Por José María Rosa
Noche del 5 de diciembre de 1810. En el cuartel de las Temporalidades –Perú entre Alsina y Moreno, donde hoy está la manzana de las luces-, el regimiento de Patricios ofrece un sarao por la victoria de Suipacha.
En el sitio de honor está el jefe del cuerpo, a su vez presidente de
la Junta de Gobierno. En un momento, el capitán retirado de húsares
Atanasio Duarte, veterano de cuarenta años de guerras, ofrece un postre a
doña Saturnina Otárola, esposa del presidente, en el cual la fantasía
del repostero había dibujado un cetro y una corona: “La América espera
que VV. EE. empuñen el cetro y ciñan la corona”. No dicen las crónicas
qué ocurrió a continuación, pero seguramente hubo un aplauso de los
concurrentes y un asentimiento halagado de Cornelio Saavedra. Este dice
en sus Memorias que no dio importancia a esa bobada,
pero la trascendencia del brindis debió ser mucha porque alguien corrió a
informarle al secretario de Gobierno y Guerra –el doctor Mariano
Moreno–, que de inmediato tomó medidas contra Duarte, contra Saavedra y
contra las señoras que recibían agasajos por la posición política de sus
maridos.
La condena de Duarte fue tremenda. El gobierno entendió que debía
perecer en el cadalso por esas palabras, pero como debió pronunciarlas
mareado por el carlón le perdonó la vida, conmutándole la pena por
destierro perpetuo de la ciudad, porque un habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener impresiones contra la libertad de su país.
El veterano se aguantó el castigo en silencio y, que se sepa, nunca
pudo volver a su querido Buenos Aires: transcurrió sus últimos años en
el exilio, donde algún historiador ha rastreado sus continuas reyertas
con los gallegos dependientes de tabernas, sus acérrimos enemigos por españoles y tal vez por no fiarle las copas.
¿Cuál fue el crimen del capitán retirado Duarte, que a juicio de un
hombre de leyes como Mariano Moreno mereciera la pena del cadalso? Se
repite en los textos escolares (que también sirven para aprender
historia en las academias) que era proclamar la monarquía, pero la
conjetura debe rechazarse: ni aun para un revolucionario de la índole de
Moreno un delito de opinión pudo reprimirse con la muerte en un
cadalso. Pero, además, Duarte no había postulado un cambio de la forma
de gobierno existente: en diciembre de 1810 se vivía bajo el régimen
monárquico: el retrato de Fernando VII debió encontrarse, como era de
rigor, colgado en lugar visible durante el sarao, y el mismo decreto que
castigaba al capitán era un decreto monárquico encabezado con la
fórmula corriente: La Junta Soberana a nombre del Señor Don Fernando VII.
Al veterano no se lo penaba, pues, por proclamar la monarquía en un
medio republicano. Sin embargo, había cometido un delito gravísimo y
nadie, ni siquiera Saavedra, se atrevió a defenderlo. Un delito
castigado en la legislación española, precisamente, con los términos
usados por Moreno en su decreto: perecer en un cadalso. El
secretario de Guerra no quiso disimular el hecho ni omitir el castigo,
seguramente porque el brindis encontró eco entre los asistentes de las
Temporalidades y era conveniente un escarmiento ejemplar para que no se
repitieran cosas semejantes. El delito de Duarte era de lesa majestad
contra los derechos de Fernando VII, a quien quitaba el cetro y la
corona ofertándolos a Saavedra. Sus palabras imprudentes revelaban impresiones contra la libertad de su país porque el país entero (en 1810 el país era aún España) sostenía y luchaba por los derechos del rey Fernando.
El crimen de Duarte, esa noche del 5 de diciembre, había sido proclamar en voz alta la independencia de América.
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