Por JORGE GELMAN Y SOL LANTERI
“Organizada la República bajo un plan de
combinaciones tan fecundas en resultados, contrájose Rosas a la organización de
su poder en Buenos Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había
empujado sobre la ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte,
necesitando moralizar esa misma campaña como propietario y borrar el camino por
donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se consagró a
levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que debía servir a contener la República en la obediencia y a
llevar el estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos” DOMINGO F. SARMIENTO
Así describía, uno de los mayores críticos
del rosismo como Sarmiento, la
importancia
de la cuestión militar y el rol del
Ejército en el forjamiento del poder de Rosas y del orden federal, de cara a la
Confederación Argentina y a los países vecinos. De hecho, el gobierno de Juan
Manuel de Rosas (1829-1832 y 1835-1852) afrontó conflictos internos con otras
facciones del federalismo porteño y con los “unitarios”, con otras provincias y
potencias extranjeras, hasta que fue derrocado por el Ejército Grande liderado
por Justo José de Urquiza, caudillo de la provincia de Entre Ríos, en febrero
de 1852. Si bien muchos aspectos
concernientes al rosismo así como a otros “caudillismos rioplatenses” han sido
objeto de revisión historiográfica en las últimas décadas, es dable destacar que
la militarización y la politización de base rural –comenzada en Buenos Aires
desde las invasiones inglesas en 1806-1807 y profundizada a partir del proceso
revolucionario de 1810 y en la década de 1820– constituyeron piezas centrales
de su afianzada autoridad estatal y de su exitoso proceso de ordenamiento y
disciplinamiento social.
En este texto
nos centraremos en el entramado militar-miliciano del rosismo y de los
gobiernos de la etapa “federal”, y en sus dispositivos coercitivos, aunque es
necesario aclarar que los estudios que han revisado la construcción política de
esta etapa han puesto de manifiesto un conjunto de elementos institucionales,
discursivos, ideológicos, que estos gobiernos debieron desplegar de manera de
alcanzar consensos y niveles de legitimidad, para construir un orden estable
que la sola coacción no hubiera logrado imponer. Junto con los principales ministros de
gobierno, Bernardino Rivadavia y Manuel José García, Juan Manuel de Rosas
–conocido propietario rural vinculado a Juan N. Terrero y Luis Dorrego y primo
hermano de una de las familias de comerciantes coloniales más ricas de Buenos
Aires, los Anchorena– fue adquiriendo visibilidad política mediante su inicial
adhesión al Partido del Orden y su posterior filiación al federalismo. Nombrado
Comandante General de Milicias de la Campaña en 1827, Rosas fue acumulando
poder y relaciones personales con diferentes sectores sociales, que lo llevaron
al ascenso a la gobernación provincial en 1829. En efecto, paralelamente a la
revolución del 1° de diciembre de 1828, que derrocó a Dorrego, un movimiento de
base rural con la intervención de soldados, paisanos de distinto origen,
peones, indígenas, etc., en el que confluyen la reacción al golpe unitario y al
fusilamiento del popular Dorrego, los efectos de la guerra con el Brasil, una sequía
muy aguda, entre otros factores, termina siendo encauzado por Rosas hacia sus propios
objetivos, quien llega así a su primer gobierno, proclamándose heredero de
Dorrego. El primer gobierno de Rosas,
que asumió con “facultades extraordinarias” y que culminó en 1832, se caracterizó
por la construcción de alianzas con los gobernadores de otras provincias
–llegando a ser el representante de las Relaciones Exteriores de la
Confederación Argentina creada mediante el Pacto Federal de 1831. Es dable destacar que si bien en la década
de 1820 Rosas había apoyado riginalmente al Partido del Orden, dominado por
personas de vocación liberal y centralista, luego se proclamó heredero del federalismo
dorreguista, aunque intentando conciliar también con los sectores propietarios
centralistas o unitarios, para tratar de mantener el difícil equilibrio entre
las diversas facciones políticas coetáneas.
