El 20 de mayo de 1780 nació en Buenos Aires, de padres españoles, Bernardino Rivadavia. Estudió en el Real Colegio de San Carlos y más tarde se casó con la hija del virrey Joaquín del Pino. Luchó como oficial voluntario en el Tercio de Gallegos durante la invasión inglesa. Intervino en la Revolución de Mayo apoyando las ideas “liberales” de Mariano Moreno contra las más “conservadoras” de los partidarios de Cornelio Saavedra; después del pronunciamiento del 5 y 6 de abril de 1811, en la que estos últimos obtuvieron el dominio del gobierno, Rivadavia fue enviado en misión diplomática a Europa a conseguir ayuda para la independencia argentina; regresó a tiempo para ser nombrado secretario de Guerra del primer triunvirato; influyó en la promulgación del estatuto que liberaba al poder ejecutivo de la autoridad de la Junta –disolviendo el Cabildo y el poder legislativo en el que estaban representados los delegados provinciales-, demostrando así desde la primera hora su compromiso con un gobierno centralizado y la dominación porteña que caracterizarían sus futuras políticas y las de los unitarios, y que trajo la inmediata oposición de los federales y las provincias, lo que resultó en las encarnizadas guerras civiles. Sofocó con exagerada firmeza y sin ahorrar sangre la rebelión de los Patricios (la “rebelión de las trenzas” de ese regimiento) y luego la del arrogante potentado Martín de Alzaga, fusilándolo junto a otros treinta y dos, incluido un sacerdote muy querido. Volteado el primer triunvirato por el pronunciamiento del 8 de octubre de 1812, Rivadavia pasa algunos años lejos del poder. Era un liberal; pero no al modo francés, jacobino: era un liberal señoril y cortesano, pomposo y fatuo; una especie de Floridablanca criollo. Y, por supuesto, un francmasón empedernido. Monárquico, en 1815 el director supremo Gervasio Posadas lo envió con Belgrano a Europa para buscarnos un rey. Intentó traer a Carlos IV que, destronado por su hijo Fernando VII, pasaba miseria en Roma. Presentó “a los pies de Su Majestad las más sinceras protestas de reconocimiento de su vasallaje”. Rivadavia era considerado ilustradísimo, talentoso, hombre de grandes ideas y de vastos proyectos, un gran señor y una poderosa personalidad. Mestizo, feo, petiso, mal formado, trompudo; sus brazos son tan chicos que parecen de otro cuerpo; el vientre abultado con exageración; y sus ojos, demasiado redondos y abiertos, surgen como al ras de las cejas. Viste de cortesano, la casaca redonda, el calzón con hebillas. Es un personaje del siglo anterior. A sus méritos intelectuales y de carácter se le atribuye el arte de conversar y convencer. Y viene de Europa, ¡de París, nada menos!, en los años siguientes a Waterloo, los de Luis XVIII y la segunda Restauración.
Rivadavia es el fundador del partido unitario. El espíritu unitario ya
alboreaba desde 1810 con su desprecio a los demás pueblos del país, con
el europeísmo y el doctrinarismo extranjerizante, aristócratas enemigos
de la plebe dedicados a fundar institutos políticos y culturales para la
clase elevada, hombres de salones y de bufetes despreocupados del
campo, de los gauchos y de los indios. Ese espíritu comienza con el
gobierno central y nacional del Directorio: los “directoriales” son los
futuros unitarios. Que se constituyen en partido cuando llega Rivadavia y
en él encuentran a un verdadero jefe.
La aristocracia y la ilustración no impiden a los unitarios expresarse
sobre sus enemigos con inaudita violencia. Por los días del regreso a la
patria de Rivadavia en 1821, La Gaceta de Buenos Aires llama al partido
federal “monstruo horrendo” y habla de la “ferocidad de sus maldades”,
de que “se encarniza contra las leyes y reglas sociales” y de que “no
sufre la luz de la razón y del convencimiento, alimentándose solamente
de la maldad y de la ignorancia”. Así, los unitarios inauguran los
grandes odios de partido, de los que más tarde serán víctima, y que
ensangrentarán trágicamente tantas décadas de nuestra historia.
