POR JOSÉ LUIS MUÑOZ AZPIRI
Un decreto del gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, creó, el 10 de junio de 1829, la comandancia política y militar de las islas. Los principales títulos argentinos al territorio actualmente irredento aparecen enunciados en dicha temprana disposición: derecho del uti possidetis, derecho geográfico del dominio y de la posesión. Tal disposición demuestra que las Malvinas han estado ligadas al corazón de la patria desde tiempos remotos. La corbeta "Lexington", de la armada de los Estados Unidos, arrasó Puerto Soledad en los últimos días de 1831. Inglaterra ocupó dichas
ruinas a principio de 1833, un año después del atropello. La "madreselva" había trepado en forma gigantesca, a partir de la Protesta de 1829. El motivo del atentado fue la captura, en agosto de 1831, de tres embarcaciones norteamericanas, por parte de Luis Vernet, concesionario de pesca en la isla que había sido designado comandante del distrito el mismo día del decreto de Martín Rodríguez. Dicho funcionario era un hamburgués de familia francesa, que gozaba de las nacionalidades estadounidense y argentina, y dotado de un espíritu tan emprendedor y activo que hubiese transformado la humilde colonia en una nueva ciudad.
Todo un estado norteamericano, el de Connecticut, prosperaba por entonces merced a las actividades de balleneros y "sealers", pescadores de focas y lobos marinos, que recorrían las soledades
australes en busca de cetáceos. La capital de la ballenería era Nantucket, puerto madre del velero "Pequod", que al mando del capitán Achab inició un crucero ballenero de tres años en 1840.
Formaba parte de dicha expedición, que tocaría aguas argentinas, un aprendiz de marinero, llamado Herman Melville, que halló pie para componer el más grande poema· épico escrito en prosa de la literatura de América, el inmortal "Moby Dick, o la Ballena blanca". Esta extensa novela, que incluye todo un tratado de la caza y utilización del cetáceo en el Atlántico sur, alcanza uno de sus acentos más solemnes y, quizá, la cumbre dramática y artística, cuando un albatros patagónico, " ave de los
confines de la vida", sobrevuela las cofas del "Pequod". El lector que no haya tenido oportunidad de frecuentar la obra original conocera. , sin. duda , su anécdota a través de las versiones cinematográficas que se han extraído de ella. El comandante de la "Lexington" Silas Duncan, cuando se enteró en Buenos Aires de las desventuras de sus compatriotas, acosados por Vernet. Sostenía Oscar Wilde que la naturaleza copiaba al arte, y, en nuestro especialísimo lo, haría con un siglo de anticipación. La naturaleza" era Silas Duncan, y el arte, un muestrario deslucido de películas del Lejano Oeste. Nuestro vaquero con catalejo llegó a Puerto Soledad el día de Inocentes de 1831. Su objetivo declarado era aquel que no ha honrado en demasía al Departamento de Estado, en el siglo
último: " proteger a los ciudadanos y el comercio de los Estados Unidos". Dicha " protección" se efectuó al abrigo del pabellón francés"'; hay una palabra antipática que califica este acto en
los códigos de la marina. Apresó a Brisbane, director de pesca, inutilizó los cañones del fuerte, incendió el polvorín, destruyó los armamentos, saqueó los edificios, ultimó el ganado a halazos.
Los colonos que no huyeron recibieron azotes y puñetazos. Seis de ellos. que eran argentinos, fueron apresados y remitidos a Montevideo. El "villano" y sus coadjutores se apropiaron de los cargamentos de pieles y "se proclamó a las islas libres de todo gobierno". Nuestro país no ha recibido hasta hoy satisfacción ninguna por el atentado de la "Lexington". Abandonamos a la pluma y la lógica potentes de Vicente G. Quesada la discusión internacional de este episodio " La conducta del país fue altiva en el momento y reveló una firmeza que hubiéramos deseado ver repetida en 1833, cuando el asalto de la "Clío". Una protesta por el episodio presentó en Washington Luis L Domínguez, en 1884, por indicación del presidente Roca y su canciller, F. J. Ortiz. Dos años más tarde, el presidente Cleveland, en su primer mensaje anual al Congreso, consideró la reclamación argentina, "totalmente desprovista de fundamento". En1886, Quesada reclamó ante el secretario de estado, Bayard, y éste respondió con
alegaciones ya desautorizadas del año 1832, afirmando que la pretensión británica sobre las islas parecía reposar en visos legales. El gobierno de Johnson se aferra todavía hoy al mismo razonamiento. En esto ha quedado la principal cuestión internacional que sostenemos con los Estados Unidos, comunidad nacida en el siglo de la "raison" bajo el signo de la redención republicana y la religión dieciochesca del mutuo entendimiento. Robert Kennedy ha expresado en 1965 que el rapto de la Alta California, Tejas y Nuevo Méjico, aguinaldo de la guerra con Méjico, en 1848, no representa un título de honor para su patria. Creemos que tampoco el incidente de la colonia de Vernet. ¿Y la doctrina de Monroe?, preguntará acaso el lector. " La Protesta de Quesada se incluye en el tomo de esta obra. Cuando un comandante naval norteamericano intervino por la fuerza en
las islas Malvinas o Falkland, en 1831, en apoyo de los intereses de los balleneros y pescadores de focas de su país, Rosas rompió relaciones con los Estados Unidos.
Pero cuando Inglaterra se aprovechó de los disturbios internos argentinos para apoderarse de las islas. Rosas se contentó con diplomáticas vociferaciones ante el Foreign Office" (James R. Scobie, Nueva York, 1964). No hubo, propiamente, "ruptura" de relaciones: el gobierno prescindió de francis Baylieo y de su jerarquía de encargado de negocios, y terminó por considerar a Slacum un mero delincuente refugiado en una legación, Rosas no gobernaba el país en 1833.
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