Por Rubén Calderón Bouchet
La
historia es vida y su persistencia en el presente desde el cual se la
evoca es tanto más patente cuanto más vital la recepción hecha por el
historiador. No obstante conviene distinguir entre la continuación de un
discurso partidario y la exposición hecha por un analista capaz de
descubrir el sesgo pasional de los protagonistas y ofrecer sus puestas
con la vivacidad del que puede ponerse en todas o casi todas las
situaciones que el complejo ámbito de la historia permite vivir.
Sarmiento, en sus “Recuerdos de Provincia”,
narra la impresión que le produjo la entrada en San Juan de las tropas
de Facundo Quiroga. Podríamos preguntarnos si este recurso, escrito en
su madurez, refleja con exactitud la auténtica emoción sufrida por el
joven Sarmiento o es el producto elaborado y consciente de una imagen
forjada por el ideólogo liberal que llegó a ser en el curso de sus
rumias reflexivas y sus lecturas. No olvidemos que Quiroga era primo de
su padre y que por muy extraña que haya sido la indumentaria de sus
soldados y la rusticidad improvisada de sus armas, no había en ello nada
que pudiera alarmar la experiencia cotidiana de un sanjuanino de su
tiempo. Conocí San Juan antes que fuera reconstruida de nuevo a partir
del terremoto de 1944 y no me extraña en absoluto la polvareda levantada
por los duros caballitos riojanos del ejército de Facundo. ¿Podría
asustar esto a gente acostumbrada a aguantar los embates del viento
zonda que dejaban la población metida en una nube de tierra? La idea de
que esos jinetes encarnaban la barbarie, es una noción totalmente
libresca y el hijo de la muy cristiana Doña Paula Albarracín de
Sarmiento sabía muy bien a qué atenerse con respecto a la educación que
habían recibido aquellos guerreros armados “a la que te criaste” por su
tío segundo Don Juan Facundo Quiroga. El denuesto “bárbaros” hará eco al de “salvajes” aplicado
con igual pasión por sus enemigos federales a las tropas que entraron a
sangre y fuego en las provincias y dejaron los rezagos de una
civilización sembrada con metralla.
Sarmiento reunía todas las
condiciones requeridas para hacer vivir un trozo de la historia de
nuestro país. No escribía muy bien pero, como dice Borges, es fácil
corregirlo pero no escribir con la vivacidad y la fuerza con que lo
hacía. Desgraciadamente era un ideólogo y alguien que continuaba el
discurso de Rivadavia y convertía el combate librado contra los
caudillos federales en el símbolo de una gigantomaquia en la que
luchaban dos fuerzas míticas: la civilización contra la barbarie.
Como
los que combatían en la realidad eran hombres y no entelequias, el
discurso de Sarmiento podía ejercer un fuerte influjo en los que todavía
estaban bajo la sugestión de ese mito, pero nos deja completamente
fríos a los que queremos, más allá de las consignas publicitarias,
penetrar en el espíritu que animaba a quienes sostenían la batalla. Sí,
entiendo: la civilización en contra de la barbarie ¿pero quiénes
representaban a una y a otra? ¿Los caudillos que encarnaban los usos y
las costumbres cristianas sembradas por España o los ideólogos formados
en los principios de la ilustración?
No ve quien quiere si no
quien puede y esta afirmación que se impone por el peso de la evidencia,
se complica un poco pero no pierde veracidad, cuando trasladamos
nuestra visión al campo de los hechos históricos. A primera vista los
acontecimientos que ofrecen los datos existentes, pocos o muchos, no
difieren esencialmente de aquellos que nos toca presenciar en nuestra
vida cotidiana: hombres y mujeres movidos por sus ambiciones, sus
orgullos, sus apetitos o sus temores debatiéndose en un ámbito cuyo
decorado puede diferir del que habitualmente frecuentamos, pero cuyas
preferencias valorativas, si son afines a las nuestras, nos permiten ver
con más acuidad la secreta presencia de sus almas y penetrar más
fácilmente en la hondura de sus sentimientos.
