Por José María Rosa
El 10 de abril de 1867, en torno al jagüel de Vargas, en el camino
apenas saliendo de La Rioja a Catamarca, durante siete horas desde el
mediodía hasta el anochecer, se libró la batalla más sangrienta de
nuestras guerras civiles.
Los primeros días de abril el ejército “nacional” (mitrista) del
Noroeste –reforzado con los veteranos del Paraguay y su brillante
oficialidad y con los cañones Krupp y fusiles Albion y Brodlin que los
buques ingleses habían descargado poco antes en el puerto de Buenos
Aires- al mando del general liberal Antonio Taboada (del clan familiar
unitario de ese apellido que dominó Santiago del Estero durante casi
todo el siglo XIX), entró a la ciudad capital de La Rioja aprovechando
la ausencia de su caudillo y obligó al coronel Felipe Varela a volver al
sur para liberarla. Al frente de los batallones de su montonera iban
los famosos capitanes Santos Guayama, Severo Chumbita, Estanislao Medina
y Sebastián Elizondo. En plena marcha, el día 9 el caudillo invitó
caballerescamente a Taboada “a decidir la suerte y el derecho de ambos
ejércitos” en un combate fuera de la ciudad “a fin de evitar que esa
sociedad infeliz sea víctima de los horrores consiguientes a la guerra y
el teatro de excesos que ni yo ni V.S. podremos evitar”. Pero el
general no era ningún caballero y no respondió. Ubicó sus fuerzas en el
Pozo de Vargas, una hondonada de donde se sacaba barro para ladrillos,
en el camino por donde venían las montoneras. El sitio fue elegido con
habilidad porque Varela llegaría con sus gauchos al mediodía del 10,
fatigados y sedientos por una marcha extenuante, a todo galope y sin
descanso. Mientras, los “nacionales” habían destruido los jagüeles del
camino, dejando solamente al de Vargas, a la entrada misma de la ciudad,
a un par de kilómetros del centro. Taboada les dejará el pozo de agua
como cebo, disimulando en su torno los cañones y rifles; sus soldados
eran menos que los guerrilleros, pero la superioridad de armamento y
posición era enorme.
En efecto, la montonera se arrojó sedienta sobre el pozo (“tres soldados
sofocados por el calor, por el polvo y el cansancio expiraron de sed en
el camino”), y fue recibida por el fuego del ejército de línea. Una
tras otra durante siete horas se sucedieron las cargas de los gauchos a
lanza seca contra la imbatible posición parapetada de los cañones y
rifles de Taboada. En una de esas Varela, siempre el primero en cargar,
cayó con su caballo muerto junto al pozo. Una de las tantas mujeres que
seguían a su ejército –que hacían de enfermeras, cocineras del rancho y
amantes, pero que también empuñaban la lanza con brazo fuerte y ánimo
templado cuando las cosas apretaban- se arrojó con su caballo en medio
de la refriega para salvar a su jefe. Se llamaba Dolores Díaz pero todos
la conocían como “la Tigra”. En ancas de la Tigra el caudillo escapó a
la muerte.
Al atardecer de ese trágico día de otoño se dieron las últimas y
desesperadas cargas, y con ellas se terminaron de hundir todas las
esperanzas de un levantamiento federal del interior en favor de la
nación paraguaya de Francisco Solano López y la “guerra de la Unión
Americana”. Con un puñado de sobrevivientes apenas, Felipe Varela dio la
orden de retirada, diciendo –despechado- al volver las bridas: “¡Otra
cosa sería / armas iguales!”. La retirada se hizo en orden: Taboada no
estaba tampoco en condiciones de perseguir a los vencidos. Pero del
aguerrido y heroico ejército de 5.000 gauchos que llegaron sedientos al
Pozo de Vargas al mediodía, apenas quedaban 180 hombres la noche de ese
dramático 10 de abril de 1867. Los demás han muerto, fueron heridos o
escaparon para juntarse con el caudillo en el lugar que los citase, que
resultó ser la villa de Jáchal. Pero Taboada también había pagado su
precio: “La posición del ejército nacional –informa a Mitre- es muy
crítica, después de haber perdido sus caballerías, o la mayor parte de
ellas, y gastado sus municiones, pues en La Rioja no se encontrará quien
facilite cómo reponer sus pérdidas”. En efecto, como nadie le
facilitaba alimentos ni caballos voluntariamente, saqueó la ciudad
durante tres días.
