Patricio Del Corro
El
7 de enero de 1904, en el puerto de Génova, autoridades argentinas
entregaron a sus pares japonesas los acorazados Moreno y Rivadavia, de
reciente adquisición por el Gobierno del presidente Julio Argentino
Roca, para que sirvieran a la emergente potencia asiática en la guerra
que ésta se aprestaba a tener, a la postre, victoriosamente, con Rusia.
El
año pasado, los príncipes herederos nipones Akishito, Fumihito y su
esposa Kiko desarrollaron una serie de actividades de tres días en la
Argentina tras haber estado previamente en Perú para conmemorar los 140
años del inicio de las relaciones diplomáticas, donde visitaron sitios
históricos de gran relevancia de las tradicionales culturas andinas. En
esta oportunidad, en la Argentina, se conmemoró el quincuagésimo
aniversario del tratado de migración entre ambos países, celebrado en
1964.
Antes
de ese 7 de enero de 1904, la relación entre la Argentina y Japón tenía
muy corta historia. Recién en 1886 había llegado Kinzo Makino, el
primer inmigrante japonés recibido en la Argentina. En sentido inverso
no se registraban tampoco antecedentes.
El
3 de febrero de 1898, en Washington, se había firmado el Tratado de
Amistad, Comercio y Navegación; el 18 de enero de 1901, cuando era
canciller Luis María Drago, ambos países establecieron sus relaciones
diplomáticas. En 1902, Japón nombró un representante en Buenos Aires y
en 1903 la Argentina abrió un consulado en Tokio.
La construcción del acorazado Moreno fue autorizada (al igual que la del Rivadavia) en 1908 como respuesta a la pareja brasileña Minas Gerais y Sao Paulo, lo que agregó más tensión en el continente. |
En
esas circunstancias la Argentina y Chile se aprestaban a la guerra,
luego solucionada mediante los "pactos de mayo", en tanto que en el
Pacífico Norte era inminente la confrontación entre el Imperio de los
Zares y el Imperio del Sol Naciente. En este caso, Rusia y Japón no
tardaron en ir a la guerra. Chile tenía mejores relaciones con Rusia; la
Argentina las entabló con el Japón, que contaba con las simpatías del
Gobierno de Londres. Chile y la Argentina habían comprado armamento en
Europa, entre ellos poderosos barcos; el hoy Reino Unido de Gran Bretaña
e Irlanda del Norte pretendía que no llegaran a destino.
Japón
y Rusia también necesitaban armarse, pero los tiempos no alcanzaban. El
desenlace del conflicto era inminente y construir las naves llevaba
tiempo. Los acorazados para la Argentina estaban listos en Génova en los
astilleros Ansaldo, donde habían sido comprados, a su vez, para evitar
que lo hiciera el Brasil, virtual aliado de Chile. Tras unas
negociaciones, el acorazada Moreno y el Rivadavia le fueron cedidos a
Japón. Hubo un problema y fue que la tripulación argentina estaba
preparada ya para operarlos, y no existía una japonesa que la pudiera
reemplazar en lo inmediato. Eso hizo que los barcos debieran ser
conducidos por marinos argentinos, hasta adiestrar a otros nipones,
aunque sólo en el tema logístico. El propio encargado de traer
originalmente los buques a la Argentina, el entonces capitán Manuel
Tomás Domecq García, nacido en Paraguay y luego ministro de Marina del
presidente argentino Máximo Marcelo Torcuato de Alvear, partió a bordo
de las naves.
El
futuro almirante Domecq García, más tarde pionero del submarinismo
nacional, participó como observador en las dos batallas navales más
importantes de la guerra ruso-japonesa, ganadas por los hijos del Sol
Naciente, a bordo del Moreno, rebautizado como Nisshin (buque insignia
de la flota nipona), mientras el Rivadavia lo fue como Kasuga. Cuando el
6 de febrero, un mes después, se produjo el rompimiento de las
relaciones entre Moscú y Tokio, los barcos cedidos por la Argentina ya
se encontraban en Singapur tras un viaje en el que se usaron para el
abastecimiento bases del Reino Unido (que además había movilizado su
propia flota para facilitar la travesía) y el 13 de abril participaron
de la primera de las batallas mencionadas, la de Port Arthur, mientras
que la segunda, que selló el dominio final japonés en el mar, fue la de
Tsushima, el 27 de mayo de 1905.
En
ese mismo 1905 quedó habilitada la embajada argentina en Tokio y en
1908 llegó la primera migración de japoneses a este país, la de los
viejos tintoreros. Desde entonces, salvo entre 1944 y 1952, cuando las
relaciones entre ambos países se vieron interrumpidas como consecuencia
de la Segunda Guerra Mundial, en la vieja Cipango de Marco Polo el
reconocimiento hacia la Argentina ha sido perenne como que se
mantuvieron buenos términos con todos los gobiernos, independientemente
de su origen. El propio actual emperador Akihito visitó dos veces el
país, una como príncipe heredero y otra tras haber asumido.
El
barón Tsunayoshi Megata, recordado por el tango de Luis Alposta y
Edmundo Rivero ("A la Megata"), quien por 1913 se enamoró de la música
ciudadana porteña en el "Armenonville" de París y que en los años 20 la
llevó de la capital francesa a Tokio y fundó la primera academia para su
enseñanza casi en nuestras antípodas, se encargó del resto. No es
casual, entonces, la pasión japonesa por el tango, que también tuvo sus
grandes intérpretes que visitaron la Argentina, donde no faltó quien
descollara, como aquella bella e inolvidable Ranko Fujisawa, fallecida
hace pocos meses, quien en los años 1950 fue vocalista de Aníbal Troilo.
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