Rosas

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viernes, 27 de septiembre de 2013

Brigadier General Don Manuel Oribe

 


ORIBE: SOLDADO, GOBERNANTE Y HOMBRE  Vísperas de Ituzaingó. 
En los fogones del ejército de las Provincias Unidas se está cocinando algo más que el rancho de la tropa: el motín. El infatuado Lavalle, el adusto Paz, el alocado Lamadrid, quieren deponer a Alvear, ese arrogante General en Jefe que no ha obtenidos sus galones como ellos, a sacrificio y coraje en las duras luchas de la Independencia. Como a su cófrade logista Pueyrredón, bien pudo decirle el coronel Dorrego esa frase que le costó seis años de destierro: "No recuerdo en qué campo de batalla me he encontrado con el señor General".   Su poderosa influencia dentro de la logia Lautaro ha suplido con creces dichas carencias.  Pero su aire petulante, sus modales aristocráticos, su tono hiriente, le han granjeado la máxima impopularidad. Cocinado el manjar, sólo queda ofrecerle el mando del ejército al segundo Jefe, el general Lavalleja.  Su aceptación se descarta. Tiene éste muy duros agravios contra Alvear, enemigo de los orientales desde los tiempos de Artigas. En uno de sus últimos y frecuentes encontronazos, el oriental hizo sarcástica alusión a su potente largavistas. Frenético, Alvear se desboca y hasta amenaza con fusilarle. Ningún sacrificio ha de haber impuesto nuestra patria a su Liberador como tragarse ese agravio.  Imaginamos sus labios trincados, sus ojos llameantes, su mano crispada en la empuñadura del famoso "corvo".   Sin duda eligieron bien los cerebros del motín: el candidato estaba a punto.  Sólo un detalle olvidaron: que éste no daría un paso tan trascendental sin consultar antes con su gran amigo de jornadas de sacrificio y gloria, Manuel Oribe. Y aquí se desmorona el plan. Nos lo cuenta el diario del general Antonio Díaz, ferviente alvearista y poco simpatizante en aquel entonces de Oribe, como lo demuestra páginas después, al menospreciar el famoso episodio de las charreteras. 
Escribe el general Díaz:  "En estas críticas circunstancias, varios jefes de los cuerpos de caballería a cuya cabeza estaba el coronel Lavalle, concibieron el diabólico proyecto de deponer al General en Jefe y, reunidos al efecto, propusieron al general Lavalleja que se encargase del mando. Este general era de los que más criticaban la conducta del general Alvear y acaso se hubiera resuelto a aceptar tan peligroso honor, si el coronel Oribe no le hubiese aconsejado que no cometiese semejante imprudencia, haciéndole ver que la consecuencia inevitable era la ruina del ejército en aquellos momentos, así como la de su propio crédito...".  Al otro día Manuel Oribe demostraría una vez más su pericia y su coraje en la batalla que sellara nuestra Independencia y que, por su acendrado espíritu del orden y de la Ley, él había comenzado a ganar en la víspera.
Manuel Oribe, el Soldado.1845. Francia sigue sosteniendo con barcos, hombres y dinero (40.000 pesos mensuales), a esa cabeza sin cuerpo que es el Montevideo de la Defensa.  He ahí el secreto de su "homérica" resistencia. A Cagancha, Rivera pudo llevar hasta la policía de la capital, ya que los franceses le garantieron la seguridad de la misma.
"A fuerza de empeños y tramoyas", escribirá Manuel Herrera y Obes, "hemos conseguido que el Almirante francés baje a tierra cuatrocientos artilleros... Se les ha abandonado todo el servicio de artillería de la línea interior que ya han empezado a hacer...". Cada vez más audaces, los barcos del "Rey Ciudadano" Luis Felipe de Orleans atacan la ciudad de Colonia en apoyo a sus aliados. Ante tan desembozada hostilidad, el gobierno del Cerrito dispone internar en la ciudad de Durazno, como medida de seguridad y de represalia a la vez, a los ciudadanos de esa nación tan declaradamente enemiga. Época de penurias y escaseces de todo orden, producto de nuestro crónico estado de guerra, la vida de los internados se tornó realmente penosa. Un par de ellos mediante oportunas influencias consigue llegar hasta Oribe y le exhibe la cruda realidad de sus semblantes macilentos y sus harapos. 
