ORIBE: SOLDADO, GOBERNANTE Y HOMBRE Vísperas de Ituzaingó.
En los
fogones del ejército de las Provincias Unidas se está cocinando algo más que el
rancho de la tropa: el motín. El infatuado Lavalle, el adusto Paz, el alocado
Lamadrid, quieren deponer a Alvear, ese arrogante General en Jefe que no ha
obtenidos sus galones como ellos, a sacrificio y coraje en las duras luchas de
la Independencia. Como a su cófrade logista Pueyrredón, bien pudo decirle el
coronel Dorrego esa frase que le costó seis años de destierro: "No
recuerdo en qué campo de batalla me he encontrado con el señor
General". Su poderosa influencia dentro de la
logia Lautaro ha suplido con creces dichas carencias. Pero su aire
petulante, sus modales aristocráticos, su tono hiriente, le han granjeado la
máxima impopularidad. Cocinado el manjar, sólo queda ofrecerle el mando del
ejército al segundo Jefe, el general Lavalleja. Su aceptación se
descarta. Tiene éste muy duros agravios contra Alvear, enemigo de los
orientales desde los tiempos de Artigas. En uno de sus últimos y frecuentes
encontronazos, el oriental hizo sarcástica alusión a su potente largavistas.
Frenético, Alvear se desboca y hasta amenaza con fusilarle. Ningún sacrificio
ha de haber impuesto nuestra patria a su Liberador como tragarse ese
agravio. Imaginamos sus labios trincados, sus ojos llameantes, su mano
crispada en la empuñadura del famoso "corvo". Sin duda eligieron bien los
cerebros del motín: el candidato estaba a punto. Sólo un detalle
olvidaron: que éste no daría un paso tan trascendental sin consultar antes con
su gran amigo de jornadas de sacrificio y gloria, Manuel Oribe. Y aquí se
desmorona el plan. Nos lo cuenta el diario del general Antonio Díaz, ferviente
alvearista y poco simpatizante en aquel entonces de Oribe, como lo demuestra
páginas después, al menospreciar el famoso episodio de las charreteras.
Escribe
el general Díaz: "En estas
críticas circunstancias, varios jefes de los cuerpos de caballería a cuya
cabeza estaba el coronel Lavalle, concibieron el diabólico proyecto de deponer
al General en Jefe y, reunidos al efecto, propusieron al general Lavalleja que
se encargase del mando. Este general era de los que más criticaban la conducta
del general Alvear y acaso se hubiera resuelto a aceptar tan peligroso honor,
si el coronel Oribe no le hubiese aconsejado que no cometiese semejante
imprudencia, haciéndole ver que la consecuencia inevitable era la ruina del
ejército en aquellos momentos, así como la de su propio crédito...". Al otro día Manuel Oribe demostraría una
vez más su pericia y su coraje en la batalla que sellara nuestra Independencia
y que, por su acendrado espíritu del orden y de la Ley, él había comenzado a
ganar en la víspera.
Manuel Oribe, el Soldado.1845. Francia sigue sosteniendo con barcos, hombres y dinero (40.000 pesos
mensuales), a esa cabeza sin cuerpo que es el Montevideo de la Defensa.
He ahí el secreto de su "homérica" resistencia. A Cagancha, Rivera
pudo llevar hasta la policía de la capital, ya que los franceses le garantieron
la seguridad de la misma.
"A fuerza de empeños y
tramoyas", escribirá Manuel Herrera y Obes, "hemos
conseguido que el Almirante francés baje a tierra cuatrocientos artilleros...
Se les ha abandonado todo el servicio de artillería de la línea interior que ya
han empezado a hacer...". Cada vez más audaces, los barcos del
"Rey Ciudadano" Luis Felipe de Orleans atacan la ciudad de Colonia en
apoyo a sus aliados. Ante tan desembozada hostilidad, el gobierno del Cerrito
dispone internar en la ciudad de Durazno, como medida de seguridad y de
represalia a la vez, a los ciudadanos de esa nación tan declaradamente enemiga.
Época de penurias y escaseces de todo orden, producto de nuestro crónico estado
de guerra, la vida de los internados se tornó realmente penosa. Un par de ellos
mediante oportunas influencias consigue llegar hasta Oribe y le exhibe la cruda
realidad de sus semblantes macilentos y sus harapos.
Uno de ellos, Benjamín
Poucel, le enrostra al gobernante con desusada rudeza ese rigor para con sus
compatriotas. Su compañero teme por él ante la posible reacción de aquel
sátrapa desalmado, como lo pintan sus amigos de la Defensa. Pero el rostro de
Oribe en lugar de ira trasunta pena. Tomando a Poucel de ambas manos le invita
a sentarse. Y, con los ojos transidos de dolor, contesta el airado reproche:
"Desde hace once años sus gobernantes están trayendo sufrimiento y ruina a
mi patria. Esto es para convencerlos de que no les temo. Una veintena de años después, por similares
motivos pero con mayor rigor, Benito Juárez tomaría la tremenda decisión de
Querétaro, cercenando la vida de Maximiliano de Austria. También en aras de la
dignidad y la soberanía de las noveles patrias americanas.
