Rosas

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viernes, 28 de febrero de 2014

Bernardino Rivadavia

Por Manuel Gálvez
El 20 de mayo de 1780 nació en Buenos Aires, de padres españoles, Bernardino Rivadavia. Estudió en el Real Colegio de San Carlos y más tarde se casó con la hija del virrey Joaquín del Pino. Luchó como oficial voluntario en el Tercio de Gallegos durante la invasión inglesa. Intervino en la Revolución de Mayo apoyando las ideas “liberales” de Mariano Moreno contra las más “conservadoras” de los partidarios de Cornelio Saavedra; después del pronunciamiento del 5 y 6 de abril de 1811, en la que estos últimos obtuvieron el dominio del gobierno, Rivadavia fue enviado en misión diplomática a Europa a conseguir ayuda para la independencia argentina; regresó a tiempo para ser nombrado secretario de Guerra del primer triunvirato; influyó en la promulgación del estatuto que liberaba al poder ejecutivo de la autoridad de la Junta –disolviendo el Cabildo y el poder legislativo en el que estaban representados los delegados provinciales-, demostrando así desde la primera hora su compromiso con un gobierno centralizado y la dominación porteña que caracterizarían sus futuras políticas y las de los unitarios, y que trajo la inmediata oposición de los federales y las provincias, lo que resultó en las encarnizadas guerras civiles. Sofocó con exagerada firmeza y sin ahorrar sangre la rebelión de los Patricios (la “rebelión de las trenzas” de ese regimiento) y luego la del arrogante potentado Martín de Alzaga, fusilándolo junto a otros treinta y dos, incluido un sacerdote muy querido. Volteado el primer triunvirato por el pronunciamiento del 8 de octubre de 1812, Rivadavia pasa algunos años lejos del poder.  Era un liberal; pero no al modo francés, jacobino: era un liberal señoril y cortesano, pomposo y fatuo; una especie de Floridablanca criollo. Y, por supuesto, un francmasón empedernido. Monárquico, en 1815 el director supremo Gervasio Posadas lo envió con Belgrano a Europa para buscarnos un rey. Intentó traer a Carlos IV que, destronado por su hijo Fernando VII, pasaba miseria en Roma. Presentó “a los pies de Su Majestad las más sinceras protestas de reconocimiento de su vasallaje”. Rivadavia era considerado ilustradísimo, talentoso, hombre de grandes ideas y de vastos proyectos, un gran señor y una poderosa personalidad. Mestizo, feo, petiso, mal formado, trompudo; sus brazos son tan chicos que parecen de otro cuerpo; el vientre abultado con exageración; y sus ojos, demasiado redondos y abiertos, surgen como al ras de las cejas. Viste de cortesano, la casaca redonda, el calzón con hebillas. Es un personaje del siglo anterior. A sus méritos intelectuales y de carácter se le atribuye el arte de conversar y convencer. Y viene de Europa, ¡de París, nada menos!, en los años siguientes a Waterloo, los de Luis XVIII y la segunda Restauración.
Rivadavia es el fundador del partido unitario. El espíritu unitario ya alboreaba desde 1810 con su desprecio a los demás pueblos del país, con el europeísmo y el doctrinarismo extranjerizante, aristócratas enemigos de la plebe dedicados a fundar institutos políticos y culturales para la clase elevada, hombres de salones y de bufetes despreocupados del campo, de los gauchos y de los indios. Ese espíritu comienza con el gobierno central y nacional del Directorio: los “directoriales” son los futuros unitarios. Que se constituyen en partido cuando llega Rivadavia y en él encuentran a un verdadero jefe.
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La aristocracia y la ilustración no impiden a los unitarios expresarse sobre sus enemigos con inaudita violencia. Por los días del regreso a la patria de Rivadavia en 1821, La Gaceta de Buenos Aires llama al partido federal “monstruo horrendo” y habla de la “ferocidad de sus maldades”, de que “se encarniza contra las leyes y reglas sociales” y de que “no sufre la luz de la razón y del convencimiento, alimentándose solamente de la maldad y de la ignorancia”. Así, los unitarios inauguran los grandes odios de partido, de los que más tarde serán víctima, y que ensangrentarán trágicamente tantas décadas de nuestra historia.