Además de estas medidas, la llamada “campaña al desierto” de 1833-1834
constituyó un hito fundamental dentro de su estrategia de poder y de
acceso a su segunda gobernación provincial a partir de 1835. La expedición
militar fue realizada en acuerdo con otras provincias y con el gobierno chileno
de Manuel Bulnes para expandir la frontera y persiguió a los indígenas que no
se aliaran al gobierno, al tiempo que generó vinculaciones relativamente
duraderas y pacíficas con los que sí lo hicieron. Las tres Divisiones del
Centro, Derecha e Izquierda fueron comandadas por los jefes Huidobro –en Cuyo y
Córdoba–, Aldao –en Mendoza y San Luis– y el mismo Rosas en la pampa bonaerense
respectivamente, implicando la movilización de 4.000 hombres de tropa y 13.000 caballos. Durante la expedición, que se
extendió de marzo de 1833 a marzo del año siguiente, la relación de
acercamiento y cimiento de la fidelidad entre Rosas con sus principales
oficiales, soldados y caciques “amigos” fue muy importante, al punto que se
refería sobre la división de vanguardia que: “Lo más notable que se advertía
era la perfecta armonía entre todos y cada uno de los que componían, tanto
aquella benemérita fuerza, como los que se le habían agregado”. Varios de los jefes militares más destacados
de la etapa que se abre en 1835 con la vuelta de Rosas al poder, parecen haber
forjado una relación de estrecha confianza con el Restaurador en esta campaña. La campaña militar logró consolidar los
asentamientos al sur del río Salado, al tiempo que extendió el área susceptible
de ser colonizada en el centro y sur de la provincia, pasando de 29.970 km2
controlados por la sociedad “hispano-criolla” en 1779 a 182.665 km2 a inicios
del decenio de 1830, aunque con un retroceso importante luego de 1852.
Paralelamente, su finalización cristalizó la
relación con los principales caciques “amigos” iniciada desde la década de
1820, como los “pampas” Juan José Catriel y Juan Manuel Cachul, incorporados al
“negocio conflicto rural”. De esta manera, aquí abordaremos las
principales medidas y conflictos de tipo militar, siguiendo un orden
cronológico desde su ascenso al poder provincial en 1829 hasta su derrocamiento
en 1852. Como veremos, su numeroso ejército de línea le permitieron mantener
largas y costosas campañas extraterritoriales, a la vez que fortalecer el poder
de Buenos Aires frente al resto de la Confederación, aunque las milicias y los “indios amigos” constituyeron las fuerzas
principales en la frontera, articulándose al sistema mediante distintas políticas
y contribuyendo a disminuir el gasto fiscal en una época de “guerra constante”. En términos comparativos aquí hay un fenómeno
clave que ayuda a entender muchos de los avatares de la historia argentina del
momento y de su desarrollo posterior: los ejércitos necesitan reclutas y
pertrechos y éstos se consiguen con dinero. Mientras Buenos Aires disponía de
cuantiosos recursos originados en la aduana, que le permitieron costear un
importante núcleo militar profesional y movilizar temporalmente a numerosos
ejércitos milicianos, el resto de los Estados provinciales tenían unas finanzas
en general paupérrimas, que los obligaba a descansar sobre muy modestos
destacamentos fijos y sistemas de milicias movilizadas sobre la base de
contraprestaciones a veces de difícil consecución. En numerosas ocasiones sus
gobiernos dependieron de transferencias financieras realizadas por los
gobiernos de Buenos Aires, cuando no
tuvieron que acudir a recursos y armamento proveniente de gobiernos exteriores
como fue el caso de la ofensiva final emprendida por Urquiza contra Rosas. Luego de la primera década revolucionaria,
cuando el Directorio porteño y su intento centralista fue derrotado por los
caudillos del Litoral, la conformación política en trece provincias autónomas
(catorce a partir de la separación de Jujuy de Salta en 1834), dio origen en
