Rosas

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lunes, 18 de marzo de 2013

Rosas, ¿padre de la Nación?

Por Carlos Pistelli


juan m de rosas

La figura del “orden”.
Entonces debe surgir la figura del orden, el “Restaurador de las Leyes”. Llevado a pulso por el pueblo que lo aclama, don Juan Manuel viene a poner el valor de la humanidad por encima de estas guerras de exterminio que llevan las minorías a cabo. Posiblemente Rozas se maneje como un Dictador sádico y despótico. Parece mentira que el desarrollo democrático de la Nación y la consolidación de los pueblos en aras de una República Igualitaria, aun en sus diferencias, lo necesitasen a él como “el encargado”. Si hubo otro, no le conocimos. O acaso se haya ido al exilio para morir en Boulogne-Sur-Mer. Desde 1829, no entenderíamos Patria sin Rosas. Aunque les duela a todos pensarlo, a la inteligencia intelectual del país, a los pobretones que ni deben saber quien fue: Él es, en verdad, el Padre de la Nación Argentina.

Al menos, el ‘padrastro’. Nacido en 1793 en una familia de hacendados prósperos en aquellos tiempos, no imaginemos en él a un Martínez de Hoz o una Amalita Fortabat. Se va de su casa para casarse con la mujer que ama, adopta al hijo natural de Manuel Belgrano:
Belgrano observó a la parejita caminar por la Plaza mayor, camino a la Recova, y con ellos se encaminó.
– Para evitar el escándalo familiar, general, Juan y yo nos haremos cargo del hijo que tuvo con Josefa, le dijo su cuñada de hecho, a la que sus padres llamaron Encarnación. Le llamaremos Pedro, si es varón.
   A Belgrano le dolía en el alma ser el mayor servidor de la causa, y no poder hacerse cargo del hijo que tuvo con Josefa, por razones sociales y de Estado. Puso a la Patria por encima de su desprestigio social, cerró los ojos, miró al Cabildo Histórico, apenas una vez, y cerró los ojos para no llorar.
   La mujer le seguía hablando de deberes, escándalos y la religión, de la salud de Josefa. Su joven marido apenas le miraba con esos ojos celestes claros que dominarían al país veinticinco años. Ese joven atractivo a los ojos de las mujeres que pasaban junto a él, no pasaba de los 20 años, ya había dejado el hogar de sus padres, rompiendo relación con ellos, dejando de usar el apellido paterno por un modismo adoptado. Su energía parecía serena y fría, al costado de esa mujer dominante y matrona que parecía traerlo de los agujeros de su nariz. Belgrano le miraba con desgano, hasta sonriendo de verlo como a un pollerudo.
– El gobierno me ha encomendado una misión diplomática al exterior, y será lo mejor para guardar las formas entre nosotros. Déjele un beso a Josefa, dígale que prefiero, toda la vida, otra vuelta de destino, pero ella se ha empecinado en no verme más. Os dejo, pues, y me duele en el alma no saber nunca más, que será de mi hijo, y de su futuro – Saludó y les dejó[1].
   Encarnación le miró irse, cansino, viejo y triste:
– Pusilánime, se me escaparía, si no supiera que da la vida por sus ideas, dijo la mujer.
– Pobre General, lo tratan de bueno, demasiado, y no ha tenido el valor de deponer a estos gobiernos que nos han tocado en suerte.
– Vamos Juan! Deja de defender lo indefen…, pero ya la mirada de la mujer bajó la vista ante esos ojos celestes y magnéticos. La indomable Encarnación Escurra no encontraba otros límites que la pasión simulada que su marido Juan le imponía desde la rigidez de su impostura, desde su humor negro, desde su ironía de gaucho pícaro como le decían los Dorrego.

Juan Manuel de Rosas, el marido joven de Encarnación, de él hablábamos, se haría cargo del hijo del general Belgrano, Pedrito; del primogénito del cacique Namuncurá, Manuelito Rosas; de sus propios hijos con Encarnación, Juancito y Manuelita; de los varios naturales que tendrá con sus criadas; y hasta le achacarán, como infamia a ambos, la paternidad del propio Hipólito Yrigoyen, pues su madre, Marcelina Alem, la hermana de Leandro, era cortesana en los jardines de Palermo cuando la época dorada del Rosismo.
   Rosas se pensaba, viejo, empobrecido y taciturno, en sus noches a las afueras de Londres, sesenta años después, que si otros hubieran escrito la historia, también le hubieran endilgado otra paternidad: más pretendida, generosa y prestigiosa: la de la misma Patria, que atinó a defender y a dignificar, como ninguno.

[1] Un poco de ficción, Belgrano nunca habló con Rosas sobre Josefa y su hijo.

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