Uno de ellos, Benjamín Poucel, le enrostra al gobernante con desusada rudeza ese rigor para con sus compatriotas. Su compañero teme por él ante la posible reacción de aquel sátrapa desalmado, como lo pintan sus amigos de la Defensa. Pero el rostro de Oribe en lugar de ira trasunta pena. Tomando a Poucel de ambas manos le invita a sentarse. Y, con los ojos transidos de dolor, contesta el airado reproche: "Desde hace once años sus gobernantes están trayendo sufrimiento y ruina a mi patria. Esto es para convencerlos de que no les temo.  Una veintena de años después, por similares motivos pero con mayor rigor, Benito Juárez tomaría la tremenda decisión de Querétaro, cercenando la vida de Maximiliano de Austria. También en aras de la dignidad y la soberanía de las noveles patrias americanas. 
Manuel Oribe, el Gobernante.  "Querido amigo: Recibí su carta y su magnífico obsequio. Le devuelvo ambas cosas. Lo uno, porque no merezco los conceptos con que me favorece y porque, como su amigo leal, creo que no conviene a usted para el porvenir dejar con su firma esa carta cortesana de los tiempos de Luis XIV, mal dirigida a un republicano; el regalo, porque es demasiado valioso y no conviene a mi decoro aceptarlo ni a usted el hacerlo, dadas nuestras posiciones respectivas. No debo ni quiero quedar obligado a persona alguna del modo que me obligaría la admisión del importante presente que usted tiene la amabilidad de hacerme en este día de mi cumpleaños. Lo saluda con afecto, su amigo MANUEL ORIBE".
Era don Norberto Larravide, uno de los más firmes sostenedores del gobernante del Cerrito. Pero a este "republicano exaltado" (al decir desdeñoso del ministro brasileño Sinimbú), le había chocado desagradablemente el gesto de aquel amigo, entonces en el apogeo de un inmenso poderío económico y no trepidó en hacérselo ver con su acostumbrada dura franqueza.
En 1851, golpea a las puertas del Cerrito la traición. Los "treinta dineros" (400.000 patacones) gestionados por nuestros compatriotas Andrés Lamas y Manuel Herrera y Obes al Imperio del Brasil y entregados personalmente a Urquiza por el catalán Cuyás y Sampere, habían lubricado el "pronunciamiento patriótico" del señor de "San José". Invadido y amenazado por todas las fronteras, el Gobierno del Cerrito se desmorona. Y con él la fortuna de don Norberto Larravide y su salud. Cuatro años después, fallece dejando esposa y diez hijos en la más absoluta ruina, porque don Norberto además, siempre "dio sin apuntar".
Escribe Luis Bonavita: "Sobre las diez cabezas de pocos años cayó la ingratitud. Demandaron a la viuda caseros y proveedores. Golpea todas las puertas. No hay un alma en la Unión que quiera garantizar la leche que toman sus hijos, los zapatos claveteados que gastan. Las propiedades caerán bajo hipotecas vencidas. En agosto de 1855 la justicia levanta la vara para dejarla caer ciegamente sobre la mujer enloquecida. Pero entonces, de un barco que llega de España, baja un hombre flaco, de piel terrosa, con la muerte dibujándose ya sobre el semblante triste. Llega a la Unión y sube las escaleras ya sin alfombras de la casa de Larravide. Digna, la viuda no quiere mostrar su miseria. El conoció sus días de esplendor. Ya en la puerta, ese viajero comprensivo y noble, deja caer ante la señora conmovida estas palabras últimas: "Disponga de mi nombre y de mis bienes como si fueran suyos".   No eran muchos ya, por cierto, los bienes de Manuel Oribe: apenas una casa en la Unión sobre la calle a la que él diera el nombre de "General Artigas" y que, apenas a dos semanas de concretada su derrota, el gobierno de Joaquín Suárez rebautizaría "8 de octubre". ¿Cómo aquel austero heredero de dos de las más poderosas familias terratenientes que conociera el país, los Viana y los Alzáibar, pudo llegar a esa situación?
Unos pocos párrafos de esta otra correspondencia desde Córdoba donde al frente de los Ejércitos de la Confederación Argentina en cuyas filas pululaban orientales que le siguieran en el destierro, acababa de derrotar al unitario Lavalle en Quebracho Herrado, nos da una clara pauta de ello. Va dirigida a su íntimo amigo Atanasio Aguirre, a su lejana Montevideo.
"Aquí en el ejército hay muchos orientales y, en sus necesidades, todos vienen a que yo los socorra. No me parece que yo debo usar de los fondos del ejército argentino para ayudar a mis compatriotas, pero no tengo más recursos particulares. Dígale a mi mujer que venda media legua de la estancia y usted me manda su importe para continuar aliviando a estos compatriotas".
Todo se había ido en aras de la patria y sus amigos. Pero cuidando de afectar jamás el más preciado de sus patrimonios: la Dignidad.

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