Buenos Aires al gobierno de Martín Rodríguez, que implementó una serie de
importantes reformas institucionales, religiosas y militares, que con algunos
cambios continuaron durante toda la primera mitad del siglo. De hecho, la
reforma militar de 1821 fue mantenida, aunque resignificada por el gobierno de
Rosas. Ésta incluyó la baja de más de doscientos oficiales del ejército de
línea y su pase a retiro conforme la antigüedad de su servicio y la
reorganización del servicio miliciano para acompañar a las fuerzas regulares,
que se orientaron a la defensa de la frontera en pleno proceso de “expansión
ganadera”. La Ley de Milicia de
diciembre de 1823 estableció la distinción entre la activa y la pasiva,
recayendo la primera sobre los hombres preferentemente solteros con arraigo en
el país o los casados que tuvieran menos hijos, entre los diecisiete y los
cuarenta y cinco años, para suplir la insuficiencia del ejército permanente en
la defensa y seguridad del territorio. Su enrolamiento se efectuaría con la
intervención de la justicia civil en ocho años de servicio pero sin estar
obligada una misma fuerza a prestar más de seis meses de auxilio continuo, y
mientras éste durase recibirían la misma paga que el ejército regular en
cumplimiento del código militar. En tanto, la milicia pasiva produjo una gran
movilización social de distintos sectores desde el mismo momento de su
descubrimiento –en octubre de 1839– hasta principios de 1840. Se ha podido calcular que en vísperas de la
batalla de Chascomús, producida el 7 de noviembre de 1839 y que definió en gran
medida la victoria para el bando federal oficial, el total de las fuerzas
militar-milicianas de la provincia de Buenos Aires en la campaña y la frontera
ascendía a 6.736 personas, siendo mayoría de línea pero con un importante
componente de las fuerzas milicianas en los regimientos de milicias de
caballería, especialmente en el 5° y el 6°, con jurisdicción en el área
austral. Según estos guarismos y el total de población estimada en la campaña bonaerense para 1838, el
servicio activo habría comprendido aproximadamente al 7,6% del total, aunque si
sólo se considerara el conjunto de hombres en la edad requerida, la proporción
sería mucho mayor; lo que muestra de forma elocuente la gran capacidad de
movilización y reclutamiento que tuvo la federación rosista. Ajustando la zona de Azul y Tapalqué, que
constituyó el foco sofocador de la rebelión, comandada por el hermano del
gobernador, Prudencio Rosas, revistaba a principios de noviembre de 1839 un
monto de 1.809 hombres, de los cuales 967 eran regulares y 842 milicianos, que
correspondería casi al 27% del total general de fuerzas militares provinciales
en 1839 y al 21,6% de regulares y el 37,1% de milicianos respectivamente. La participación armada de vecinos, soldados e
“indios amigos” en defensa de la causa federal fue relevante, al sumar más de
500 efectivos en conjunto según referencias de los propios protagonistas, y
constituyendo, junto con Monte, los bastiones más fieles
en el resguardo de la federación durante el levantamiento. Lo que también puso de relieve la rebelión de
los Libres del Sur, es que el entramado
militar del rosismo, que parecía tan imponente, no dependía exclusivamente de
la disciplina de unos cuerpos militares férreamente subordinados al Estado o al
gobierno, sino también –y en alta medida– de los apoyos diversos que el mismo
alcanzaba en los distintos sectores de la sociedad. La profesionalización y
separación de los cuerpos armados de la sociedad, aun de su máxima oficialidad,
era insuficiente y su participación de un lado u otro en situaciones de crisis
como ésta dependían más de su ubicación en un complejo entramado de redes
sociales y políticas, que de su mera ubicación en una cadena de mandos. La invasión de Lavalle por el norte de
