La revolución industrial (en sus dos etapas, la primera tras la máquina 
de vapor y la lanzadera volante de las fábricas textiles, y la segunda 
tras la energía a base de petróleo y electricidad) generó el sistema 
capitalista y un nuevo grupo social: el proletariado o clase obrera. Las
 condiciones laborales del naciente grupo social eran realmente 
deplorables: niños, mujeres y hombres cubrían jornadas de hasta 
dieciocho horas diarias sin descanso semanal, sin asistencia médica y 
con unos salarios menos que miserables.
A fines del siglo XIX Chicago era la segunda ciudad norteamericana. Del 
oeste y del sudeste llegaban cada año por ferrocarril miles de 
trabajadores rurales desocupados, asentando los primeros asentamientos que albergaban a cientos de miles de familias. A ellos se agregaron 
numerosos inmigrantes europeos que arribaban literalmente sin nada. 
Existía una ley que prohibía “trabajar más de 18 horas diarias, salvo 
caso de necesidad”. La mayoría de los obreros estaba afiliada a la Noble
 Orden de los Caballeros del Trabajo, pero tenía más preponderancia 
política y gremial la American Federation of Labor, de origen 
anarquista.

En 1886, el presidente Andrew Johnson, como medida para combatir la 
desesperante desocupación, promulgó la llamada Ley Ingersoll, que 
establecía el máximo de ocho horas de trabajo diarias. Pero la ley no se
 cumplió en ningún lado y varios Estados la reglamentaron permitiendo 
jornadas de catorce a dieciocho horas. La AFL convocó a la huelga 
nacional para el 1º de mayo de 1866 en defensa del cumplimiento de la 
“Ley de las Ocho horas”. También se sumaron las organizaciones de la 
Unión Americana y se organizaron entonces cinco mil paros en todo el 
país. La prensa calificó al movimiento como “indignante e irrespetuoso, 
delirio de lunáticos poco patriotas”.  El New York Times dijo: “Las huelgas para obligar al 
cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra
 industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de 
nuestra nación, pero no lograrán su objetivo”. Por su parte, el 
Filadelfia Telegram agregaba: “El elemento laboral ha sido picado por 
una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate: piensa
 precisamente en estos momentos en iniciar una huelga por el logro del 
sistema de ocho horas”. El Indianápolis Journal informaba: “Los desfiles
 callejeros, las fogosas arengas de truhanes y 
demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados,
 las huelgas y amenazas de violencia, señalan la iniciación del 
movimiento”. Pero el premio lo llevaría el Chicago Tribune, que osó 
decir: “El plomo es el mejor alimento para los huelguistas… La prisión y
 los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión 
social. Es de esperar que su uso se extienda”.