Las dos figuras que se imponen en la tajante dicotomía planteada por Don Domingo Faustino Sarmiento son las del “Chacho” Peñaloza y del propio Sarmiento que la planteó en los dos libros dedicados a Facundo Quiroga y al “Chacho”,
y si hemos elegido la segunda, es porque Peñaloza representaba ante sus
ojos la verdadera fisonomía del bárbaro con su pintoresco acento
riojano y la ostentosa gallardía de su noble talante gaucho.
Se
llamó Ángel Vicente Peñaloza, pero como al presbítero que fue su tutor y
tío le parecía demasiado largo llamarlo muchacho, pronunciaba
únicamente las dos últimas sílabas: “¡Chacho!”
y la contracción le quedó como un mote que la admiración y el amor de
sus seguidores convirtió en un verdadero título de gloria. Nació en la
provincia de La Rioja, en un lugar llamado Huaja que por las condiciones
de su tierra, árida, arenosa y seca, era una de las regiones más pobres
de ese territorio que nunca se distinguió por su riqueza, aunque sí por
la fuerte gradación alcohólica de sus aguardientes y el enjuto vigor de
sus combativos habitantes.
El “Chacho”
vivió en Huaja, o para decirlo en el resignado lenguaje de sus
paisanos, duró en esa comarca hasta que Facundo lo incorporó a sus
tropas y le asignó el grado de capitán, porque era aventajado en todo:
en estatura, en coraje y en el claro esplendor de sus ojos azules, tan
duros en el combate como risueños y amistosos en el trato cordial que el
compañerismo de las armas ennoblece.
Él y el “Chico” Peralta, Juan Felipe, fueron los adalides de ese “comitatus” que constituía la escolta de Quiroga y se imponían por la gallardía de sus figuras ecuestres. El “Chico”
tenía casi dos metros de alto y un valor en la batalla que sólo podía
ser emulado por la ardiente acometida de ese formidable centauro que fue
el “Chacho” Peñaloza.
En
el famoso encuentro de La Tablada frente a la artillería del General
Paz, ubicada de acuerdo con las más correctas normas de la estrategia,
el “Chacho” avanza a caballo
contra los cañones y enlazando uno de ellos lo arrastra a la cincha de
su montado. Los soldados unitarios abren fuego contra el jinete que se
desplaza con alguna dificultad y allí mismo hubiera terminado la
historia de Peñaloza si Aldao no le ordena cortar el lazo y ponerse a
salvo de la fusilería a uña de buen corcel.
Como dijimos era alto
y musculoso, de una fuerza hercúlea y con una mirada muy suave y
bondadosa cuando cedía a las solicitudes del buen trato y la amistad.
Era fama que nunca se dejó llevar por arrebatos de iracundia, como le
sucedía muy a menudo a su jefe, Facundo Quiroga, y sin reprochárselo
abiertamente, solía no estar de acuerdo con él cuando tomaba medidas
crueles con hombres que habían sido vencidos en una batalla. Matar en
combate era una obligación del soldado, pero después del entrevero había
que dejar lugar al perdón y la generosidad para no endurecer con gestos
rencorosos el odio del enemigo.
Hay, en su relación con Quiroga,
toda la lealtad y el afecto del buen vasallo con su señor al que ha
prestado su homenaje. Cuando se enteró de que su jefe fue asesinado en
Barranca Yaco, nació en él la sospecha de que el instigador del crimen
fue Don Juan Manuel de Rosas y ya no pensó más, se puso de inmediato en
contra del caudillo federal y se plegó a las órdenes de esos furiosos
ideólogos que eran, en verdad, sus verdaderos adversarios.
Está
en juego su fidelidad al hombre y esto, en su alma de feudal, prevalece
sobre cualquier otra adhesión. No creo que sus sospechas tuvieran
fundamento, pero esto es más una moción de deseo que un cabal
conocimiento histórico, pero cuando penetramos en los entresijos de
nuestros conflictos nacionales, es un álbum de familia lo que empezamos a
revisar. Mi bisabuelo era federal, rosista y, al mismo tiempo, un poco
pariente de Facundo.