Alto, enjuto, de mirada penetrante y severa prestancia, Felipe Varela
conservaba el tipo del antiguo hidalgo castellano, tan común entre los
estancieros del noroeste argentino. Pero este catamarqueño se parecía a
Don Quijote en algo más que la apariencia física. Era capaz de dejar
todo: la estancia, el ama, la sobrina, los consejos prudentes del cura y
los razonamientos cuerdos del barbero, para echarse al campo con el
lanzón en la mano y el yelmo de Mabrino en la cabeza, por una causa que
considerase justa. Aunque fuera una locura. Fue lo que hizo en 1866,
frisando en los cincuenta años, edad de ensueños y caballerías. Pero a
diferencia de su tatarabuelo manchego, el Quijote de los Andes no
tendría la sola ayuda de su escudero Sancho en la empresa de resolver
entuertos y redimir causas nobles. Todo un pueblo lo seguiría por los
llanos. Varela era estanciero en Guandacol y coronel de la nación con
despachos firmados por Urquiza. Por quedarse con el Chacho Peñaloza
(también general de la nación) se lo había borrado del cuadro de jefes.
No le importó: siguió con la causa que entendía nacional, aunque los
periódicos mitristas lo llamaran “bandolero”, igual que a Peñaloza.
La muerte del Chacho lo arrojó al exilio en Chile. Allí leyó dolido
sobre la iniciación de la impopular guerra al Paraguay. Además,
presenció el bombardeo de Valparaíso por el almirante español Méndez
Núñez, y se enteró con indignación que Mitre se negaba a apoyar a Chile y
Perú en el ataque de la escuadra. Si no le bastara la evidencia de la
guerra contra Paraguay, ahí estaba la prueba del antiamericanismo del
gobierno de su país. Pero cuando conoció en 1866 el texto infame del
Tratado de la Triple Alianza (revelado desde Londres), no lo pensó dos
veces. Dio orden que vendieran su estancia y con el producto compró unos
fusiles Enfield y dos cañoncitos (los “bocones” los llamará) del
deshecho militar chileno. Equipó con ellos a unos cuantos exiliados
argentinos y esperaron el buen tiempo para atravesar la cordillera.
Cuando se hizo practicable, al principio del verano, retornó a la patria
mientras la noticia de Curupaytí con sus 10.000 bajas sacudía a todo el
país. Como la plata no le daba para contratar artilleros, los bocones
apuntarían al tanteo, pero Varela no reparaba en esas cosas. En lo que
sí gastó su dinero fue también en ¡una banda de músicos!, para amenizar
el cruce de la cordillera y alentar las cargas futuras de su “ejército”.
Esa banda crearía la zamba, la canción épica de la “Unión Americana” en
sus entreveros, la más popular de las músicas del Noroeste argentino.
A mediados de enero está en Jáchal, San Juan, que será el centro de sus
operaciones. La noticia del arribo del coronel con dos batallones de
cien plazas, sus dos bocones y su banda de música corrió como el rayo
por los contrafuertes andinos. Cientos, y luego miles de gauchos de San
Juan, La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Luis y Córdoba sacaron de su
escondite la lanza de los tiempos del Chacho, custodiada como una
reliquia, ensillaron el mejor caballo y, con otro de la brida, galoparon
hacia el estandarte de enganche. A los quince días el coronel contaba
más de 4.000 plazas con apenas 100 carabinas. No hay uniformes, ni falta
que hacen: la camiseta de frisa colorada es distintivo suficiente; un
sombrero de panza de burro adornado con ancha divisa roja (“¡Viva la
Unión Americana! ¡Mueran los negreros traidores a la patria!”) protege
del sol de la precordillera. A veces la divisa se ciñe como una vincha
sobre la frente, evitando que la tupida melena caiga sobre los ojos. Y,
¡cosa notable!, hay una disciplina inflexible: un soldado de la Unión
Americana debe ser ejemplo de humanidad, buen comportamiento y
obediencia. Por las tardes, Varela les leía la Proclama que había
ordenado repartir por toda la República:
“¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó
victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada
jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas del
caudillo Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de
Estero Bellaco, Tuyutí. Curuzú y Curupaytí. Nuestra nación, tan grande
en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan
engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando
empeñada en más de cien millones y comprometido su alto nombre y sus
grandes destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que
después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.
“Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los
provincianos, que muchos de nuestros pueblos han sido desolados,
saqueados y asesinados por los aleves puñales de los degolladores de
oficio: Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos, Irrazával y otros varios
dignos de Mitre.
