Por Luis Britto García
El
16 de junio de 1822 los patriotas entran triunfalmente a Quito. Una
joven lanza una corona de rosas al caballo del Libertador, y le acierta
al jinete en el pecho. Bolívar saluda con su sombrero pavonado, y
después comenta sonriente: «Señora: si mis soldados tuvieran su
puntería, ya habríamos ganado la guerra a España». Con esta escena, que pareciera inventada por Stendhal, cierta historiografía quiso reducir la relación de Bolívar y Manuela Sáenz a la del héroe galante y la admiradora apasionada. Pero en la recepción
que sigue Manuela le discute de estrategias militares, Bolívar le cita
en perfecto latín a Virgilio y Horacio, ella le recita a Tácito y
Plutarco, y anota que “no sólo admiraba mi belleza sino también mi
inteligencia”. Bolívar es más que guerrero; Manuela, mucho más que el
reposo del guerrero. No
es por casualidad que los tres seres más cercanos al afecto de Bolívar
fueran una esclava, un pedagogo sin padres conocidos y una mujer
liberada.
Hija ilegítima, de colegio de monjas en colegio de monjas
Manuela pasó en 1817 a casada en Lima con el maduro médico James Thorne,
de allí a militante de la emancipación y conspiradora que logra que el
batallón realista “Numancia” adhiera a la causa patriota. Tras tomar
Lima en 1821, el general San Martín la honra con el título de
Caballeresa de la Orden del Sol del Perú. En 1822 participa por cuenta
propia en tareas de apoyo, socorro y los heridos e inteligencia en la
batalla de Pichincha. El año inmediato, disuelve un motín en Quito. De
no haber conocido al Libertador, Manuela hubiera entrado en la Historia
por derecho propio. Pero Dios los cría y ellos se juntan. El amor une a
Manuela y Bolívar en esa pasión de cuerpo e intelecto llamada
Revolución. Manuela lo ama porque lo entiende: “Me di perfecta cuenta
que en este señor hay una gran necesidad de cariño; es fuerte, pero
débil en su interior de él, de su alma, en donde anida un deseo
incontenible de amor”.
Bolívar
le consulta sobre el general San Martín: “¿Sabe usted, señora, con qué
elementos puedo, de su intuición de usted, convencer a este señor
general, para que salga del país sin alboroto, desistiendo de su
aventura temeraria de anexar Guayaquil al Perú?” Manuela es amiga íntima
de Rosa Campuzano,
dilecta de San Martín, y hace de él un retrato que es decisivo para el
curso de la Entrevista de Guayaquil, que se celebra en mayo de 1822
(Diario de Paita, 192). El
ejército libertador vuela con las alas del ideal republicano y se
arrastra con el menudo paso de las intrigas locales. En esta intrincada
madeja Manuela ve y juzga lo que la abstracción intelectual no penetra o
no quiere reconocer. Advierte que Francisco de Paula Santander es
opuesto a la campaña de liberación del Perú y que sólo espera a que
Bolívar pase a ese país para hacer que el Congreso lo desautorice y lo
deje desamparado y sin pertrechos en territorio hostil. Manuela le
aconseja que date sus cartas como si todavía estuviera en territorio
grancolombiano. Cuando a pesar de ello los libertadores quedan librados a
sí mismos, apunta que “inmediatamente remedié con un consejo de lo
necesario que era para ese momento; y con todos los poderes de los
cuales Simón fue investido, comenzar a solucionar todos los problemas de
organización, de avituallamiento, de pagos a los soldados, de permisos,
de reclutamiento, etc. etc.” Y añade: “Juntos movilizamos pueblos
enteros a favor de la revolución de la Patria. Mujeres cosiendo
uniformes, otras tiñendo lienzos de paños para confeccionarlos, y lonas
para morrales. A los niños los arengaba y les pedíamos trajeran hierros
viejos, hojalatas, para dundir y hacer escopetas o cañones; clavos,
herraduras, etc. Bueno, yo era una comisaria de guerra que no descansó
nunca hasta ver el final de todo”(Diario de Paita, 197-199). Y así se
liberó el Perú, y se emancipó América.
Si
el amor acompaña la pasión revolucionaria, no la sustituye. Como
confiesa a Luis Perú de La Croix el Libertador, que era tan puntilloso
en no favorecer parientes ni allegados: “¿No ve usted? ¡Carajos! De
mujer casada a Húzar, secretaria y guardián celoso de los archivos y
correspondencia confidencial personal mía. De batalla en batalla, a
teniente, capitán y por último, se lo gana con el arrojo de su valentía,
que mis generales atónitos veían; ¡coronel! ¿Y qué tiene que ver el
amor en todo esto? Nada.” Había intentado desafiarla describiéndole las
durezas de la campaña venidera: “¿A que no te apuntas? Nos espera una
llanura que la Providencia nos dispone para el triunfo.¡Junín! ¿Qué
tal?” Y la Caballeresa contesta: “¿Qué piensa usted de mí! Usted siempre
me ha dicho que tengo más pantalones que cualquiera de sus oficiales,
¿o no?” Y por su participación en Junín, “visto su coraje y valentía de
usted”, Bolívar le otorga “el grado de Capitán de Húzares;
encomendándole a usted las actividades económicas y estratégicas de su
regimiento, siendo su máxima autoridad en cuanto tenga que ver con la
atención a los hospitales”. También le encomienda “hacerme llegar
informes minuciosos de todo pormenor, que ninguno de mis generales me
haría saber”. Por momentos Bolívar ve con los ojos de Manuela, que son
los del amor y los de la inteligencia.
