Por César Tiempo
Cosa
curiosa: son muy pocas las fotos que registran las reuniones del grupo
Martín Fierro en las que aparece Ernesto Palacio. ¿Indiferencia a la
notoriedad, a la promiscuidad del catálogo, a la poesía de lo
inservible? Todavía no lo sé. Palacio era el más chisporroteante, el más
alegre y desaprensivo de todos, doctor en sornas y facecias, y además
dueño de un pintón de latín lover o de paseante distinguido de la Ring Strasse
de Viena, cuya presencia en los chitones literarios ayudaba a rasgar
las horas forradas de tedio, mientras otros se empeñaban en fabricarse
una soledad de consumo para afrontar la obra maestra que no llegaría
nunca. Creo haberlo visto de bastón y polainas
tomarse a trompadas con Juan de Dios Filiberto en la puerta de El
Tortoni después de haberse reído de un actor de la compañía de
Pirandello que había recitado macarrónicamente estrofas del Martín Fierro.
¿Lo estaré soñando?
Su agudeza era deslumbrante, como lo recordó hace poco Petit de Murat, el más joven pero no el de menos agallas del plantel.
Ernesto
Palacio, que nunca le dio importancia a su importancia, a la
importancia de llamarse Ernesto, prefirió en sus primeras escaramuzas
ser Héctor Castillo (un castillo es siempre un palacio más moderado) y
con ese nombre escribió páginas agudas y divertidas sobre las que el
tiempo quiere pasar su esponja y no puede.
Por supuesto que el Ernesto Palacio de Catilina y de la Historia Argentina,
se reveló sin disputa maestro mayor de obras maestras, demostrando que
entendía como pocos el mundo en que se movía y en el que se movieron
otros congéneres —ilustres o no— antes que el.
La
madurez le enseñó que ya no había necesidad de tomarle el pelo a nadie,
si bien en su Historia se mete con alguna gente empingorotada cuyos
apellidos ilustran difundidas calles de nuestra ciudad, actitud que le
valió algunos pleitos memorables.
Por otra parte, cuando publicó Catilina un humorista de reata dijo no sé dónde, glosando al tango —No te aflijas, Catilina—
ya vendrán tiempos mejores, que nos hizo recordar la inclinación de
Ernesto a la dicacidad y que en sus buenos tiempos de sagitario lanzó
rehiletes punzantes a diestra y siniestra desde las columnas de Martín Fierro como éste dedicado al poeta Alfredo R. Bufano, nacido en la bella Nápoles:
Vengo de Mantecón y voy en casa/ donde me espera mi adorada esposa,/ rodeada de los nenes, sonrosada,/ propio como una rosa.
O este comentario dedicado a Ricardo Rojas, después de asistir a una conferencia suya:
Teatralmente
leíste tu grave Infundio, /y entre música y ripios de la comparsa,/
acabóse la triste, solemne farsa/ de tus bodas de plata con el gerundio.
También le dedicó un epitafio a Manuel Gálvez:
Bajo esta losa pesada/ libre de malos momentos/ tiene Gálvez su morada/. Sus versos no fueron nada,/ sus novelas fueron cuentos.
Gálvez,
que ya había tratado a Ernesto en Amigos del Arte y de quien anduvo
distanciado precisamente por los chistes que le hacía desde las troneras
de Martín Fierro, terminó haciéndose muy amigo suyo.
Gálvez,
a quien hacíamos bromas estúpidas sobre su sordera, sobre sus accesos
de autosobrevaloración, perfectamente justificados, anduvo siempre sobre
pistas seguras y quería a quien merecía su afecto. Ernesto se reía de
los escritores envarados y de los poetas moquillentos, pero llegó un
momento en que supo amainar sus burletas y respetar a quien merecía ser
respetado.
Ya se dijo que el humorista verdadero
llorará en silencio por las desgracias que no puede evitar pero será
generoso llegado el momento de enjugar los déficit de justicia.
Cierta
vez que Gálvez nos invitó a compartir un té en el Jockey Club a
Blomberg y a mí, nos contó que Ernesto Palacio, siendo diputado
nacional, presentó a Manuel Ugarte a Perón, que acababa de asumir la
Presidencia.