Buenos Aires en el año 1840 puso todavía más de relieve que la capacidad de coerción militarizada dependía en gran medida de
los apoyos sociales que el gobierno de Rosas pudiera recibir. Mientras el general unitario recibía el
sostén de sectores medios y de la elite rural del norte de la campaña, a medida
que se avecinaba a la ciudad y tomaba asiento en las zonas más campesinas,
empezaba a sentir el vacío y la hostilidad de la población. Al punto que,
pese a algunas victorias militares, no lograba incorporar nuevos soldados entre
los derrotados quienes, según su propia confesión, desertaban o se volvían a
Santos Lugares, para reincorporarse a las tropas de Rosas. La rebelión de los Libres del Sur y la
invasión de Lavalle tuvieron como corolario un fuerte enfrentamiento del
gobierno de Rosas con las elites que habían adherido mayormente a sus enemigos,
una ampliación de su base social y una fuerte depuración de la oficialidad
reestructurada con fieles adeptos a la causa y reforzando el peso de las tropas
regulares sobre las milicianas. La
derrota de las elites parece favorecer una mayor separación del Estado y la
sociedad, y la consolidación de un gran ejército federal bajo el mando de una
oficialidad incondicional a Rosas, con el cual lanza a la vez una campaña de
control sobre las provincias del interior que se resistían al influjo del
federalismo rosista. La trascendencia de
esta fuerza militar de Buenos Aires en la coyuntura que aquí se abre es
palmaria y se encuentra por ejemplo referida en el periódico federal de
Córdoba, El Restaurador Federal, cuando reconoce que para enfrentar la
sublevación unitaria allí producida a fines de 1840, el gobierno de esa
provincia ha hecho recurso al gigantesco ejército enviado por Rosas: “son por
último más de 24.000 hombres de armas los que han jurado sostener la integridad
de nuestro territorio […] sin contar con más de 1.500 hombres que tiene en
campaña nuestro Gobernador propietario”. Más allá de la veracidad de la cifra de las
tropas porteñas, lo que resalta este párrafo es la insignificancia relativa de
las tropas cordobesas. Quedan pocas dudas de que el dominio que Rosas alcanza
en la década del 40 sobre el territorio de la Confederación expresa en buena
medida esta desigualdad en la capacidad de movilización militar. De
esta manera, muchos de los gobernadores de los Estados provinciales del interior
van a depender cada vez menos de las redes de alianzas locales y de la
capacidad de movilizar en ellas recursos propios, que del apoyo que les brinde
el poderoso gobernador de Buenos Aires…Dentro de esa crítica coyuntura, signada
por profundos conflictos de orden interno y externo, la Coalición del Norte
significó la guerra entre varias provincias del interior –Tucumán, Salta,
Catamarca, La Rioja y Jujuy– con Buenos Aires durante 1839-1841. Descontentos
por la dureza del régimen y su monopolio de las relaciones exteriores, los
gobernadores de esas provincias intentaron derrotar a Rosas. Tras la muerte del
gobernador tucumano Alejandro Heredia (que gobernó
durante 1832-1838) –que había controlado Jujuy, Salta y Catamarca con su
“Protectorado”, siendo el hombre fuerte de Rosas en el norte– el ejército
provincial fue reorganizado, apelándose tanto a las milicias urbanas como a las
departamentales rurales, y nombrándose al general Lamadrid como jefe de las
Fuerzas Armadas de la provincia. Uno de los dos “Ejércitos libertadores” de la
coalición que se encontraba a su mando reunió aproximadamente 915 individuos,
entre cívicos y soldados de línea, siendo el otro comandado por el general
Lavalle, que venía en retroceso de su intentona fallida de Buenos Aires. Sin
embargo, estos cuerpos no pudieron hacer frente al gran ejército rosista
liderado por el oriental Oribe, Ibarra y Aldao, derrumbándose la coalición en
1841 y retornando el norte a la órbita rosista con la asunción del gobernador
tucumano Celedonio Gutiérrez, en octubre de ese mismo año.