“El señor Rivadavia”, como el decían con admiración, fue designado
inmediatamente de arribado ministro de Gobierno y figura predominante y
excluyente en el gabinete del gobernador Martín Rodríguez. En menos de
tres años de su ministerio produce una fabulosa cantidad de decretos, en
prosa afectada. Muchos son útiles y excelentes, pero la mayoría
absurdos. Por ejemplo, imagina otorgar a España, amenazada por una
agresión francesa, nada menos que veinte millones de pesos que no se
tenían para que, agradecida, reconozca la independencia americana. En
realidad, es un mediocre infatuado. Sus largos años en Europa le han
hecho mal. Insensible a nuestras realidades, pretende implantar aquí lo
que ha visto allá. No advierte que los indios están a treinta leguas de
la ciudad. San Martín le juzgará severamente en su carta al chileno
Palazuelos de 1847: “Sería cosa de no acabar si se enumerasen las
locuras de aquel visionario, y la admiración de un gran número de mis
compatriotas, creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización
europea con sólo los decretos que diariamente llenaba lo que se llamaba
archivo oficial”.
Al año de gobierno, Rivadavia impone su reforma eclesiástica: supresión
de conventos, secularización de cementerios (incluida la confiscación y
conversión del de los Recoletos), supresión de derechos y privilegios
del clero. Arroja de su convento a los franciscanos, que carecen de
rentas, viven de la caridad, cuidan enfermos y tiene escuelas gratuitas;
a los dominicos, que predican y enseñan; a los betlehemitas, que
sostienen un hospital; despoja al santuario de Luján de las propiedades
anexas; deja un convento de monjas pero limita el número de las
enclaustradas; prohibe enterrar a los muertos en las iglesias “por
razones de higiene”; promueve y favorece la entrada al país de maestros
protestantes y las actividades de la masonería; se inmiscuye en
pormenores ajenos al Estado y desconoce la autoridad de la jerarquía
romana sobre las casas de religión que deja subsistir.
En ese mismo 1822 declara la autoridad del Estado sobre las
transacciones de propiedad privada y tierras públicas; implanta el
sistema de enfiteusis de distribución y uso de la tierra; crea el Banco
Nacional que gestionaría el tristemente célebre préstamo de la Baring
Brothers; estimula las operaciones bancarias, la cría de ovejas para
proveer los telares ingleses y el comercio y la navegación británicas;
utiliza los préstamos para el programa de obras públicas para modernizar
la ciudad de Buenos Aries; inicia la construcción del puerto en
Ensenada; mientras tanto, se funda la Universidad de Buenos Aires y
estimula la enseñanza de las nuevas doctrinas económicas y filosóficas
metropolitanas en el colegio de San Carlos; para acelerar todos los
procesos de cambio, trae a tantos expertos europeos (generalmente
contratados) como le fue posible, desde técnicos hasta profesores.
En el año 23 el Cabildo de Montevideo a través de Domingo Cullen y otros
delegados viaja a pedir ayuda al santafecino Estanislao López a favor
de la Banda Oriental, desde hace seis años en poder de los portugueses
(brasileños desde hace unos meses en que se declaró la independencia
carioca), acompañados por Juan Manuel de Rosas. ¡Rivadavia acaba de
declararles que Buenos Aires no auxiliará en modo alguno el proyecto de
liberar la provincia hermana! Es lógico: los unitarios han sido siempre
enemigos de los orientales y han sido ellos quienes entregaron esa
provincia a los portugueses. Mientras, en Buenos Aires se produce una
asonada supuestamente conducida por Gregorio Tagle: grupos armados que
se autodenominan “tropas de la fe”, bajo el mando de varios coroneles,
han entrado en la plaza de la Victoria gritando “¡Viva la religión!