Bolívar
se crece en las dificultades, Manuelita en las separaciones. Sola se va
para Ayacucho, bajo las órdenes de Sucre, y al recibir la carta de
éste, Bolívar le reconviene que “mi orden, de que te conservaras al
margen de cualquier encuentro peligroso con el enemigo, no fuera
cumplida”. Pero la Caballeresa ha combatido y vencido, y su enamorado le
manifiesta que “recojo orgulloso para mi corazón, el estandarte de tu
arrojo, para nombrarte como se me pide: Coronel del ejército
colombiano”.
Manuela
cuida la salud del Libertador pero toma constantemente la temperatura
de la fiebre de la pequeñez de los libertados. A veces acierta donde el
guerrero se confía. El 26 de marzo de 1828 Bolívar le escribe desde
Bogotá: “Gracias doy a la Providencia por tenerte a ti, compañera fiel.
Tus consejos son consentidos por mis obligaciones, tuyos son todos mis
afectos. Lo que estimas sobre los generales del Grupo “P” (Paula,
Padilla, Páez) no debe incomodarte; deja para las preocupaciones de este
viejo, todas tus dudas”. El 7 de agosto Manuela confirma: “Tengo a la
mano todas las pistas que me han guiado a serias conclusiones de la
bajeza en que ha incurrido Santander, y los otros, en prepararle a usted
un atentado. Horror de los hororres, usted no me escucha, piensa que
sólo soy mujer”. Pero en septiembre de ese año estalla en Bogotá un
intento de asesinato contra Bolívar promovido por Francisco de Paula
Santander. Los conjurados entran a sangre y fuego en los aposentos del
Libertador, quien hace armas. Manuela lo convence de que escape por un
balcón y enfrenta ella a los asesinos, para confundirlos. Tras una noche
de pesadilla, las milicias aclaman a Bolívar, éste sale a comandarlas.
El 2 de octubre de 1830, tras despedirse del poder, se despide de su
amor: “Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia
aunque lejana. Si no tengo a mi Manuela ¡No tengo nada!”
La
muerte de Bolívar camino del exilio el 17 de diciembre de 1830 es
también la de la Gran Colombia, que rápidamente se desintegra, y un poco
la de Manuela, a quien expulsan de la Nueva Granada. Sobrevive a duras
penas en Jamaica, de donde vuelve a Guaranda, en Ecuador, para intentar
inútilmente cobrar la herencia de su padre. En 1835 el presidente de
Ecuador, Vicente Rocafuerte, decide que “por el carácter, talentos,
vicios, ambición y prostitución de Manuela Sáenz, debe hacérsele salir
del territorio ecuatoriano, para evitar que reanime la llama
revolucionaria”. En lo último está completamente acertado. Quien
sacrificó su vida por la libertad de los dos países, ahora no encuentra
acogida en ninguno.
La
peregrina debe huir al Perú, donde se instala en Paita, puerto apenas
frecuentado por balleneros y por celebridades que acuden de los confines
del mundo a conversar con la Caballeresa, que sobrevive traduciendo
correspondencias del inglés, preparando conservas, haciendo cadenetas y
encajes, atendiendo enfermos y parturientas con la condición de que sus
niños se llamen Simón. Herman Melville, tripulante de un ballenero,
acopia las experiencias que le depararán sitial inconmovible en la
literatura universal. Giuseppe Garibaldi escribirá después que: “Doña
Manuelita de Saenz era la más graciosa y amable matrona que nunca yo
haya conocido; ella había sido la amante de Simón Bolívar, y conocía las
más menudas circunstancias de la vida de este gran Libertador de
América del Sur, cuya vida entera, consagrada a la emancipación de su
país, junto a sus grandes virtudes, no lo salvaron del acoso de la
envidia y del jesuitismo de sus coterráneos, que le amargaron los
últimos días”. Simón Rodríguez conversa largamente y parte para no
volver, dirigiéndole la más desgarradora de las despedidas: “Dos
soledades no pueden hacerse compañía”.
En
1856 un brote de difteria azota Paita. Manuela va para el cementerio,
las autoridades ordenan quemar su casa por razones sanitarias, y el
general Antonio de la Guerra entra en el incendio y salva un cofre lleno
de papeles chamuscados y recuerdos. Los restos de Manuela se pierden.
Escribirá después Neruda: “Y no sabían dónde/ falleció Manuelita/ Ni
cuál era su casa/ ni dónde estaba ahora/ El polvo de sus huesos”.
El
5 de julio de 2010 los restos simbólicos de Manuelita Sáenz se
encuentran con los de Simón Bolívar en el Panteón Nacional de Caracas.
Siempre hemos sabido dónde estaban: esas cenizas son el continente que
pisamos. Ni la libertad que sembraron ni la pasión que sintieron se han
extinguido. Como dijo Quevedo en “Amor constante más allá de la muerte”:
Polvo serán, mas polvo enamorado.
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