Ugarte, que estaba pasando serias
dificultades, después de haber recorrido el Continente en tren de
conferencias defendiendo el sagrado derecho de América a su
autodeterminación, fue designado ebajador en Nicaragua, donde le cupo en
suerte inaugurar la estatua de Rubén Darío, su fraternal amigo, donada
por el gobierno argentino a iniciativa suya.
No fue ese el único gesto panadélfico de Palacio.
Intervino,
además, en el nombramiento de Pedro Juan Vignale, finísimo poeta y
arqueólogo, como embajador ante el gobierno de Venezuela y anduvo
haciendo gestiones en favor de Arturo Cerretani, el gran novelista, que
debía radicarse en Londres, gestiones que frustró la revolución del 55.
* Un gaucho
Ernesto
Palacio es un auténtico filántropo, un gaucho, y no sé si esa bella
cualidad deriva del hecho de haber nacido en San Martín, cerca de los
pagos de José Hernández, que fue la bondad personificada.
Abogado,
profesor, traductor, ministro, diputado nacional, presidente de la
Comisión Nacional de Cultura, Ernesto Palacio es esencialmente un poeta
que escribe en prosa y actúa como Dios manda.
Anduvo
en los grandes bailes y bailó bien todas las piezas con un talento que
no se aguaba en las acedas madejas de las contradicciones.
Siempre supo lo que quiso, siempre quiso lo que hizo.
Como
testimonio de la seriedad de su labor no están sólo sus libros
originales sino la excelente versión de los poemas insólitos de
Alejandro Korn, publicada por el instituto de Estudios Germánicos de la
Facultad de Filosofía y Letras, en 1942.
Lo veo poco a pesar de admirarlo tanto.
Antes solía encontrarlo en la imprenta de los Porter en los tiempos de Martín Fierro,
en algún bar de la Avenida de Mayo, en el subsuelo de La Peña, en
alguna conferencia, en el vaivén de la calle Florida, siempre cordial.
Ultimamente nos dejamos de ver.
La vida está conflagrada de problemas, de vicisitudes. El tuvo un accidente, un cruel accidente, yo tuve otro, otros.
Amigos
comunes me traen noticias suyas. No hace mucho me encontré con un hijo
suyo, con quien lo estuvimos recordando, lo mismo que con la señora
viuda de Bermúdez Franco, el dibujante genial de quien Ernesto fue noble
amigo. Me traen noticias del alto escritor, del originalísimo
historiador, desterrado de las historias literarias, olvidado de las
antologías al uso.
Claro está que detrás de su
nombre queda su obra, dechado de elegancia y preciosa y deslumbrante
escritura. Su sátira y sus jácaras descubrieron una juventud cuya poesía
participaba de la Gracia, cuya gracia participaba de la poesía. Sabemos
que ha construido realmente una obra. Una obra difícil de demoler.
Ernesto
Palacio tiene ahora la edad que tenía Galileo cuando demostró la
oscilación del globo. Sabe como aquél que el mundo se mueve
constantemente y que ese mundo —el nuestro— embellecido y enriquecido
por sus sueños seguirá viviendo gracias a los hombres frontales como él,
preocupados por los demás, obreros de un quehacer singular, creadores
sonrientes y empeñosos, enseñándonos siempre a ser persona, cultivando
un arte que es la justa e intransferible afirmación del arte, ajeno a
los majaderos de la bulla, al tarantín de los amoladores de lisonjas.
Título y bajada: Ernesto Palacio/ Formado como Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal en la incubadora literaria de la revista Martín Fierro
de los años veinte, Ernesto Palacio (1900/1979) abandonó el espíritu
socarrón y malcriado de la publicación para volcarse a la búsqueda de la
identidad nacional. Impulso éste que lo llevó desde el nacionalismo
hispanista y católico hasta las filas del primer peronismo, del que
llegó a ser diputado nacional entre 1949 y 1955.Su sorprendente prosa
produjo algunos textos muy recomendables, entre los que se cuentan La historia falsificada (1939), Catilina contra la oligarquía (1945), Teoría del Estado (1973) o Historia de la Argentina (1954). En 1976, la revista Crisis le dedicó un informe y varios testimonios. De allí obtuvimos este retrato entrañable trazado por su amigo César Tiempo.
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