Por Ignacio Zubizarreta
El Club de los
Cinco:
las organizaciones secretas se extienden en
Buenos Aires (1839-1840). En 1835, el escritor Marcos Sastre,
procedente de Uruguay, abría en Buenos Aires la Librería Argentina. Algún tiempo después comenzó a funcionar
allí, con cierta asiduidad, una tertulia literaria que contó con la
participación de Miguel Cané (padre), Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel
López, Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez, dando inicio a la célebre Generación del 37. Si bien en un principio los vivos debates que
se suscitaron en ella correspondían a temáticas literarias, culturales y
artísticas, gradualmente se fue constituyendo una asociación cuyo eje central
se basó en concebir una profunda renovación política. Dos años más tarde del inicio de la tertulia, Esteban
Echeverría fundó la Asociación de Mayo, inspirado en las agrupaciones
carbonarias y en la Joven Italia de Giuseppe Mazzini. También presentó el Dogma Socialista a la Juventud Argentina, una suerte de
preámbulo para inspirarles a sus destinatarios las ideas de fraternidad, igualdad,
libertad y asociación.
En un primer momento, parte del entorno rosista no vio a
la agrupación como una amenaza a su poder. Algunos de sus integrantes sentían
simpatía por Rosas, e incluso llegaron a pensar que podrían colaborar en su
política de gobierno. Se equivocaron pues Rosas imposibilitó la continuidad
de una agrupación que podía cuestionar su conducta, por lo que la tertulia se disolvió,
y gran parte de su elenco partió al exilio. El Estado Oriental se convertía
ahora en el epicentro de la resistencia a l rosismo. No todos los seguidores del movimiento se
cobijaron en suelo extranjero. Entre ellos, existían algunos que sin haber tenido
una destacada actuación previa, e, incluso, integrados al engranaje estatal
rosista, aprovecharon su emplazamiento en el poder para conformar una
agrupación secreta que se denominó el Club de los Cinco. Este movimiento tenía por objeto auxiliar dentro de Buenos Aires a
todos los proyectos que, por fuera de ella, tuvieran por finalidad derrocar a Rosas. Debe
recordarse que por ese entonces Rosas se
enfrentaba paralelamente al bloqueo de la flota francesa y temía una invasión
unitaria por los puertos argentinos. Por
si eso hubiese sido poco, debía hacer frente a la Coalición del Norte —sublevación
alentada por unitarios y otras facciones antirrosistas de las provincias del
norte— y la revolución de los Libres del Sur.
Este último movimiento constituyó un levantamiento de los hacendados de
la parte meridional de la provincia de Buenos Aires, que se rebelaron contra
las condiciones económicas imperantes consecuentes del propio bloqueo francés.
La célebre “conspiración de Maza” también se transformaría en el corolario de
todos los movimientos secretos que se sucedieron en Buenos Aires para despojar
a Rosas del mando, una tentativa promovida por dos grupos. Uno de ellos más próximo al propio círculo
del gobernador bonaerense, y liderado por Ramón Maza —hijo de Manuel V. Maza,
legislador en ejercicio, amigo y consejero de Rosas—, y otro más cercano al
veterano y ex rivadaviano Diego Alcorta. De la primera agrupación surgió el Club de los
Cinco, que estaba compuesto por Enrique Lafuente, un funcionario de la
Secretaría de Rosas; Santiago Albarracín —quien financiaba los gastos del complot—,
Carlos Tejedor, Jacinto Rodríguez Peña y Rafael Corvalán —hijo de Manuel Corvalán,
edecán de Rosas—. Por el grupo de Alcorta, Juan Thompson, Avelino Balcarce,
Valentín San Martín, Valentín Gómez Gervasio Rosas, Diego Arana, entre otros. Unos pocos meses antes de esos sucesos,
Florencio Varela recibió una carta en la que le aseguraban que en Buenos Aires no
faltaban hombres que “trabajan cuanto se puede en medio de la vigilante astucia
del despotismo, y están dispuestos a todo, aunque son débiles y pocos”. Lavalle, guiado por la experiencia,
recomendaba a Frías que exhortara a sus aliados y
amigos en Buenos Aires para: “evitar toda reunión, y constituir otro medio de
entenderse […] por ejemplo, cartas bajo una clave especial, depositadas en
lugares convenidos, sin escribir en ellas ni una sola letra común, y en el
sobre el signo del hermano a quien es dirigida. Que eviten entrar en las casas
de los jefes y demás amigos con quienes estén de acuerdo […] Mucho vale el
dinero. Sin él, todo es embarazo, pero es más prudente afrontar estos, que
extender el secreto entre muchos, por multiplicar los
contribuyentes”. Lavalle conocía bien cómo la falta de
discreción y de credulidad en los hombres que comparten una empresa en el secreto podía
llevar a su completo fracaso; de allí sus constantes consejos. No fueron en
vano, pero tampoco efectivos. El célebre unitario José María Paz, que había llegado de Santa Fe hacía poco tiempo y que
tenía toda la extensión de Buenos Aires por cárcel —pues había sido capturado
por una partida federal en 1831 y desde entonces estaba cautivo—, asegura en
sus memorias “que el secreto de la conjuración estaba en miles de bocas”, y
que, sin embargo, como les había sucedido antes a los movimientos unitarios,
sólo contaban con el apoyo “en lo
general de la gente pensadora, acomodada e ilustrada”. El joven Ramón Maza, sin dudas uno de los
principales conjurados, de relevante importancia política, fue fusilado en la
cárcel; su padre, Manuel Vicente, presidente de la Sala de Representantes, fue
también asesinado. Paz advierte que el gran
defecto del que adoleció el movimiento fue justamente el haber carecido de un
centro fijo de dirección, pues “marchaba con el
día y según las deliberaciones de la noche antes; deliberaciones que variaban
según los círculos en que se hacían”. Esto sucedía porque debían coordinar
distintas facciones (la de Maza y la de Alcorta) con los potenciales colaboradores, que se plegarían sólo en caso de que la
conjura se mostrara exitosa, pero además, con las directivas de Lavalle y los
exiliados. De este modo, la empresa no sólo era muy riesgosa, sino de muy
difícil concreción, demostrándose así con su trágico desenlace. La postura elitista de los integrantes de
las logias unitarias no sólo se desprende de los intentos por manipular a la
“plebe” con el fin de deslegitimar la visión que ésta poseía de Rosas, sino
que, a su vez, era consustancial con la idiosincrasia propia y los antecedentes
de esa facción política. Los unitarios que fueron descubiertos en
la conjura sólo fueron deportados a las costas de Santa Catalina, y el complot
desarticulado en Buenos Aires dejara como saldo varias ejecuciones y el libre
accionar de La Mazorca. Sin embargo, la fortaleza de las
asociaciones secretas que actuaron en suelo porteño, como contrapartida, radicaba
en que tenían un plan que se sostenía en una estructura revolucionaria, que contaba
con muchos adeptos fuera de la ciudad y con ejércitos muy poderosos que se pertrechaban
y aumentaban su influjo cada día —como los de Lavalle o Lamadrid—. Las logias
unitarias, en cambio, se enmarcaban en un contexto externo mucho más endeble.
La connivencia con los federales doctrinarios no les aseguró en lo más mínimo
un apoyo de los gobiernos federales del Litoral, mientras que aquellos planes
de configurar una triangulación con Alvear en Buenos Aires y el mariscal Santa
Cruz en Bolivia se transformaron pronto, dada su compleja trama, en meros
castillos de naipes.
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