“El señor Rivadavia”, como el decían con admiración, fue designado inmediatamente de arribado ministro de Gobierno y figura predominante y excluyente en el gabinete del gobernador Martín Rodríguez. En menos de tres años de su ministerio produce una fabulosa cantidad de decretos, en prosa afectada. Muchos son útiles y excelentes, pero la mayoría absurdos. Por ejemplo, imagina otorgar a España, amenazada por una agresión francesa, nada menos que veinte millones de pesos que no se tenían para que, agradecida, reconozca la independencia americana. En realidad, es un mediocre infatuado. Sus largos años en Europa le han hecho mal. Insensible a nuestras realidades, pretende implantar aquí lo que ha visto allá. No advierte que los indios están a treinta leguas de la ciudad. San Martín le juzgará severamente en su carta al chileno Palazuelos de 1847: “Sería cosa de no acabar si se enumerasen las locuras de aquel visionario, y la admiración de un gran número de mis compatriotas, creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización europea con sólo los decretos que diariamente llenaba lo que se llamaba archivo oficial”.
Al año de gobierno, Rivadavia impone su reforma eclesiástica: supresión de conventos, secularización de cementerios (incluida la confiscación y conversión del de los Recoletos), supresión de derechos y privilegios del clero. Arroja de su convento a los franciscanos, que carecen de rentas, viven de la caridad, cuidan enfermos y tiene escuelas gratuitas; a los dominicos, que predican y enseñan; a los betlehemitas, que sostienen un hospital; despoja al santuario de Luján de las propiedades anexas; deja un convento de monjas pero limita el número de las enclaustradas; prohibe enterrar a los muertos en las iglesias “por razones de higiene”; promueve y favorece la entrada al país de maestros protestantes y las actividades de la masonería; se inmiscuye en pormenores ajenos al Estado y desconoce la autoridad de la jerarquía romana sobre las casas de religión que deja subsistir.
En ese mismo 1822 declara la autoridad del Estado sobre las transacciones de propiedad privada y tierras públicas; implanta el sistema de enfiteusis de distribución y uso de la tierra; crea el Banco Nacional que gestionaría el tristemente célebre préstamo de la Baring Brothers; estimula las operaciones bancarias, la cría de ovejas para proveer los telares ingleses y el comercio y la navegación británicas; utiliza los préstamos para el programa de obras públicas para modernizar la ciudad de Buenos Aries; inicia la construcción del puerto en Ensenada; mientras tanto, se funda la Universidad de Buenos Aires y estimula la enseñanza de las nuevas doctrinas económicas y filosóficas metropolitanas en el colegio de San Carlos; para acelerar todos los procesos de cambio, trae a tantos expertos europeos (generalmente contratados) como le fue posible, desde técnicos hasta profesores.
En el año 23 el Cabildo de Montevideo a través de Domingo Cullen y otros delegados viaja a pedir ayuda al santafecino Estanislao López a favor de la Banda Oriental, desde hace seis años en poder de los portugueses (brasileños desde hace unos meses en que se declaró la independencia carioca), acompañados por Juan Manuel de Rosas. ¡Rivadavia acaba de declararles que Buenos Aires no auxiliará en modo alguno el proyecto de liberar la provincia hermana! Es lógico: los unitarios han sido siempre enemigos de los orientales y han sido ellos quienes entregaron esa provincia a los portugueses. Mientras, en Buenos Aires se produce una asonada supuestamente conducida por Gregorio Tagle: grupos armados que se autodenominan “tropas de la fe”, bajo el mando de varios coroneles, han entrado en la plaza de la Victoria gritando “¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes!”, al par que numerosos sacerdotes repartían escapularios. Fácilmente vencidos, también se fusila a los responsables de la chirinada.
En un día de noviembre de ese mismo año de 1823 llega a Buenos Aires el general José de San Martín. Viene cansado y amargado; y pobre, pues no cobra sueldo alguno. Acaba de liberar a varios países. Pero los hombres de la clase dirigente, pequeños, mediocres y viles, le han combatido con saña. En Mendoza ha sabido de las infamias que contra él cometen los gobernantes de Buenos Aires. ¡Hasta le han suspendido a su hija la modesta pensión que le acordaron después de Chacabuco! En mayo, ¿no apostaron partidas en el camino para prenderle como a un facineroso, según años más tarde dirá él mismo? Le acusan de haber desobedecido al gobierno tiempo atrás, cuando en vez de venir a Buenos Aires para defender a las autoridades contra las montoneras, se fue a liberar a medio continente. Acaba de morir en Buenos Aires su mujer, tuberculosa. Se dice que va a ser procesado, pero nada ocurre. Y después de dos meses y medio, un día de febrero de 1824 se embarca para Europa, solitario y triste.
Ese mismo año termina el gobierno de Rodríguez y Rivadavia deja de ser ministro. La legislatura elige gobernador al general Juan Gregorio de Las Heras, compañero del Libertador en las campañas de Chile y de Perú. Rivadavia aspiraba al cargo, pero su exagerado afán de innovaciones, sus fantasías, lo absoluto de sus ideas, le han derrotado. Y en su desengaño, no acepta el ministerio que le ofrece Las Heras y parte nuevamente para Europa.
