Rosas

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jueves, 7 de marzo de 2013

Rosas y su entrevista con Quesada


Por Pablo Rohr
"Subí al gobierno encontrándose el país anarquizado, dividido en cacicazgos hoscos y hostiles entre sí, desmembrado ya en parte y en otras en vías de desmembrarse sin política estable en lo internacional, sin organización interna nacional, sin tesoro ni finanzas organizadas, sin hábitos de gobierno, convertido
en un verdadero caos, con la subversión más completa en ideas y propósitos, odiándose furiosamente los partidos políticos: un infierno en miniatura. Me di cuenta que si ello no se lograba modificar de raíz, nuestro país se diluiría definitivamente en una serie de republiquetas sin importancia y malográbamos
así, para siempre, el porvenir pues demasiado se había ya fraccionado el virreinato colonial."

Los hábitos de anarquía, desarrollados en veinte años de verdadero desquicio gubernamental, no podían modificarse en un día. Era preciso primero gobernar con mano fuerte para organizar la seguridad de la vida y del trabajo, en la ciudad y en la campaña, estableciendo un régimen de orden y tranquilidad que
pudiera permitir la práctica real de la vida republicana.

El reproche de no haber dado al país una constitución me pareció siempre fútil porque no basta dictar un cuadernito, cual decía Quiroga, para que se aplique y resuelva todas las dificultades: es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe
ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país".

Siempre repugné a la farsa de las leyes pomposas en papel y que no podían llevarse a la práctica.

La base de un régimen constitucional es el ejercicio del sufragio, y esto requiere no sólo un pueblo consciente y que sepa leer y escribir, sino que tenga la seguridad de que el voto es un derecho y, a la vez, un deber, de modo que cada elector conozca a quien debe elegir; en los mismos Estados Unidos dejó todo ello muy mucho que desear hasta que yo abandoné el gobierno, como me lo comunicaba mi ministro el Gral. Alvear. De lo contrario las elecciones de las legislaturas y de los gobiernos son farsas
inicuas y de las que se sirven las camarillas de entretelones con escarnio de los demás y de sí mismos, fomentando la corrupción y la villanía, quebrando el carácter y manoseando todo. No se puede poner la carreta delante de los bueyes: es preciso antes amansar a éstos, habituarlos a la coyunda y la picana, para que puedan arrastrar la carreta después.

Siempre creí que las formas de gobierno son asuntos relativos, pues monarquía o república pueden ser igualmente excelentes o perniciosas, según el estado del país respectivo; ese es exclusivamente el nudo de la cuestión.

El grito de constitución prescindiendo del estado del país es una palabra hueca. Y a truenque de escandalizarlo a Ud. le diré, que, para mí, el ideal de gobierno feliz sería el autócrata paternal,
inteligente, desinteresado, e infatigable, enérgico y resuelto a hacer la felicidad de su pueblo, sin favoritos ni favoritas. Por eso jamás tuve ni unos ni otras: busqué realizar yo sólo el ideal del gobierno paternal, en la época de transición que me tocó gobernar. Pero quien tal responsabilidad asume no tiene
siquiera el derecho a fatigarse.

Es lo que me ha pasado a mí, y me considero ahora feliz en esta chacra y viviendo con la modestia que Ud. ve, ganado a duras penas el sustento con mi propio sudor ya que mis adversarios me han confiscado mi fortuna hecha antes de entrar en política y la heredada de mi mujer, pretendiendo así reducirme a la miseria y queriendo quizás que repitiera el ejemplo del belisario romano,
que pedía el óbolo a los caminantes. Son mentecatos los que suponen que el ejercicio del poder considerado así como yo lo practiqué, importa vulgares goces y sensualismo, cuando en realidad no se compone sino de sacrificios y amarguras. He despreciado siempre a los caudillejos de barrio,escondidos en la sombra; he admirado siempre a los dictadores autócratas que han sido los primeros servidores de sus pueblos.

Juan Manuel De Rosas a Vicente Quesada.

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