¡Mueran los herejes!”, al par que numerosos sacerdotes repartían
escapularios. Fácilmente vencidos, también se fusila a los responsables
de la chirinada.
En un día de noviembre de ese mismo año de 1823 llega a Buenos Aires el
general José de San Martín. Viene cansado y amargado; y pobre, pues no
cobra sueldo alguno. Acaba de liberar a varios países. Pero los hombres
de la clase dirigente, pequeños, mediocres y viles, le han combatido con
saña. En Mendoza ha sabido de las infamias que contra él cometen los
gobernantes de Buenos Aires. ¡Hasta le han suspendido a su hija la
modesta pensión que le acordaron después de Chacabuco! En mayo, ¿no
apostaron partidas en el camino para prenderle como a un facineroso,
según años más tarde dirá él mismo? Le acusan de haber desobedecido al
gobierno tiempo atrás, cuando en vez de venir a Buenos Aires para
defender a las autoridades contra las montoneras, se fue a liberar a
medio continente. Acaba de morir en Buenos Aires su mujer, tuberculosa.
Se dice que va a ser procesado, pero nada ocurre. Y después de dos meses
y medio, un día de febrero de 1824 se embarca para Europa, solitario y
triste.
Ese mismo año termina el gobierno de Rodríguez y Rivadavia deja de ser
ministro. La legislatura elige gobernador al general Juan Gregorio de
Las Heras, compañero del Libertador en las campañas de Chile y de Perú.
Rivadavia aspiraba al cargo, pero su exagerado afán de innovaciones, sus
fantasías, lo absoluto de sus ideas, le han derrotado. Y en su
desengaño, no acepta el ministerio que le ofrece Las Heras y parte
nuevamente para Europa.
Pero a los dos años se produce un nuevo golpe de estado. El congreso
convocado para dictar una constitución resuelve sorpresivamente que se
duplique el número de los diputados. Ahora habrá uno por cada siete mil
habitantes. Con esto, Buenos Aires tendrá una representación que podrá
decidir cualquier asunto: es decir, el Congreso será unitario. Apenas
comienzan a llegar los nuevos diputados, antes de dictar constitución
alguna, y a pesar que la mayoría de las provincias, al ser consultadas,
se han decidido por el sistema federal, el congreso, sin poderes
suficientes, sin esperar a que las delegaciones estén completas, crea un
poder ejecutivo permanente y, en la sesión solemne del 7 de febrero de
1826, ¡elige presidente de la república al señor Bernardino Rivadavia,
que hace unas semanas ha regresado nuevamente de Europa!, bajo queja de
Las Heras (quien, disgustado, se irá a Chile, desde donde nunca volverá)
y el escándalo de todos. Esta decisión arbitraria, opuesta a los deseos
y los intereses de las provincias, constituye un acto gravísimo. La
“asamblea facciosa” –como dirán los federales- no ha tenido atribuciones
para semejante nombramiento. Es un auténtico golpe de estado, un
atropello a los derechos de las provincias y del pueblo en general.
Pero Rivadavia asume al día siguiente y pronuncia un discurso de lugares
comunes y de frases incomprensibles y ridículas. Nombra ministro de
Gobierno a Julián Segundo de Agüero que será, años después, uno de los
principales enemigos de Rosas. Hombre de talento y saber, ex cura de la
catedral que colgó los hábitos en apoyo a la reforma antirreligiosa del
22, adusto, sombrío y antipático. Es el primer desacierto en la carrera
de desaciertos que comienza entonces.