Pero a los dos años se produce un nuevo golpe de estado. El congreso convocado para dictar una constitución resuelve sorpresivamente que se duplique el número de los diputados. Ahora habrá uno por cada siete mil habitantes. Con esto, Buenos Aires tendrá una representación que podrá decidir cualquier asunto: es decir, el Congreso será unitario. Apenas comienzan a llegar los nuevos diputados, antes de dictar constitución alguna, y a pesar que la mayoría de las provincias, al ser consultadas, se han decidido por el sistema federal, el congreso, sin poderes suficientes, sin esperar a que las delegaciones estén completas, crea un poder ejecutivo permanente y, en la sesión solemne del 7 de febrero de 1826, ¡elige presidente de la república al señor Bernardino Rivadavia, que hace unas semanas ha regresado nuevamente de Europa!, bajo queja de Las Heras (quien, disgustado, se irá a Chile, desde donde nunca volverá) y el escándalo de todos. Esta decisión arbitraria, opuesta a los deseos y los intereses de las provincias, constituye un acto gravísimo. La “asamblea facciosa” –como dirán los federales- no ha tenido atribuciones para semejante nombramiento. Es un auténtico golpe de estado, un atropello a los derechos de las provincias y del pueblo en general.
Pero Rivadavia asume al día siguiente y pronuncia un discurso de lugares comunes y de frases incomprensibles y ridículas. Nombra ministro de Gobierno a Julián Segundo de Agüero que será, años después, uno de los principales enemigos de Rosas. Hombre de talento y saber, ex cura de la catedral que colgó los hábitos en apoyo a la reforma antirreligiosa del 22, adusto, sombrío y antipático. Es el primer desacierto en la carrera de desaciertos que comienza entonces.
Al día siguiente el presidente envía al Congreso un proyecto de capitalización de Buenos Aires, que quedará bajo la dirección exclusiva del poder nacional, decapitando la provincia y además partiéndola en dos. Como siempre, Rivadavia gobierna para la clase elevada, prescindiendo del pueblo y de la campaña. La ganadería y la agricultura, por ese tiempo nuestras solas riquezas, le interesan poco. Y los paisanos lo desprecian: ese señorón encorbatado y amanerado, de voz engolada y ademanes cortesanos, formado en Europa y en los libros, empapado de cualquier doctrina extranjera de moda, ¡que anda mal a caballo!, les resulta el colmo de lo ridículo.
Además, divididos, pobres, dirigidos por un gobierno impopular, ¡estamos en guerra con el Imperio de los Braganza! Y para que nada falte en estas horas turbias, los indios invaden la provincia. A una legua de Toldos Viejos, relativamente cerca del pueblo de Dolores, un millar de indios y de desertores chilenos han atacado y aniquilado a los escuadrones que defendían Caquel. La ciudad se pregunta, con terror, si se renovarán los malones, si llegarán los indios a las puertas de la capital desguarnecida.
Mientras, todos saben que las provincias rechazarán la constitución unitaria que se les quiere imponer, igual que los proyectos descabellados y delirantes que propone el “partido de principios”, como gustan denominarse. La Rioja resuelve no reconocer al presidente ni las leyes que dicte el Congreso, y declara “la guerra a toda provincia o individuo que atentase contra la religión católica apostólica romana”. Todo el norte del país arde en guerra. Juan Facundo Quiroga es el héroe del federalismo. Genial, valiente como ninguno, dotado de un extraño poder de fascinación, se ha levantado en armas en los llanos riojanos en donde es invencible y poderoso, aunque no ocupe el gobierno. Ha invadido Catamarca y derrocado a las autoridades. Lleva en su bandera el lema “¡Religión o muerte!”. Ahora marcha hacia Tucumán y derrota al usurpador unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid. Luego depone los gobiernos de San Juan y Mendoza. En pocos meses, el Tigre de los Llanos –como lo llaman sus enemigos- ha legado a dominar seis provincias, pues hay que agregar San Luis; y son sus aliadas Córdoba y Santiago del Estero. El prodigioso huracán de Facundo, conquistando pueblos y provincias con una rapidez y una violencia inusitada, causa pánico entre los unitarios porteños.
Sin embargo, la constitución es aprobada el 24 de diciembre. Un pensador de tradición y militancia unitaria, José Manuel Estrada, dice que su partido, prescindiendo de nuestras realidades, formuló “una constitución académica, no política, porque era contraindicada: destinada a perecer mortalmente porque era antipática para las muchedumbres y mala en sí misma”. Pero el Floridablanca criollo siempre actuaba como si ignorase el enorme disgusto del pueblo. Y manda comisionados a todas las provincias, constitución en mano. El que manda a San Juan, cuando llega a Mendoza se entera de que allí domina Quiroga. Le remite al general una nota y un ejemplar de la constitución. Facundo se la devuelve sin abrirla y con unas líneas donde dice que él no abre comunicaciones de quienes dependen de una autoridad que le hace la guerra, pero que contestará con los hechos, pues “no conoce peligros que le arredren y se halla muy distante de rendirse a las cadenas con que se pretende ligarlo al pomposo carro del despotismo”.
