Rosas

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viernes, 30 de noviembre de 2018

1840...el Ejército libertador de Lavalle frente a la Ciudad de Bs As...

Por José María Rosa
Voy a una grande empresa con un puñado de hombres... Vos y la patria ocupan mi lugar siempre”, escribe a su esposa el 8 de julio de 1839 al salir para Martín García. El cóndor remontaba vuelo, ya ciego, sin ver la bandera francesa al tope de la isla, sin notar los estragos del bombardeo de octubre, sin advertir que su éxito dependía del transporte francés, de la vigilancia que las fragatas de Dupotet hicieran en el Paraná, que el dinero y las armas que mandaba la Comisión Argentina, donde todos eran pobres de solemnidad por lo menos hasta elmomento de su partida, tenían que tener una procedencia extraña. Apenas iniciada la campaña, llegaron las inevitables críticas de los mariscales de café de la Comisión. Le señalaban planes de estrategia, o reconvenían porque tal o cual contraste habría ocurrido “por no haber seguido mi consejo”. Era enorme el montón de cartas que llegaban todos los días: Julián Segundo de Agüero, Florencio Varela, Salvador María del Carril, Juan Andrés Gelly, Madero, Thompson, todos, todos dirigían el Ejército Libertador y planeaban en papel afiligranado maravillosos movimientos militares que aniquilaban infaliblemente “las hordas de esclavos de Rosas”.  “Tengo una inmensa correspondencia abierta que me ocupo en contestar –escribía Lavalle angustiado a Julián Segundo de Agüero – y tengo el ejército enemigo y el nuestro a veinte cuadras de distancia, y nada de esto se tiene presente, cuando se me exige que olvide todo para escribir con regularidad.  ¿Dónde estaba el pueblo? En Entre Ríos desde luego que no. “La deserción es diaria y numerosa – escribe a Ferré –. Ha habido días, mi amigo, en que he tenido doscientos desertores”.   En Buenos Aires sería otra cosa. 
 
