Rosas

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lunes, 26 de diciembre de 2016

ROSAS: A LA VUELTA DE LOS PUEBLOS (1974)

Por Fermín Chávez
Los primeros argentinos que lo glorificaron, aparte de sus federales, fueron dos de las figuras mayores que dio el país en el siglo pasado: José de San Martín y Juan Bautista Alberdi. El primero, como es sabido, legó su sable a Rosas, tras la segunda guerra de la independencia. Alberdi, en cartas de 1864 menos conocidas, hizo llegar a don Juan Manuel un plan para su autodefensa frente a los ataques de la prensa liberal de Buenos Aires. En carta a Máximo Terrero, del 14 de agosto del año citado, Alberdi le aconsejaba cómo debía encarar la memoria-alegato y, entre otras cosas, le indicaba: "Debe reducirse a tres cosas: "cifras documentos, hechos", y también: "No hay que olvidar el testamento de San Martín". El 20 de setiembre le decía al propio Rosas: "El ejemplo de moderación y dignidad que Ud. está dando a nuestra América despedazada por la anarquía, es para mi, una prenda segura de que le esperan días más felices que los actuales".

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Esos días felices han llegado y el Restaurador los vive, retirado no ya en Southampton, ni en la Guardia del Monte, ni en Río Colorado, sino en el corazón de su pueblo, descolonizado y autoconsciente. La sanción derogatoria cumplida por las Cámaras no hace otra cosa que oficializar una reivindicación que empieza antes de 1877. El mismo don Juan Manuel entrevió lo que ocurría con el juicio de la posteridad sobre su persona, cuando, en marzo de 1869, escribió a su más fiel amiga Josefa Gómez: "No pueden escribir la historia de Rosas, ni ser jueces, los amigos, ni los enemigos, las mismas víctimas que se dicen, ni los que puedan ser tachados de complicidad. En cuanto al Juicio, corresponde solamente a Dios, y a la Historia verdadera, pueden juzgar a los pueblos, que facultaron a Rosas con la suma del poder por la Ley, y porque así lo conservaron esos pueblos (teniendo las armas en sus manos) a pesar de sus constantes y reiteradas renuncias continuas". La referencia del Restaurador a "los pueblos" que lo facultaron, concierne al reconocimiento de la soberanía del pueblo, tesis central del historicismo federal. Y hoy, la vuelta de Rosas es el símbolo más terminante de la descolonización mental de los argentinos.

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Si años ha fue Rosas la figura elegida para librar batalla contra la alienación espiritual de la Argentina colonizada, es porque ella constituía el nudo del teorema iluminista que dio sustento a nuestra República liberal y mercantil. Fue Rosas el gran antiiluminista de nuestra historia. Si no lo entendemos así no podemos dar en el clavo. Rosas, es decir un estanciero pampeano, que se aferra a un historicismo de medios, cuando la Europa salida del siglo XVIII y de la revolución europea reclamaba en el Río de la Plata una política de medios iluminista: que se volcase de golpe a la Europa "civilizada" sobre la "barbarie", como decían no solamente los redactores de la Revue des Deux Mondes, sino también en buen castellano, un genial autor sanjuanino que terminó sus días en el Paraguay.  Cuando Juan Bautista Alberdi, en su poco estudiado Fragmento preliminar, de 1837, planteó la vigencia y la legitimidad del historicismo rosista (y en esto coincidía con Marco Manuel de Avellaneda, Marcos Paz y aún Esteban Echeverría), no hizo otra cosa que reelaborar las ideas esenciales de la memorable "Carta de la Hacienda de Figueroa", que Facundo recibió en las vísperas de su sacrificio en Barranca Yaco. Por supuesto que don Juan Manuel no estaba solo en esa Argentina de la década 1830-1840, recién salida de dos ciclos de anarquía, cuales habían sido los iniciados por la Constitución rivadaviana de 1819 y con la inmolación de la primera víctima del iluminismo, el coronel Manuel Dorrego.
"Los pueblos, como los hombres, no tienen alas; hacen sus jornadas a pie, y paso a paso. Como todo en la creación, los pueblos tienen su ley de progreso y desarrollo, y este desarrollo se opera por una serie indestructible de transiciones y transformaciones sucesivas". No son conceptos de Rosas, ni de Pedro de Angelis (el traductor de Vico), ni del padre Castañeda. Son de Alberdi; del mismo que enseñaba que la democracia "es el fin, no el principio de los pueblos". Es decir, de alguien que planteaba un iluminismo de fines pero no de medios. El doctor Juan Pujol, en un escrito inédito o poco menos que tituló Introducción a la historia de los partidos políticos de la República Argentina, observa que Rivadavia "ha demostrado palpablemente que no tenía la más mínima idea de la estructura real de la nación; sus errores todos provienen de que el médico ignoraba la anatomía del cuerpo que quería poner en estado de robustez y desarrollo". Nadie podrá decir que Pujol era rosista. El pensador mendocino Manuel A. Sáez, en un texto de 1880 sobre federalismo y unitarismo, interpreta el surgimiento de la Dictadura con estas palabras: "Para evitar ensayos ruinosos de organización, las provincias apoyan la dictadura. La dictadura se ejerció y las provincias todas la sostuvieron para evitar la repetición de ensayos ruinosos de organización, y para destruir los gérmenes de la discordia que la postergaba por tiempo indefinido, habiéndose empleado un cuarto de siglo que forma una época luctuosa en nuestra historia; para restablecer las cosas al estado en que se encontraban cuando se abusó de la buena disposición de los pueblos para constituirse en nación".   Pocos tienen hoy en la memoria lo dicho por Lucio V. Mansilla cuando, en sus Rosas, señala la debilidad "de todo plan orgánico que pecando por el lado de la ideología científica no toma en cuenta el modo de ser nativo, los antecedentes históricos, la doble esencia del hombre, carne y espíritu, substancia y materia, atavismos, preocupaciones, hábitos como una segunda naturaleza, raíces hondas que no se pueden arrancar de cuajo sin que la fuerza que se creía centrípeta se vuelva centrífuga". Así era el programa unitario que hizo posible y necesario a Rosas, el historicista y político realista que condujo a la Nación en medio del torbellino centrifugante. Ahora, el regreso oficial de Rosas, que se inicia con la derogación de la ley que lo condenó sin defensa en el juicio, viene a recalcar que la lucha por una autoconciencia nacional no se agota con él, pero que él es protagonista primordial en la parábola de lo nacional, y que ésta no es inteligible sin su presencia.
Quien no entienda que la primera batalla rioplatense entre la patria y las fuerzas coloniales se libra entre el iluminismo y el historicismo (entre Rivadavia y San Martín, por ejemplo), no podrá entender nada de lo que sucede en el país a partir de 1815, hasta el clamoroso advenimiento de don Juan Manuel, al galope de los Colorados del Monte, que eran la tierra enardecida. Por el contrario, quien tenga bien en claro las razones disyuntivas que separaron a San Martín de Rivadavia, comprenderá sin esfuerzo qué es lo que Rosas representa a lo largo de la historia argentina.  El sable de San Martín se desenvainó contra Rivadavia antes que en San Lorenzo o Chacabuco, y su destino final no fue la mano de ningún prócer iluminista, sino la del político gaucho que afirmó la autoconciencia nacional en la Vuelta de Obligado.
No pudieron equivocarse tan feo dos grandes y queridos hombres de la Argentina autoconsciente: el Libertador y su amigo Tomás Guido, quienes jamás titubearon en hacer suyas la causa y las banderas de la Confederación. Los dos celebran ahora, desde la casa sin tiempo, la vuelta del paisano Juan Manuel.

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