A los demás comisionados les va más o menos lo mismo. Más de un mes dura un viaje de ida a Mendoza. Como los comisionados han salido a principios de enero, Rivadavia no conocerá hasta fines de marzo o principios de abril el tamaño de su desgracia y de su desprestigio.
A pesar de las excelentes novedades de la victoria de nuestras armas por tierra y por mar en la guerra del Brasil, el padre de la oligarquía ha comprendido que no es posible continuar la guerra. No hay hombres para mandar ni dinero para adquirir ropa y pertrechos. Aunque se acerca el invierno los soldados visten de verano. Ya comienzan a andar andrajosos. Y no se puede continuar una guerra sin armas ni balas. Ituzaingó y Juncal no han resuelto nada. Montevideo y Colonia siguen en poder de los brasileños. Rivadavia, que pretende tropas para derrotar las montoneras de Facundo, manda como plenipotenciario a Río de Janeiro al prestigioso diplomático liberal doctor Manuel García. Quiere la paz a cualquier precio. Y el precio es la entrega de la provincia Cisplatina al Imperio. Paz más que deshonrosa, después de haber ganado todas las batallas. En todo caso, en un primer momento se atiende a la sugerencia de la independencia de la Banda Oriental formulada por Lord Ponsonby, el ministro inglés en Río –elegido como mediador-, quien perseguía la vieja aspiración británica de obtener un puerto franco en el Plata. Pero ante la negativa del emperador, inmediatamente se firma “la paz a cualquier precio”, aceptando la incorporación al Brasil de la provincia Cisplatina. ¡Vencedores en la guerra, aceptábamos una bochornosa capitulación incondicional de derrota en la paz!
Felizmente, la reacción pública es violenta y unánime. En Buenos Aires el pueblo se levanta contra el presidente. Pueblada. Grupos de descontentos apedrean la casa de Rivadavia; otros exaltados asaltan la de García. El presidente acusa hipócritamente al plenipotenciario de excederse en sus atribuciones y rechaza el convenio por ofensivo al honor nacional. Pero no es suficiente: ya es tarde y Rivadavia debe renunciar. Ha caído tristemente, entre la unánime rechifla de los pueblos de las Provincias Unidas. Muy caro ha costado el empeño de intentar imponerles un régimen de gobierno que detestaban. Hemos perdido la mejor de nuestras provincias, y el país ha quedado dividido en dos partes que se odian a muerte. Días luctuosos vendrán para la patria argentina. El general José de San Martín, el primero entre los argentinos, le escribe al general Bernardo O’Higgins, el más grande de los chilenos, en forma lapidaria: “Ya habrá sabido usted la renuncia de Rivadavia. Su administración ha sido desastrosa y sólo ha contribuido a dividir los ánimos. El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión [quiere decir,” mi prestigio”], suponiendo que mi viaje a Europa no ha tenido otro propósito que el de establecer gobiernos en América. Yo he despreciado tanto sus groseras imposturas como su innoble persona”. Así juzga a Rivadavia el padre de la patria, un hombre que es todo nobleza, serenidad y patriotismo.
El Congreso elige un presidente provisional en la persona de Vicente López, el unitario autor del himno nacional que se había resistido a acompañar la aventura del manotazo rivadaviano. López designó a Rosas comandante general de la campaña y convocó a elecciones en el plazo de un mes de representantes a la legislatura de Buenos Aires, resultando una gran mayoría federal. Fue electo gobernador el valiente coronel don Manuel Dorrego.
Pero el partido unitario, después del trágico error del crimen de Lavalle, volverá al poder después de la caída de Rosas y exaltará e impondrá a Rivadavia como el más ilustre de nuestros gobernantes y héroes civiles. De este modo se ha falsificado la historia entre nosotros.
Rivadavia se retiró a su finca en el campo y luego, ya alejado definitivamente de la política, partió hacia España. Hizo en 1834 una fugaz visita a Buenos Aires aprovechando la confusión de la revolución de los restauradores durante el gobierno de Viamonte en la que ni siquiera pudo desembarcar. En Cádiz vivió modestamente y murió en la pobreza en 1845.
En 1857 sus restos fueron repatriados y enterrados en el cementerio de la Recoleta con gran ceremonia, de la que participaron Mitre, Sarmiento y Mármol; luego, en 1932, se trasladaron sus cenizas al mausoleo construido en su honor en la plaza Once (antes llamada Miserere) de Buenos Aires.

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