No es de extrañar esta repugnancia para
aceptar un crimen que impone desmedro a mis propias fidelidades.
Peñaloza estaba convencido de que Rosas había maquinado la muerte de
Facundo y no se lo perdonó jamás. Era la reacción lógica de la lealtad a
su comitatus caballeresco y en la ruda simplicidad de su apasionado
afecto, esto estaba por encima de todas las ideologías.
Cuando
tratamos de comprender el panorama de nuestras guerras civiles la
primera dificultad que sale a nuestro encuentro es la manía de querer
meter en un esquema ideológico la complicada complejidad del momento.
Rosas, el mejor servido por la inteligencia política y el que conoció
con más hondura y perspicacia las necesidades y las exigencias de
nuestro pueblo, sabía perfectamente que no se podía imponer en la
Argentina un modelo político de factura liberal.
Se había vivido
siempre de las decisiones de un gobierno paternal para que de repente
nos metiéramos en los berenjenales del parlamentarismo sin estar
preparados ni dispuestos para una eventualidad de esa naturaleza.
Hombres acostumbrados a no respetar otra autoridad que aquella encarnada
en la persona del jefe, no sentían ningún gusto por obedecer los
mandamientos abstractos de una constitución o las órdenes de una ley
escrita. Se confiaba en la palabra de un hombre real y concreto y se
reconocía en su mandato la nobleza de una distinción justa, porque se
sabía, sin haber leído a Santo Tomás, que la verdadera justicia es la
que hace el justo y no las “güevadas” escritas en un papelucho.
Los
unitarios se han encargado, con toda malicia, de mantener en el ánimo
de Peñaloza la convicción de que Rosas había instigado el asesinado de
Quiroga, así podían contar con un ejército de aguerridos riojanos y
hacer frente a los caudillos federales que veían en el “Chacho”
un desertor de sus propias filas. Después de unos desgraciados
encuentros sostenidos en Mendoza y derrotado por sus antiguos
conmilitones, el “Chacho” se
vio forzado a pasar a Chile y allí, con toda probabilidad, en contacto
con la flor y nata del unitarismo, haya conocido a Don Domingo Faustino,
que dejó de él una semblanza en la que resplandecía su desprecio por la
figura de aquel paisano analfabeto que hablaba con un golpeado acento
riojano.
Escribe Sarmiento que
“llamaba la atención de todos en Chile, la importancia que los
argentinos, generalmente cultos, daban a este paisano semibárbaro, con
su acento riojano y su chiripá y atavíos de gaucho…” Preguntado
en una oportunidad cómo le iba por alguien que lo saludaba, contestó con
aquella frase que tanto decía sin parecer decir nada: “¡Cómo me va a dir, amigo! ¡En Chile y de a pie!”
Hay
que conocer muy bien la idiosincrasia de nuestros paisanos para
comprender la trágica situación de un hombre que, alejado de sus pagos,
se encuentra despojado de su tropilla. Hay una vidala que se toca
acompañada con la guitarra, que termina con un verso donde se resume en
pocas palabras esta lamentable condición del hombre sin caballos: “Yo, mi tropilla la tuve / quién me la saca del alma”.
Aunque
no sabemos casi nada de su paradero allende la cordillera, nos
explicamos fácilmente su deseo de volver a los pagos de Huaja en los
llanos de La Rioja. Seis meses duró su destierro y fueron los unitarios,
entre los que debía entreverarse el propio Sarmiento, los que
intrigaron y pusieron el dinero necesario para que Peñaloza volviera a
su tierra y tratara de levantar a sus paisanos contra el gobierno de
Rosas. No es nuestro propósito narrar las vicisitudes de esta triste
aventura en la que Peñaloza hizo el lamentable papel de insurrecto
contra el gobierno federal. Pero impulsado siempre por rencor al que
creía culpable de la muerte de Facundo, combatió varios años la
dictadura de Rosas y muchas fueron las batallas que ganó con sus
aguerridos llaneros sin que se sepa de dónde sacaba los recursos para
mantener en pie de guerra una tropa de caballería que solía superar los
cinco mil hombres. El levantamiento de Urquiza y la posterior caída de
Rosas en la batalla de Caseros lo devolvieron a su auténtico bando y a
partir de ese momento surgen a raudales sus enfrentamientos con el que
fue su más completo, talentoso y terco difamador: Don Domingo Faustino
Sarmiento.
