRO DEL REVISIONISMO Y TAMBIEN OTRAS CORRIENTES. Un abrazo
EliminarPd: yo personalmente discrepo con gran parte del artículo pero expresa "otra visión" saludos
Realmente las ideas promovidas por Castelli y Monteagudo en su momento tienen vigencia en la actualidad. Comparto esas ideas.
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