“¡Basta de víctimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin
corazón, sin conciencia! ¡Cincuenta mil víctimas inmoladas sin causa
justificada dan testimonio flagrante de la triste e insoportable
situación que atravesamos y es tiempo de contener!
“¡Abajo los infractores de la ley! ¡Abajo los traidores de la patria!
¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al precio del oro,
las lágrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental!
“Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución, la paz y
la amistad con el Paraguay y la unión con las demás repúblicas
americanas.
“¡Compatriotas nacionalistas! El campo de la lid nos mostrará el
enemigo. Allí os invita a recoger los laureles del triunfo o la muerte
vuestro jefe y amigo, el coronel Felipe Varela”.
Un día llega a los fogones de Jáchal donde se preparaba el ejército nada
menos que Francisco Clavero, a quien se tenía por muerto desde las
guerras del Chacho cuatro años atrás. Antiguo granadero de San Martín en
Chile y el Perú, era sargento al concluir la guerra de la
Independencia. Integrará bajo Rosas las guarniciones de fronteras donde
su coraje y comportamiento lo hacen mayor. Don Juan Manuel lo llevará
mas tarde al regimiento escolta con el grado de teniente coronel. Asiste
a la batalla de Caseros –del lado argentino- y será con el coronel
Chilavert el último en batirse contra la división brasileña del marqués
de Souza. Urquiza, que prefería rodearse de federales antes que de
unitarios, después de Caseros no admite su solicitud de baja y en 1853
estará a su lado en el sitio de Buenos Aires. Con las charreteras de
coronel otorgadas por Urquiza combate en el Pocito contra los “salvajes
unitarios” y fusila al gobernador Aberastain después de la batalla.
Cuando llegan las horas tristes de Pavón debe escapar a Chile perseguido
por la ira de Sarmiento, pero vuelve para ponerse a las órdenes del
Chacho. Herido gravemente en Caucete, cae en poder de los “nacionales”
que lo han condenado a muerte y tienen pregonada su cabeza. Sarmiento,
director de la guerra, ordena su fusilamiento, que no llega a cumplirse
por uno de esos imponderables del destino: un jefe “nacional” cuyo
nombre no se ha conservado, compadecido del pobre Clavero, lo remite con
nombre supuesto entre los heridos nacionales al hospital de hombres de
Buenos Aires e informa al implacable director de la guerra que la
sentencia “debe haberse ejecutado” porque el coronel “no se encuentra
entre los prisioneros”.
Un milagro de su físico y de la incipiente ciencia quirúrgica le salva
la vida en el hospital. No obstante faltarle un brazo y tener un parche
de gutapercha en la bóveda craneana, abandona el hospital cuando llegan a
Buenos Aires las noticias del levantamiento del norte. El viejo
sargento de San Martín consigue llegar al campamento de Varela, donde
todos lo tenían por muerto; se dice que, sin darse a conocer entre la
tropa –donde su nombre tenía repercusión de leyenda- se acercó a un
fogón, tomó una guitarra y punteando con su única mano cantó
“Dicen que Clavero ha muerto,
y en San Juan es sepultado.
No lo lloren a Clavero,
Clavero ha resucitado”
El entusiasmo de los gauchos fue estruendoso, tanto que sus ecos
retumbaron en Buenos Aires, donde los diarios se preguntaban por qué no
se cumplió la sentencia contra el coronel federal, y quién era
responsable por no haberlo hecho. La noticia de la resurrección de
Clavero llegó hasta Inglaterra, donde Rosas, viejo y pobre pero nunca
amargado ni ausente de lo que ocurría en su patria, seguía con atención
la “guerra de los salvajes unitarios contra el Paraguay” y llegó a
esperar que fuera realidad la unión de los pueblos hispánicos “contra
los enemigos de la causa americana”. El 7 de marzo de 1867 escribe a su
corresponsal y amiga Josefa Gómez (otra ferviente paraguayista), en una
carta que se guarda en el Archivo General de la Nación: “Al coronel
Clavero, si lo ve V., dígale que no lo he olvidado ni lo olvidaré jamás.
Que Dios ha de premiar la virtud de su fidelidad”.
Pero volvamos al Quijote de los Andes, que después del desastre de Pozo
de Vargas no se siente vencido. Entra a Jáchal entre el repique de las
campanas y el júbilo del pueblo entero. A los pocos días sus fuerzas
aumentan con los dispersos que llegan de todos los puntos cardinales y
se dispone a marchar por los llanos. En los altos de la marcha, los
sobrevivientes cantan la letra original de la zamba de Vargas.