José Hernández escribió una corta biografía sobre
Ángel Vicente Peñaloza. El tiempo ha pasado y con él el furor de los
insultos partidarios, pero nos resta la posibilidad de examinar con fría
objetividad la consigna sarmientina: “civilización o barbarie”, donde
por supuesto Sarmiento representaba a la civilización y Peñaloza la
barbarie. La historia, siempre pródiga en enseñanzas ejemplares nos ha
dejado un vivo testimonio de esta tajante dicotomía en el “Tratado de
las Banderitas” cuando el gobierno nacional después de haberse
estrellado contra los “montoneros del Chacho”
comisionó al R. P. Dr. Eusebio Bedoya para arreglar con el general
Peñaloza las condiciones de una paz que diera por terminada la guerra
civil.
Peñaloza dirigiéndose a los coroneles Sandes, Arredondo y Rivas les dijo poco más o menos, con su pintoresco acento riojano: “Es
natural que habiendo terminado la lucha entre nosotros, por el convenio
que acabamos de firmar, nos devolvamos recíprocamente los prisioneros
tomados en los diferentes combates que hemos sostenido, por mi parte voy
a cumplir inmediatamente con este deber”.
Los jefes
destacados por el General Mitre se miraron con consternación, porque en
cumplimiento de las órdenes recibidas habían ejecutado sumariamente a
todos los gauchos bárbaros caídos en sus manos y no tenían uno solo para
ofrecer en canje a la generosa propuesta de Peñaloza.
El “Chacho” que
presentía lo que había pasado insistió ante sus confusos enemigos,
presentando a todos los prisioneros porteños que había capturado y a los
que no les faltaba ni un solo botón del uniforme, preguntó con esa
sorna criolla que el acento riojano hacía más lenta y socarrona: “¿Ande
están los míos? ¿O será cierto lo que mi han dicho que han sido todos
fusilados?”
El R. P. Bedoya no pudo contener sus lágrimas,
avergonzado por el porte magnífico del paisano que con su noble gesto de
caballerosidad cumplía con todos los honores de la ética cristiana,
ante los administradores titulares de la civilización liberal.
El último episodio de esta epopeya civilizada contra los gauchos bárbaros se cumplió en la casa del propio “Chacho” Peñaloza y cuando ya nada hacia prever la reanudación de las hostilidades con el caudillo riojano.
Un
comando militar al mando del comandante Ricardo Vera se presentó en el
domicilio del General Peñaloza y le exigió la entrega de sus armas. El “Chacho”
ofreció su daga, única arma defensiva que llevaba encima, y se
constituyó prisionero de Vera. La irrupción posterior del Sargento Mayor
Irrazábal y la muerte a lanzazos de un hombre desarmado, ha sido
narrada por el mismo Irrazábal en una corta carta a Don Domingo Faustino
Sarmiento, entonces gobernador de San Juan y reproducida por Jorge
Newton en su libro “El Chacho”. Escribía Irrazábal:
“Pongo
en conocimiento de su Excelencia que hoy en la madrugada sorprendí al
bandido Peñaloza el cual fue inmediatamente pasado por las armas,
haciéndole también algunos muertos entre los que huían despavoridos.
También tengo prisionera a su mujer y a un hijo adoptivo. Tomándome gran
interés en salvarlo. Dios guarde a S. E. muchos años. Pablo Irrazábal”.