Conflictos externos Paralelamente a los sucesos descriptos, en
1837 la Confederación Argentina declaró la guerra a la Confederación
Peruano-Boliviana creada en octubre de 1836, en respuesta a la invitación de
Chile. Las causas centrales de este conflicto fueron la disputa de
Tarija por la provincia de Salta y los antiguos desentendidos y enemistades entre
los países beligerantes, como la contribución de armamentos que Santa Cruz
había realizado a la Liga del Interior en 1831 y demás cuestiones. La batalla de Caseros y el fin de la
experiencia rosista Luego de largos años al
mando del gobierno provincial y confederal y atravesando con mayor o menor éxito
todos los acontecimientos narrados, el poder de Rosas fue disputado
directamente desde el interior de suspropias filas. El 1° de mayo de 1851,
Justo José de Urquiza, gobernador de la provincia de Entre Ríos, emitió un “Pronunciamiento”
en el que expresaba la voluntad que tenía su provincia de reasumir las
facultades delegadas al gobierno bonaerense hasta que se
produjera la definitiva organización constitucional
de la república. A los intereses de Entre Ríos se sumaron posteriormente la
provincia de Corrientes y los gobiernos del Uruguay y el Brasil, que
consolidaron su alianza mediante un tratado firmado el 29 de mayo de ese año,
según el cual se acordaba la consolidación de la Independencia del Uruguay y la
configuración de una alianza armada contraria a los intereses de Rosas y Oribe. Quizás no previendo acertadamente la real
amenaza a su poder que esta alianza significaba, Rosas no ordenó la
organización de la defensa militar de Buenos Aires sino hasta fines de 1851,
cuando comenzó el bombardeo de la costa
del Paraná por parte de naves brasileras. Finalmente, ambos bandos se dieron
batalla en
los campos de Monte Caseros, el 3 de
febrero de 1852, saliendo victorioso el Ejército Grande. Según ha sido referido
por varios autores, las guarniciones rosistas –fundamentalmente veteranas y de
“no menos de 10.000 hombres” congregados desde fines del año anterior–
junto con los “indios amigos”, (no llegaron a dar plena batalla frente a sus
opositores Es sabido que la
participación militar de los “indios amigos” no era verdaderamente deseada por
Rosas, en base a experiencias pasadas como la sucedida luego del derrocamiento
de los Libres del Sur, cuando produjeron desmanes y robos de hacienda en las
propias estancias federales. Según ha sido referido, el mismo gobernador llegó
a decir entonces: “Ya sabe usted que soy opuesto a mezclar este elemento entre
nosotros, pues que si soy vencido no quiero dejar arruinada la campaña. Si
triunfamos, ¿quién contiene a los indios? Si somos derrotados, ¿quién contiene
a los indios?”), cuyas fuerzas estaban
compuestas centralmente por cuerpos milicianos. Se ha estimado que en vísperas
de Caseros, se produjo un gran reclutamiento en Entre Ríos, llegando a reunir
más de 10.000 hombres entre infantería, artillería y especialmente caballería.
Este reclutamiento habría comprendido entre el 60% y el 70% del total de
población masculina mayor a 14 años, canalizando el oriente entrerriano per se
a 1.778 individuos en 1849, que representaban el 49,66% de todos los hombres de
entre 15 y 60 años de la región, de los cuales el 71% eran milicianos y sólo el
29% tropas de línea. A este núcleo de fuerzas milicianas de Entre Ríos se
sumaban otros miles del Litoral, así como de los ejércitos brasileños y
orientales. Y si bien el grueso de las tropas provenía de la provincia de quien
dirigía la alianza, resultaba
fundamental el apoyo en infraestructura
militar del Brasil (especialmente su Armada), así como los recursos económicos
que el Imperio le brindaba. Por su parte, las fuerzas rosistas a fines
de 1851 fueron estimadas en un total de 7.500 soldados en la División Norte,
5.800 efectivos en la División Centro, 2.800 en la Sud, 17.800 soldados en la
ciudad –entre milicianos de policía y tropas veteranas– y 12.700 veteranos más
alojados en Palermo y Santos Lugares. Sin embargo, éstas no parecen haber logrado una movilización
para enfrentar a la coalición enemiga
con la misma energía que diez años antes, en que la federación rosista derrotó
a enemigos también muy poderosos. A
partir de la derrota de Caseros, Rosas se exilió en Inglaterra hasta su muerte,
acontecida en 1877, al tiempo que se inició la experiencia de la Confederación,
con sede política en la ciudad de Paraná y al mando de Urquiza, hasta la definitiva
organización de la república con la inclusión de Buenos Aires desde 1862.
En las propias palabras de un oficial
federal que, sobreviviendo a la batalla de Caseros, le escribía al propio Rosas
durante su exilio, desde San Nicolás, más de veinte años después: Sabe Vd. que
he sido militar y no político; como tal, mi adhesión siempre es profunda hacia
Vd. y mi más íntimo deseo sería verlo y abrazarlo, pero ya que esto es
imposible desde aquí tengo el placer de saludarlo, deseándole toda la felicidad
y que cuente con el profundo cariño de su más afectísimo servidor y amigo.
(Prudencio Brown Arnold)
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