Si consiguiera cruzar el río “la guerra terminará en 30 días”, le dice a su esposa poco después de derrotado en Sauce Grande por Echagüe. Los entrerrianos podían haberlo combatido por un espíritu localista, pero los gauchos portentos que sufrían la suma del poder, tenían que pronunciarse unánimemente por la libertad. Ya no lo avergüenza recibir dinero francés. Ahora lo exige en perentorias cartas al almirante Leblanc y al Encargado de Negocios Bouchet de Martigny: ‘Yo encuentro que los auxilios que se han prestado hasta ahora no son suficientemente eficaces, y en consecuencia exijo:
lº) Un millón de francos para los gastos de guerra, que entrará en caja del ejército. 2º) La destrucción de la batería del Rosario y la ocupación del Paraná” ¡Cómo no exigirlo, si los franceses como aliados, servían solamente para proveer francos! Porque en cuanto a pelear tenían un terror pánico a los “gauchos”. Juan Nepomuceno Madero, destacado en la Expeditive frente “a la Bajada” (Paraná) le escribía a su pariente Florencio Varela queera imposible acercar botes a la costa o a las islas porque “he observado que (los franceses) tienen un miedo cerval a los de tierra”. ¿Qué hacer con tales aliados, que no se animaban ni a detener las chalanas que cruzaban el río? “Son unos cag...”.
FRENTE A BUENOS AIRES
El Ejército Libertador, transportado por la escuadra francesa, desembarcó en San Pedro a principios de agosto de 1840. Eran cuatro mil hombres perfectamente pertrechados, contra los cuales nada podrían las pocas milicias que Rosas alcanzara a reunir.  Alentaba a Lavalle y los suyos el total convencimiento de la popularidad de su causa. Tanto habían dicho que Rosas era un tirano “que oprimía al pueblo”, que acabaron por creerlo ellos mismos. Es lo corriente en estos casos. Rosas se mantenía en pie por un milagro, y su desmoronamiento era cuestión de días, de horas tal vez. En la campaña de Entre Ríos habían tenido que depender de la ayuda y el transporte francés, lo que daba mala apariencia a una empresa buena. Ahora sería otra cosa: desde San Pedro a la plaza de la Victoria sería una marcha triunfal, y solamente de argentinos. Escribe a Lamadrid, el día del desembarco: "La opinión del país está muy pronunciada en nuestro favor. Mis paisanos esperaban con impaciencia la venida del Ejército Libertador, y nuestras filas se engrosarán muy considerablemente en poco tiempo, porque los más están hoy con nosotros. Esta favorable disposición me hace esperar que venceré en breves días al tirano.”  ¡Qué pocos días duró este optimismo! Es cierto que en su marcha hacia BuenosAires se le había plegado Esteban Echeverría que estaba en “El Tala”, pero la gente de campo le hacía el vacío, cuando no le hostilizaba. La sola noticia favorable recibida era la llegada del almirante Baudin con 3.000 infantes franceses para “terminar la guerra en pocos días”. Su desilusión fue grande: “Esta carta te va a hacer derramar lágrimas – le escribe a su esposa al llegar a Giles –. No he encontrado sino hordas de esclavos, tan envilecidos como cobardes y muy contentos con sus cadenas. Es preciso que sepas que la situación de este ejército es muy crítica. En medio de territorios sublevados e indiferentes, sin base, sin punto de apoyo, la moral empieza a resentirse, y es el enemigo que más tengo que combatir. Es preciso que tengas un gran disimulo, principalmente con los franceses, pues todavía tengo esperanzas.”  ¡Estaba junto a Buenos Aires, veía las torres de sus iglesias desde su campamento, y la gran ciudad parecía lejana y hostil! Inútilmente escribió a Martigny: “Insisto en que la fuerza del almirante Baudin se reúna a este ejército, que sería lo mejor, haga un desembarco y tome un punto de la Capital: la Recoleta o los cuarteles del Retiro.” Inútilmente porque no había llegado el almirante Baudin con los 3.000 soldados de infantería: quien había llegado era el almirante Mackau, con plenipotencias de Thiers para hacer inmediatamente la paz con Rosas sin importarle “los auxiliares que hemos encontrado en las riberas del Plata, que no han querido o no han podido cumplir sus promesas; para cuyo éxito han pedido y recibido de nosotros socorros, sin retribuirnos, ni aun en leve proporción, los servicios recibidos” decían las instrucciones de Mackau. Únicamente, por la “naturaleza delicada” de las relaciones entre el gobierno francés y sus auxiliares, podía “ofrecerles. su intervención amigable, y salvarlos de la guerra civil provocada por ellos”.
