PorRogelio Alaniz
Si
los norteamericanos cuentan con Elliott Ness, nosotros disponemos del
comisario Evaristo Meneses. Fue nuestro héroe, nuestra leyenda y nuestro
mito. Meneses era un tipo grandote que se peinaba a la gomina como
Carlos Gardel, pero las pocas veces que se decidía a sonreír la cara
parecía dolerle. Le decían el Pardo, porque era morocho y seguramente el
apodo le agradaba porque se acomodaba con su figura robusta y con esas
manos que parecían dos bloques de cemento. Curiosamente, esas manos
hechas para empuñar la 45 o asestar trompadas, fueron también las de un
aficionado a la pintura y a la escritura.
Nadie
lo recuerda con uniforme. Siempre de traje, gris u oscuro. Funyi algo
requintado sobre los ojos y el cigarrillo colgado en la boca. Las cejas
eran espesas. Tenía los ojos pequeños, inquietos, movedizos y, en
contraste con su piel trigueña, eran claros. Los delincuentes le temían,
pero lo respetaban y las mujeres se enamoraban de su pinta de comisario
guapo. Antes de ser policía fue boxeador y, según dicen los entendidos,
era bueno. Libró más de ochenta peleas y sólo perdió cuatro. Podían
derrotarlo en el ring, pero nadie se dio el gusto de noquearlo. “Nunca
me voltearon; apretaba los dientes y aguantaba”. Estaba hablando de su
experiencia en el ring, pero también de lo que fue su experiencia en la
vida.
Evaristo Meneses nació en un pueblito
cerca de Bahía Blanca, el 26 de octubre de 1907, que se llamaba
Cuatreros. Vivió una temporada en Uruguay pero después su ciudad fue
Buenos Aires. A la Policía ingresó en 1934. Lo hizo de una vez y para
siempre. Meneses fue un policía con pinta de policía, orgulloso de su
trabajo y de su valía. Durante treinta años ejerció su oficio con
dignidad y coraje. En 1964, con cincuenta y siete años recién cumplidos
lo mandaron a cuarteles de invierno. Como se dijo entonces, funcionarios
de escritorio, funcionarios que en su vida habían visto a un
delincuente armado de carne y hueso, lo sacaron de la calle y lo
mandaron a armar expedientes en una oficina polvorienta.
Siempre
se dijo que a ciertos intereses corporativos, Meneses los molestaba y
sobre todo, les despertaba celos. Era demasiado recto y demasiado
valiente para una institución que ya adolecía de vicios y corruptelas.
Al momento de pasarlo a retiro, Meneses era el policía más popular de la
Argentina. Un periodista de renombre dijo que el único hombre con
autoridad en la Argentina se llama Meneses. Los correos de lectores y
los oyentes de la radio reclamaban para que lo nombraran jefe de
Policía. Lo que hicieron fue pasarlo a retiro sin siquiera darle las
gracias. Él no dijo una palabra. Se las aguantó como se aguantaba los
mamporros en el ring o como soportaba sin que se le moviera un músculo
de la cara que algún delincuente lo apuntara con la pistola.
Meneses
fue un policía duro, sus modales no eran delicados y cuando tenía que
tirar a matar, tiraba. Siempre les aconsejaba a sus hombres que usaran
la pistola en caso extremo, pero cuando la saquen no vacilen en hacer lo
que se debe. Era duro como el que más, pero manejaba como nadie los
códigos de la calle, las leyes no escritas pero efectivas del hampa y a
cada una de ellas las cumplía al pie de la letra. Escéptico de la
condición humana casi hasta el cinismo, creía sin embargo que en
circunstancias especiales un delincuente podía recuperarse. Lo creía y
lo hacía. Más de un ladrón que recuperaba la libertad sabía que podía
contar con él para una recomendación laboral. Su conciencia social y
política era mínima, pero su conciencia personal era alta. Nunca dejó de
reconocer que los delincuentes más peligrosos eran los que se paseaban
en auto, bien trajeados y exhibiendo relojes caros.