Todo hace suponer que el “Chacho”,
aprisionado por Vera, fue asesinado mientras dormía por el valiente
Irrazábal. Lo que sucedió con su cadáver pertenece, definitivamente, al
ámbito de la truculencia y da asco repetirlo en una breve nota cuyo
único propósito es ilustrar una de las maneras que existen de comprender
la civilización liberal y sus pródigos beneficios. Para terminar
recuerdo una vidala que suele cantarse en los pagos del “Chacho” y que reza así:
“Diz que Peñaloza ha muerto,
puede ser que sea verdad.
Tengan cuidado ¡salvajes!
no vaya a resucitar”.
NOTAS
No podríamos cerrar esta breve estampa de la vida del “Chacho”
Peñaloza sin un sentido recuerdo a su legítima esposa, Doña Victoria
Peñaloza, que combatió siempre a su lado y como uno de sus más ásperos
centauros y sin hacerle asco a los sablazos que llovían en los
entreveros. En uno de ellos casi pierde la vida y si no fuera por uno de
los capitanes de su marido, Ramón Ibáñez, que la sacó del combate
después de dar muerte a uno de sus agresores que la había herido de un
mandoble en la cabeza. Doña Victo o “La Chacha”,
como solían llamarla, conservó de esta batalla una enorme cicatriz que
le desfiguraba a el rostro y que ella disimulaba con el rebozo de su
poncho.
Recuerdo que siendo todavía muy jovencito leí el libro “Facundo”
de Don Domingo Faustino Sarmiento, libro de lectura obligatoria en las
escuelas y que nadie se atrevía a censurar porque venía impuesto por el
gobierno como una suerte de sagrada escritura. Uno de mis tíos, algo
heterodoxo en materia de enseñanza liberal, me dijo poco más o menos:
“El tejón ése escribe bien y el libro contiene pasajes que vale la pena
leer, pero con respecto a Facundo, miente como un bellaco y no hay que
tomar al pie de la letra todo lo que dice”.
Es ley que
cuando el Diablo da malos maestros, Dios nos ofrece un buen tío que
corrige las opiniones del Mandinga y como los chicos, en general, y creo
que en todas partes del mundo, aceptan con gusto todo cuanto se dice
contra las enseñanzas impartidas en las escuelas oficiales, la
recomendación de mi tío me sirvió para construirme una coraza a prueba
de balas contra los influjos liberales de esos salvajes unitarios, como
repitió con mucha gracia el viejo Maurras en su carta al presidente de
Francia, cuando dejó la cárcel donde purgaba su “colaboración” con el
enemigo para ir a morir a un sanatorio. Maurras añadía: “como decían los viejos argentinos” lo que sumaba a su prodigiosa memoria, la comprensión de este lema que llama “salvaje” a todo pensamiento que niega las distinciones y se erige en norma monocorde de un criterio uniformante.
De
cualquier modo el sueño de Sarmiento no logró concretarse del todo, la
inmigración italiana no era lo que él soñaba y aunque plantó trigo y
echó a perder el castellano con su “cocoliche” y su “lunfardo”,
siguieron siendo católicos e introdujeron algunas supersticiones más a
las muchas que ya existían. Sarmiento hubiera preferido una inmigración
anglosajona con sus entrometidas féminas armadas de Biblias y prospectos
para mejorar nuestras relaciones con el prójimo. Hizo todo lo que pudo y
la masonería mediante libró a las escuelas de la tutoría de la Iglesia.
Desde
ese momento, con el manual de historia argentina de Grosso y los de
historia universal de Jules Isaac nos fuimos alejando, paulatinamente,
de nuestras tradiciones ancestrales, tan poco acomodadas a las luces de
la postmodernidad.
Excelente articulo del recordado Calderon. Quiroga Sarmiento Albarracin era por su origen y por su temperamento, un español y sin embargo parecia un tipico "tilingo" como diria Jauretche. Sin saber ingles, se embobaba con los yanquis y con una nulidad como Horace Mann. Cuando se va a Chile, por propia voluntad, no se le ocurre otra cosa que escribir una frase en la roca ¡¡En frances!!!
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