Nada sabía Lavalle de la llegada de Mackau en esos primeros días de septiembre, acampado en Merlo a pocas leguas de Buenos Aires. La gran ciudad simulaba una indiferencia que era como para crispar los nervios: nada advertía que estuviera en guerra, que un largo bloqueo la había agotado económicamente, que de un momento a otro desembarcarían los marinos franceses en la Recoleta y el Ejército Libertador llevaría su ataque por el lado de tierra. LaGaceta Mercantil y el British Packet que llegaban hasta Merlo, hablaban de la gran función en el teatro Argentino, donde se había estrenado “Muérete y verás”, de bretón de los Herreros,o del drama “El Trovador”, dado en el Victoria, excusada la inasistencia del Restaurador, “ocupado en el campamento de Santos Lugares”, con la presencia sonriente de Manuelita “ya pasado el luto que la agobió”.  El Circo de Gallos de la calle Venezuela seguía con su público de costumbre; las casas de José Julián Arriola o de Daniel Gowland, publicaban los habituales avisos de remate. La vida parecía deslizarse tranquila, sencilla, cotidiana, si no fuera porque se daban noticias de que “el salvaje, inmundo, traidor” estaba en Merlo y era inminente un ataque, y que resultó falso “la llegada reciente de un ejército francés de desembarco, como seanunció”. ¡La verdad es que el tirano tenía sus agallas! Cuatro días quedó Lavalle frente a Buenos Aires, esperando el pronunciamiento popular indudable. El Ejército Libertador se corrió hasta Navarro en el sur, volvió a Giles en el norte: eran amagos para buscar el sitio preciso donde dar el golpe. Pero 1as milicias de campaña (¿de donde habían salido, Dios mío?) no se movieron de Santos Lugares: estaban mal armadas y no recibían pago alguno, pero supo Lavalle que eran numerosas y absolutamente decididas. También supo que en la plaza de la Victoria estaban concentrados dos mil milicianos de infantería, con los generales Mansilla, Soler, Guido y Ruiz Huidobro, con dos piezas de artillería. Y que en las azoteas de toda la ciudad había muchachos con tercerolas, a falta de fusiles. Todos con la misma resolución que en 1807, cuando quisieron venirse los ingleses. ¡Qué distinto a 1828 cuando Rosas era el sitiador y Lavalle el sitiado! Entonces tuvo que recurrir a los extranjeros para simular una defensa que no pudo mantener: la ciudad se le escapaba de entre los dedos para irse al campamento de Rosas.  Ahora, en 1840, tenía que vigilar la deserción constante de los sitiadores. Cada día se le iba un batallón entero a tomar la insignia federal en Santos Lugares.  El 4, Lavalle creyó que desembarcaban los franceses. El 6, desengañado una vez más, emprendió lentamente la retirada hacia el norte.
EL PREMIO   "No hay una persona, una sola, General, incluso sus hermanos de usted y aun su sensatísima señora, que no haya condenado ese funestísimo movimiento - escribíaleFlorencio Varela al conocer la retirada de Buenos Aires -. No comprendo, General, cómo se justificará usted ahora ni nunca. Ese ha sido, General, el defecto capital de usted: no pedir consejo ni oírlo de nadie, decidir por sí solo. Y por desgracia no decide usted lo mejor”.¡Era tan fácil hacer la guerra desde Montevideo! ¿Cómo explicarles a los doctores de la “Comisión” cosas que nunca entenderían, que no querían entender? Hablaban y escribían muy bien; razonaban maravillosamente, podían demostrarlo todo; se expresaban en axiomas que no admitían réplica porque vivían en un mundo ideal sin experiencias ni realidades. Eran enfáticos en el ademán e inmutables en el pensamiento como el señor Rivadavia, pero estaban más acá de las cosas. ¡Lástima que hubieran cosas además de ellos!
Los había admirado y seguido. En 1828 le dijeron que Dorrego era un traidor, que había firmado una paz vergonzosa con el Brasil, y sublevó el ejército para sacarlo del gobierno. Le dijeron que había que fusilarlo, y lo fusiló. Lo convencieron de que con quinientos coraceros se haría la unidad a palos, y en cambio brotaron del suelo las montoneras federales, que corrieron hasta Puente de Márquez a los veteranos de Ituzaingó. Cuando las cosas se pusieron difíciles, Rivadavia y Agüero escaparon de Buenos Aires y lo dejaron solo frente a Rosas.  Tuvo que capitular. Entonces le echaron la culpa y hasta llegó a creerlo así.  Ahora no quiso entenderse más con la Comisión que, como Varela, atribuía a un inexplicable capricho no haber seguido la “marcha triunfal” hasta la plaza de laVictoria. Escribió a su mujer: “Tú no concibes muchas esperanzas porque el hecho es que los triunfos de este ejército no hacen conquistas sino entre la gente que habla: la que no habla y pelea nos es contraria, y nos hostiliza como puede. Este es el secreto origen de tantas y tantas engañosas ilusiones sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como yo.” Empezó a comprender por qué la gente que no habla y pelea estaba con latiranía y contra la libertad: no había tal tiranía, ni tal libertad. Había solamente la patria, y quienes están contra ella. Afuera y adentro. Seguiría la lucha sin esperanzas de vencer y sin fe en la causa que emprendió,sostenido solamente por su impulso de acero. Sin poder hacer pie en parte alguna, como el cóndor ciego. Ya no podía volver atrás: ya tampoco podía ver la luz.  

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