Los
hampones más pesados de su tiempo sabían que Meneses era su enemigo y
sin embargo lo respetaban porque él, a su manera, también los respetaba a
ellos. Estamos hablando de un tiempo de ladrones y pistoleros bravos y
no de rateros miserables o adictos al paco. Don Evaristo se enfrentó en
su tiempo con los mejores del hampa. Sus enemigos fueron Jorge
Villarino, Juan José Laginestra, el Loco Prieto, José María Hidalgo y
Manuel Pardo. A todos los combatió y a todos los metió presos. Con
algunos de ellos se tiroteó en la calle o en locales nocturnos. A veces
estaba acompañado, a veces solo. “Me hice en la calle atropellando
puertas, trepado a los techos, pateando primero pero no tirando
primero”, dijo en una de las escasas entrevistas que otorgó al
periodismo.
A los delincuentes los trataba con
dureza pero con reglas claras. Alguna vez le preguntaron si usaba
picana. Movió los labios como intentando sonreír y después tomando un
lápiz del escritorio, dijo que su picana era el lápiz, les hacía
cosquillas con el lápiz y temblaban “porque sabían que conmigo no había
arreglo”. Verdad o no, nunca fue denunciado por apremios ilegales, en un
oficio donde estos abusos se suelen cometer casi por inercia. Alguna
vez se enteró de que estaban torturando en uno de los calabozos de su
comisaría. Eran tres policías de civil que habían ingresado a la
seccional con un detenido acusado de participar en la resistencia
peronista. Se puso furioso y la emprendió a golpes con sus colegas. “En
mi comisaría no se tortura, carajo”, les gritó a los torturadores
mientras los echaba a patadas. El detenido le agradeció su intervención,
pero con Meneses las amabilidades convencionales no tenían lugar- “Y
vos quedate en el molde y no te hagás el santito que algo debés de haber
hecho”, le dijo sin mirarlo.
La época de oro de
Meneses se dio entre 1957 y 1962, cuando estuvo al frente de la brigada
de Robos y Hurtos. También en aquellos años se hablaba de inseguridad,
de robos callejeros, de hampones que andaban por al calle como panchos
por su casa. Cinco años estuvo don Evaristo haciendo su trabajo; cinco
años de andar más tiempo en la calle que en las oficinas. El balance, al
concluir su tarea, fue elocuente: 1.117 robos esclarecidos. “Conmigo no
hay arreglo”, decía, sin que el cigarrillo se le cayera de la boca.
Su
barrio porteño fue Flores. Un amigo cuenta que en aquellos años caía
todas las noches al London Grill de avenida del Trabajo y Varela. Era un
bar donde se tomaba café, alguna que otra copa y se jugaba al billar y
al tute. Meneses llegaba a la nochecita y se acomodaba en uno de los
extremos de la barra. Ése era su lugar. Se sentía cómodo y seguro dando
la espalda a la pared del baño. Pedía un vaso de leche tibio azucarado,
porque decía que era una manera de contrarrestar los dos paquetes de
puchos diarios que fumaba. De vez en cuando conversaba con los
parroquianos o se sumaba a alguna partida de tute. Entonces sacaba la
pistola de la sobaquera del saco, la ponía en la mesa y la tapaba con un
diario.
La noche siempre le gustó. Él dice que
la recorría por razones laborales y no hay motivos para no creerle.
Alguna vez lo denunciaron por ser dueño de un cabaret de barrio Norte,
ubicado en Santa Fe y Talcahuano. Los mozos del local cuando fueron
consultados al respecto se murieron de risa, porque la imputación les
pareció disparatada. También lo acusaron de ser dueño de una flota de
taxis. Nunca se le pudo probar nada y el testimonio más efectivo de su
decencia personal quedó a la vista cuando murió en mayo de 1992: era tan
pobre como cuando había ingresado a la repartición.
Como
todo hombre comprometido con un trabajo complicado y duro, Meneses fue
un personaje controvertido, entre otras cosas porque cada una de las
decisiones que debía tomar eran controvertidas. Recientemente algunos
periodistas han hablado de un Meneses corrupto, torturador e ignorante.
No es lo que piensan quienes lo conocieron, quienes compartieron su
trabajo durante más de treinta años o quienes disfrutaron de su libro
“Meneses contra el hampa”. Puede que efectivamente quede pendiente para
el futuro contar la completa historia de Meneses. Mientras tanto, como
dijera John Ford -que algo sabía de los mitos populares-, “cuando la
leyenda es superior a la historia, lo que se debe imprimir es la
leyenda”.
Mi padre que fue oficial de la Policia Federal reconocía en la persona de Meneses un hombre íntegro y un policía cabal.
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