Manuel Oribe, el Gobernante. "Querido amigo: Recibí su carta y su magnífico obsequio. Le devuelvo ambas cosas. Lo uno, porque no merezco los conceptos con que me favorece y porque, como su amigo leal, creo que no conviene a usted para el porvenir dejar con su firma esa carta cortesana de los tiempos de Luis XIV, mal dirigida a un republicano; el regalo, porque es demasiado valioso y no conviene a mi decoro aceptarlo ni a usted el hacerlo, dadas nuestras posiciones respectivas. No debo ni quiero quedar obligado a persona alguna del modo que me obligaría la admisión del importante presente que usted tiene la amabilidad de hacerme en este día de mi cumpleaños. Lo saluda con afecto, su amigo MANUEL ORIBE".
Manuel Oribe, el Gobernante. "Querido amigo: Recibí su carta y su magnífico obsequio. Le devuelvo ambas cosas. Lo uno, porque no merezco los conceptos con que me favorece y porque, como su amigo leal, creo que no conviene a usted para el porvenir dejar con su firma esa carta cortesana de los tiempos de Luis XIV, mal dirigida a un republicano; el regalo, porque es demasiado valioso y no conviene a mi decoro aceptarlo ni a usted el hacerlo, dadas nuestras posiciones respectivas. No debo ni quiero quedar obligado a persona alguna del modo que me obligaría la admisión del importante presente que usted tiene la amabilidad de hacerme en este día de mi cumpleaños. Lo saluda con afecto, su amigo MANUEL ORIBE".
Era don Norberto Larravide, uno de los más
firmes sostenedores del gobernante del Cerrito. Pero a este "republicano
exaltado" (al decir desdeñoso del ministro brasileño Sinimbú), le había
chocado desagradablemente el gesto de aquel amigo, entonces en el apogeo de un
inmenso poderío económico y no trepidó en hacérselo ver con su acostumbrada
dura franqueza.
En 1851, golpea a las puertas del Cerrito la
traición. Los "treinta dineros" (400.000 patacones) gestionados por
nuestros compatriotas Andrés Lamas y Manuel Herrera y Obes al Imperio del
Brasil y entregados personalmente a Urquiza por el catalán Cuyás y Sampere,
habían lubricado el "pronunciamiento patriótico" del señor de
"San José". Invadido y amenazado por todas las fronteras, el Gobierno
del Cerrito se desmorona. Y con él la fortuna de don Norberto Larravide y su
salud. Cuatro años después, fallece dejando esposa y diez hijos en la más
absoluta ruina, porque don Norberto además, siempre "dio sin
apuntar".
Escribe Luis Bonavita: "Sobre las diez cabezas de pocos años cayó
la ingratitud. Demandaron a la viuda caseros y proveedores. Golpea todas las
puertas. No hay un alma en la Unión que quiera garantizar la leche que toman
sus hijos, los zapatos claveteados que gastan. Las propiedades caerán bajo
hipotecas vencidas. En agosto de 1855 la justicia levanta la vara para dejarla
caer ciegamente sobre la mujer enloquecida. Pero entonces, de un barco que
llega de España, baja un hombre flaco, de piel terrosa, con la muerte dibujándose
ya sobre el semblante triste. Llega a la Unión y sube las escaleras ya sin
alfombras de la casa de Larravide. Digna, la viuda no quiere mostrar su
miseria. El conoció sus días de esplendor. Ya en la puerta, ese viajero
comprensivo y noble, deja caer ante la señora conmovida estas palabras últimas:
"Disponga de mi nombre y de mis bienes como si fueran suyos". No eran muchos ya, por cierto, los
bienes de Manuel Oribe: apenas una casa en la Unión sobre la calle a la que él
diera el nombre de "General Artigas" y que, apenas a dos semanas de
concretada su derrota, el gobierno de Joaquín Suárez rebautizaría "8 de
octubre". ¿Cómo aquel austero heredero de dos de las más poderosas
familias terratenientes que conociera el país, los Viana y los Alzáibar, pudo
llegar a esa situación?
Unos pocos párrafos de esta otra correspondencia
desde Córdoba donde al frente de los Ejércitos de la Confederación Argentina en
cuyas filas pululaban orientales que le siguieran en el destierro, acababa de
derrotar al unitario Lavalle en Quebracho Herrado, nos da una clara pauta de
ello. Va dirigida a su íntimo amigo Atanasio Aguirre, a su lejana Montevideo.
"Aquí en el ejército hay
muchos orientales y, en sus necesidades, todos vienen a que yo los socorra. No
me parece que yo debo usar de los fondos del ejército argentino para ayudar a
mis compatriotas, pero no tengo más recursos particulares. Dígale a mi mujer
que venda media legua de la estancia y usted me manda su importe para continuar
aliviando a estos compatriotas".
Todo se había ido en aras de la patria y sus
amigos. Pero cuidando de afectar jamás el más preciado de sus patrimonios: la
Dignidad.
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