Al día siguiente el presidente envía al Congreso un proyecto de
capitalización de Buenos Aires, que quedará bajo la dirección exclusiva
del poder nacional, decapitando la provincia y además partiéndola en
dos. Como siempre, Rivadavia gobierna para la clase elevada,
prescindiendo del pueblo y de la campaña. La ganadería y la agricultura,
por ese tiempo nuestras solas riquezas, le interesan poco. Y los
paisanos lo desprecian: ese señorón encorbatado y amanerado, de voz
engolada y ademanes cortesanos, formado en Europa y en los libros,
empapado de cualquier doctrina extranjera de moda, ¡que anda mal a
caballo!, les resulta el colmo de lo ridículo.
Además, divididos, pobres, dirigidos por un gobierno impopular, ¡estamos
en guerra con el Imperio de los Braganza! Y para que nada falte en
estas horas turbias, los indios invaden la provincia. A una legua de
Toldos Viejos, relativamente cerca del pueblo de Dolores, un millar de
indios y de desertores chilenos han atacado y aniquilado a los
escuadrones que defendían Caquel. La ciudad se pregunta, con terror, si
se renovarán los malones, si llegarán los indios a las puertas de la
capital desguarnecida.
Mientras, todos saben que las provincias rechazarán la constitución
unitaria que se les quiere imponer, igual que los proyectos
descabellados y delirantes que propone el “partido de principios”, como
gustan denominarse. La Rioja resuelve no reconocer al presidente ni las
leyes que dicte el Congreso, y declara “la guerra a toda provincia o
individuo que atentase contra la religión católica apostólica romana”.
Todo el norte del país arde en guerra. Juan Facundo Quiroga es el héroe
del federalismo. Genial, valiente como ninguno, dotado de un extraño
poder de fascinación, se ha levantado en armas en los llanos riojanos en
donde es invencible y poderoso, aunque no ocupe el gobierno. Ha
invadido Catamarca y derrocado a las autoridades. Lleva en su bandera el
lema “¡Religión o muerte!”. Ahora marcha hacia Tucumán y derrota al
usurpador unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid. Luego depone los
gobiernos de San Juan y Mendoza. En pocos meses, el Tigre de los Llanos
–como lo llaman sus enemigos- ha legado a dominar seis provincias, pues
hay que agregar San Luis; y son sus aliadas Córdoba y Santiago del
Estero. El prodigioso huracán de Facundo, conquistando pueblos y
provincias con una rapidez y una violencia inusitada, causa pánico entre
los unitarios porteños.
Sin embargo, la constitución es aprobada el 24 de diciembre. Un pensador
de tradición y militancia unitaria, José Manuel Estrada, dice que su
partido, prescindiendo de nuestras realidades, formuló “una constitución
académica, no política, porque era contraindicada: destinada a perecer
mortalmente porque era antipática para las muchedumbres y mala en sí
misma”. Pero el Floridablanca criollo siempre actuaba como si ignorase
el enorme disgusto del pueblo. Y manda comisionados a todas las
provincias, constitución en mano. El que manda a San Juan, cuando llega a
Mendoza se entera de que allí domina Quiroga. Le remite al general una
nota y un ejemplar de la constitución. Facundo se la devuelve sin
abrirla y con unas líneas donde dice que él no abre comunicaciones de
quienes dependen de una autoridad que le hace la guerra, pero que
contestará con los hechos, pues “no conoce peligros que le arredren y se
halla muy distante de rendirse a las cadenas con que se pretende
ligarlo al pomposo carro del despotismo”.
A los demás comisionados les va más o menos lo mismo. Más de un mes dura
un viaje de ida a Mendoza. Como los comisionados han salido a
principios de enero, Rivadavia no conocerá hasta fines de marzo o
principios de abril el tamaño de su desgracia y de su desprestigio.
A pesar de las excelentes novedades de la victoria de nuestras armas por
tierra y por mar en la guerra del Brasil, el padre de la oligarquía ha
comprendido que no es posible continuar la guerra. No hay hombres para
mandar ni dinero para adquirir ropa y pertrechos. Aunque se acerca el
invierno los soldados visten de verano. Ya comienzan a andar andrajosos.
