Por Raúl Lima
Hace hoy 134 años, el 14 de
marzo de 1877, moría en Southampton (Inglaterra) don Juan Manuel José
Domingo Ortiz de Rozas, próximo a cumplir 84 años. Hacía un cuarto de
siglo que vivía allí. Vencido por Urquiza en la batalla de Caseros, tomó
el duro camino del exilio, junto a su hija Manuelita, a su hijo Juan
Bautista, a su nuera y a su nieto Juan Manuel.
Embarcados
en el “Centaur”, trasbordaron al “Conflict”; después de un largo y
accidentado viaje arribaron al puerto de Plymouth, donde las autoridades
inglesas recibieron a Rosas con honores de jefe de Estado (lo que motivó una interpelación en el Parlamento inglés).
La
familia se estableció en Southampton, primero en el hotel “Windsor” y
luego en una gran casa alquilada: “Rockstone Place”, Carlton Crescent..
Al tiempo don Juan Manuel quedó solo, ya que Manuelita se casó con
Máximo Terrero y se fue a vivir a Londres, su hijo Juan Bautista se fue
con su esposa al Brasil y su nieto Juan Manuel quedó pupilo en París.
(En Buenos Aires habían quedado su amante Eugenia Castro y los cinco
hijos habidos con ella -Nicanora, Angela, Justina, Joaquín y Adrián-, a
los que, si bien trató afectuosamente, nunca reconoció).
Casi
agotado el escaso dinero que había llevado con él, decidió arrendar una
pequeña chacra de 60 hectáreas, “Burgess Farm”, en las cercanías de
Southampton, para establecerse en ella y ganarse la vida como
agricultor, ya que era extremadamente ducho en las tareas rurales.
La
inicua confiscación de sus cuantiosos bienes (y hasta los de sus
hijos), obtenidos con duro trabajo antes de ingresar en la función
pública (que Urquiza no pudo evitar debido a la segregación de Buenos
Aires), lo sumió en la mayor pobreza. Gracias a la generosidad de
Urquiza había logrado vender la estancia “San Martín” y parte de la
platería de su casa, pero una nueva confiscación puso fin a los pagos
que aún debía percibir. Desdeñó la casa principal con techo de paja que
se encontraba en ruinas, y con el dinero percibido y su trabajo
personal puso en condiciones los pobres “ranchos” que complementaban la
granja; encaró una explotación en pequeña escala, modificando el
terreno hasta que éste semejó un trocito de pampa argentina en tierra
inglesa. Asombraba a los peones con su habilidad para el lazo y las
boleadoras, y domaba sus potros.
Los primeros años, la
aristocracia rural inglesa se desvivía por invitarlo a cacerías de zorro
y carreras de caballo (enlazaba los ciervos por las astas y, una vez
que rodó su caballo, salió caminando); las “ladies” admiraban a este
maduro general a quien sólo su amigo Lord Palmerston se comparaba en
gallardía. Pero, una vez agotados sus escasos fondos, su orgullo no le
permitió aceptar más invitaciones que no podía retribuir. A partir de
allí sus únicos y muy esporádicos visitantes fueron el cardenal Wiseman,
el reverendo Mount (cura párroco), su médico Wibblin y lord Palmerston.
También algún viajero argentino, que no podía resistir la tentación
de ver a quien tan sobresaliente papel jugara en la historia de la
América del Sur (tal la conocida visita de Vicente Quesada y su hijo
Ernesto, y antes, en la casa urbana que no pudo mantener, la del
célebre poeta Ventura de la Vega, quien elogió calurosamente su cultura
literaria). Trabajaba de sol a sol, y a los ochenta años seguía
subiendo a su “oscuro” sin tocar los estribos. En un carretón sin toldo
iba al pueblo a buscar las provisiones. Salvo ocasiones especiales, se
cubría la cabeza con un viejo sombrero de paja de ala ancha.
De
este largo tiempo de anacoreta, queda su copiosa correspondencia con
su amiga Josefa Gómez, en Buenos Aires (hoy en el museo de Luján): “No
fumo, no tomo rapé, ni vino, ni licor alguno, no hago visitas, no
asisto a comidas ni a diversiones...Me afeito cada siete u ocho días
para economizar. Mi ropa es la de un hombre común. Mis manos y mi cara
son bien quemadas y bien acreditan cuál y cómo es mi trabajo diario
incesante. Mi comida es un pedazo de carne asada y mi mate. Nada más”.
También
de esta época es su “Dicionario y gramática de la lengua Pampa”
(elogiado por Renán) y sus escritos sobre la ley pública, las
religiones, y la ciencia médica.
A veces lo visitaba Manuelita con
sus dos nietos ingleses, Manuel y Rodrigo, y el sol salía para el
viejo solitario. (En el último tiempo, cuando su pobreza fue extrema y
debió comer sus últimas gallinas y vender las dos únicas vacas que le
quedaban, se acentuó su misantropía y pidió a su yerno que no lo
visitaran).
Lo que más placer le producía era revisar sus
legajos, cuidadosamente atesorados, ya que a ellos confiaba el juicio de
la historia.
Conmueve leer el testamento de este Señor de la Pampa que, antes de
entrar en la vida pública contaba sus peones por cientos, su ganado por
decenas de miles y sus estancias por leguas (fruto de su trabajo, ya que
la herencia paterna la renunció en beneficio de su madre).
En
él figuran las cientos de miles de cabezas de ganado que le debía el
gobierno de Buenos Aires. En contraste, lega a su amigo Roxas y Patrón
la bandera que lo acompañó en la expedición al desierto y la espada con
puño de oro que le obsequió la Sala de Representantes, pero aclara que
“esa espada está sin la vaina, que he vendido para atender a mis
urgentes necesidades”. Sobre su cadáver, dispone: “Será sepultado en
el cementerio católico de Southampton hasta que en mi Patria se
reconozca y acuerde por el Gobierno la justicia debida a mis servicios”.
El 30-9-1989 fueron repatriados sus restos, con todos los honores.
Por fin, la Visitante que no podemos dejar de atender, toca a su puerta. Manuelita, avisada, llega desde Londres.
-¿”Cómo le va, Tatita”? -“No sé, niña...”. Y expiró.
En la mañana neblinosa, rumbo al cementerio católico de Southampton,
corto es el cortejo y sencillo el féretro. Pero sobre éste luce una
bandera argentina y un objeto al que un rayo de sol mortecino arranca un
destello dorado: es el corvo glorioso que le legó San Martín.
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