El 1° de mayo de 1886 cientos de miles de obreros iniciaron la huelga en
 todo el país. En Chicago, en la fábrica McCormick surgieron algunas 
fricciones que generaron violencia entre los trabajadores que se negaban
 a entrar a laborar y la policía local; la fuerza pública acometió con 
armas de fuego contra los obreros, lo que dejó como resultado numerosos 
heridos y varios muertos. En esa misma ciudad, los obreros habían 
conseguido un permiso para hacer un acto a las 19.30 en el parque 
Haymarket. A las 21.30 el alcalde Harrison, quien estuvo presente en el 
acto para garantizar la seguridad de los obreros, lo dio por terminado. 
Pero el mismo siguió su desarrollo, con la presencia de más de veinte 
mil obreros. El inspector de la policía John Bonfield consideró que, 
habiendo terminado el acto según la manifestación del alcalde, no debía 
permitir que los obreros siguieran en ese lugar, y junto a ciento 
ochenta policías uniformados avanzó hacia el parque y empezó a reprimir.
 De repente estalló entre los policías un artefacto explosivo que mató a
 un oficial de nombre Degan y produjo heridas en otros. La policía abrió
 fuego sobre la multitud, matando e hiriendo a un número desconocido de 
obreros. Se declaró el estado de sitio y el toque de queda, y en los 
días siguientes se detuvo a centenares de obreros, los cuales fueron 
golpeados y torturados, acusados del asesinato del policía. Se 
realizaron cantidad de allanamientos y se “fabricaron” descubrimientos 
de arsenales de armas, municiones, escondites secretos y hasta “un molde
 para fabricar torpedos navales”.
La prensa, en general se plegó a esta caza de brujas: “¿Qué mejores 
sospechosos que la plana mayor de los anarquistas? ¡A la horca los 
brutos asesinos, rufianes rojos, monstruos sanguinarios, fabricantes de 
bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó 
nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la 
autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra
 cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!”. Los diarios 
reclamaron un juicio sumario por parte de la Corte Suprema 
responsabilizando a los anarquistas y a todas las figuras prominentes 
del movimiento obrero.
Se continuó con la detención de cientos de trabajadores en calidad de 
sospechosos. El 21 de junio de 1886 se inició la causa contra treinta y 
un responsables, siendo luego reducido el número a ocho. El juicio fue 
una farsa del principio al fin, violándose todas las normas procesales 
de forma y de fondo, mientras la prensa hacía sensacionalismo urgiendo a
 ahorcar a los extranjeros. A pesar de no haberse probado nada en su 
contra, los ocho de Chicago fueron declarados culpables, acusados de ser
 enemigos de la sociedad y el orden establecido. Tres de ellos fueron 
condenados a prisión y cinco a la horca.


A todos ellos se los recuerda desde entonces como “Los mártires de Chicago”.
El corresponsal de La Nación de Buenos Aires en Chicago, nada menos que 
el apóstol cubano José Martí, escribió el relato de la ejecución: 
“…salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, 
les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos 
al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la 
túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, 
sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro… 
Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el 
del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies 
grita: “¡La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que 
cuantas palabras pudiera yo decir ahora!”. Les bajan las capuchas, luego
 una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se 
balancean en una danza espantable…”.
Finalmente varios sectores patronales accedieron a otorgar la jornada de
 ocho horas. Sin embargo, Estados Unidos es el único país importante del
 mundo que no recuerda el 1º de mayo: al día de hoy tampoco hay ninguna 
placa ni monumento recordatorio en el Haymarket Square de Chicago.

En nuestro país, el 1º de mayo ha sido en el pasado una jornada de 
lucha; y hasta hemos conocido períodos en los que la fecha se pudo 
transformar en alegres y fantásticas fiestas del Trabajo que convocaban a
 millones.
Pero la ciega perversión del proceso histórico contemporáneo (aquí y en 
todo el mundo) ha terminado produciendo una curiosa involución del 
sentido, haciendo aparecer al trabajo como un recurso escaso producto de
 la riqueza, cuando resulta que precisamente el trabajo es el origen de 
todas las riquezas. Lo cierto es que los bienaventurados que aún 
trabajan lo hacen en condiciones cada vez peores que, en lugar de 
otorgar dignidad, la quitan. Y comparten con los que son expulsados del 
mundo laboral el hambre de todos los días y la vieja injusticia que hace
 décadas se creía superada. Por todo ello, los pocos que disfrutan 
plenamente de un empleo y de un ingreso digno van de a poco reemplazando
 la sana esperanza popular heredada de su comunidad, por un especie de 
ruego laico de patas cortas, alienado y alienante: “que a mí no me 
toque…”.
Tal vez sea oportuno recordar hoy la advertencia del recién desaparecido
 Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens, de principios de su 
pontificado: “El error del capitalismo primitivo –concebir el trabajo 
como mercancía o insumo- puede repetirse dondequiera que el hombre sea 
tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los medios 
materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera 
dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor y, por consiguiente, 
como verdadero fin de todo el proceso productivo”.
 
 
 
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