Los “nacionales” vienen
¡Pozo de Vargas!
tienen cañones y tienen
las uñas largas.
¡A la carga muchachos,
tengamos fama!
¡Lanzas contra fusiles!
Pobre Varela,
qué bien pelean sus tropas
en la humareda.
¡Otra cosa sería
armas iguales!
Luego el ejército mitrista se apropiaría de esa música (como se
apropiaría de tantas cosas) y le cambiaría la letra a la zamba de
Vargas.
El coronel es baqueano de la cordillera. Deja la villa y por escondidos
senderos se interna en las montañas para caer por sorpresa en los
lugares más inesperados. Es una guerra de recursos, difícil, pero la
única posible cuando no se tienen armas y se sabe que la inmensa mayoría
de la población le apoyará y seguirá. Como un puma se desliza entre sus
perseguidores. No se sabe donde está. Diríase que está en todas partes
al mismo tiempo. No es posible arrearse maneado un contingente de
“voluntarios” para la guerra del Paraguay, porque los jefes “nacionales”
siempre temen que Varela se descuelgue de los cerros y ponga en
libertad a los forzados como hizo el otro Quijote, el de la Mancha, con
los galeotes. Pero estos no le pagarán a pedrada limpia, sino que se le
unen para seguir la lucha imposible por la alianza con las repúblicas de
la misma sangre. Cuerpeando las divisiones nacionales, Varela se
desliza por los pasos misteriosos de la cordillera. En octubre, mientras
se lo supone en San Juan y se lo espera en Catamarca, Varela baja de la
cordillera con mil guerrilleros, esquiva a los “nacionales” que han
corrido a cerrarle el paso, y al galope va a Salta donde espera
proveerse de armas y alimentos. Toma la ciudad por una hora escasa
(aunque los defensores contaban con 225 entre escopetas y rifles contra
40 de las montoneras). De allí siguió a Jujuy y por la quebrada de
Humahuaca llegó a Bolivia, donde Melgarejo –en ese momento simpatizante
del Paraguay- le dio asilo. En Potosí, Varela publicará un manifiesto
explicando su conducta y prometiendo el regreso.
Cuando Mitre terminó su presidencia y lo reemplaza el candidato opositor
Sarmiento (si bien era el máximo culpable de la muerte del Chacho –o
tal vez por eso- con el apoyo electoral de Urquiza), se esperó por un
momento que terminase la guerra con Paraguay. No hubo tal cosa, y eso
decide el regreso de Varela. (También que Melgarejo ha cambiado de
opinión y ahora está muy amigo de Brasil). El coronel, con escasos
seguidores y sin armas de fuego, toma el camino de Antofagasta. Su
hueste no alcanza a cien gauchos. La “invasión” amedrenta en Buenos
Aires, que manda al general Rivas, al coronel Julio A. Roca y a Navarro a
acabar definitivamente con el ejército gaucho. No tremolará mucho
tiempo el estandarte de la Unión Americana en la puna de Atacama. Basta
un piquete de línea para abatirlo en Pastos Grandes el 12 de enero de
1869. Los dispersos intentan volver a Bolivia, pero Melgarejo lo
impide.
Toman entonces el camino de Chile. Dada la fama del caudillo, el
gobierno chileno manda un buque de guerra para desarmar al “ejército”.
Encuentran un enfermo de tuberculosis avanzada y dos docenas de gauchos
desarrapados y famélicos. Les quitan las mulas y los facones y los
tienen internados un tiempo. Después los sueltan, vista su absoluta
falta de peligro. Varela se instala en Copiapó, donde morirá el 4 de
junio de ese año. “Muere en la miseria –informará el embajador Félix
Frías al gobierno argentino- legando a su familia que vive en Guandacol,
La Rioja, sólo sus fatales antecedentes”.
Pero también debemos decir que Felipe Varela nos dejó a los argentinos
–además de su magistral legado de hombría de bien, dignidad y coraje-
una creación esencial de nuestro patrimonio cultural, al traer la
zamacueca chilena que tocaban los músicos para distraer los ocios y
entonar el combate de sus montoneras. Tal vez la tierra argentina y el
acento del canto de los gauchos hizo mucho más lánguidos sus compases.
Lo cierto es que en los fogones de Jáchal y en los llanos riojanos
nacerá la zamba, que rápidamente se extenderá por toda la región.
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