Y no se puede continuar una guerra sin armas ni balas. Ituzaingó y
Juncal no han resuelto nada. Montevideo y Colonia siguen en poder de los
brasileños. Rivadavia, que pretende tropas para derrotar las montoneras
de Facundo, manda como plenipotenciario a Río de Janeiro al prestigioso
diplomático liberal doctor Manuel García. Quiere la paz a cualquier
precio. Y el precio es la entrega de la provincia Cisplatina al Imperio.
Paz más que deshonrosa, después de haber ganado todas las batallas. En
todo caso, en un primer momento se atiende a la sugerencia de la
independencia de la Banda Oriental formulada por Lord Ponsonby, el
ministro inglés en Río –elegido como mediador-, quien perseguía la vieja
aspiración británica de obtener un puerto franco en el Plata. Pero ante
la negativa del emperador, inmediatamente se firma “la paz a cualquier
precio”, aceptando la incorporación al Brasil de la provincia
Cisplatina. ¡Vencedores en la guerra, aceptábamos una bochornosa
capitulación incondicional de derrota en la paz!
Felizmente, la reacción pública es violenta y unánime. En Buenos Aires
el pueblo se levanta contra el presidente. Pueblada. Grupos de
descontentos apedrean la casa de Rivadavia; otros exaltados asaltan la
de García. El presidente acusa hipócritamente al plenipotenciario de
excederse en sus atribuciones y rechaza el convenio por ofensivo al
honor nacional. Pero no es suficiente: ya es tarde y Rivadavia debe
renunciar. Ha caído tristemente, entre la unánime rechifla de los
pueblos de las Provincias Unidas. Muy caro ha costado el empeño de
intentar imponerles un régimen de gobierno que detestaban. Hemos perdido
la mejor de nuestras provincias, y el país ha quedado dividido en dos
partes que se odian a muerte. Días luctuosos vendrán para la patria
argentina. El general José de San Martín, el primero entre los
argentinos, le escribe al general Bernardo O’Higgins, el más grande de
los chilenos, en forma lapidaria: “Ya habrá sabido usted la renuncia de
Rivadavia. Su administración ha sido desastrosa y sólo ha contribuido a
dividir los ánimos. El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto
que minar mi opinión [quiere decir,” mi prestigio”], suponiendo que mi
viaje a Europa no ha tenido otro propósito que el de establecer
gobiernos en América. Yo he despreciado tanto sus groseras imposturas
como su innoble persona”. Así juzga a Rivadavia el padre de la patria,
un hombre que es todo nobleza, serenidad y patriotismo.
El Congreso elige un presidente provisional en la persona de Vicente
López, el unitario autor del himno nacional que se había resistido a
acompañar la aventura del manotazo rivadaviano. López designó a Rosas
comandante general de la campaña y convocó a elecciones en el plazo de
un mes de representantes a la legislatura de Buenos Aires, resultando
una gran mayoría federal. Fue electo gobernador el valiente coronel don
Manuel Dorrego.
Pero el partido unitario, después del trágico error del crimen de
Lavalle, volverá al poder después de la caída de Rosas y exaltará e
impondrá a Rivadavia como el más ilustre de nuestros gobernantes y
héroes civiles. De este modo se ha falsificado la historia entre
nosotros.
Rivadavia se retiró a su finca en el campo y luego, ya alejado
definitivamente de la política, partió hacia España. Hizo en 1834 una
fugaz visita a Buenos Aires aprovechando la confusión de la revolución
de los restauradores durante el gobierno de Viamonte en la que ni
siquiera pudo desembarcar. En Cádiz vivió modestamente y murió en la
pobreza en 1845.
En 1857 sus restos fueron repatriados y enterrados en el cementerio de
la Recoleta con gran ceremonia, de la que participaron Mitre, Sarmiento y
Mármol; luego, en 1932, se trasladaron sus cenizas al mausoleo
construido en su honor en la plaza Once (antes llamada Miserere) de
Buenos Aires.
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