Como América con Colón, Argentina también nació de una confusión: la expedición de Sebastián Gaboto en 1527 organizó una “entrada a la tierra” desde el fuerte de Sancti Spiritu al mando del capitán Francisco César, que escuchó hablar a unos indios de “la Sierra de Plata” (que finalmente resultó siendo el cerro del Potosí en el Alto Perú). Las exageraciones fantasiosas de las mentes mercantilistas de los descubridores, después de las riquezas fabulosas llegadas a la metrópoli desde México y Perú, junto a la obvia confusión derivada del apellido del capitán, pronto iban a generar la leyenda de la Ciudad de los Césares, de tenaz persistencia durante largas décadas en aquellas cabezas. Presuntamente estaría ubicada cerca del río de Solís, y es lo que vino en realidad a intentar conquistar el primer Adelantado del Río de la Plata, don Pedro de Mendoza, de una de las más nobles familias de la península, aunque atacado por una sífilis bastante avanzada.
Se alistó así a la juventud dorada de España en la expedición más pretenciosa organizada hasta esa fecha, financiada por el propio Mendoza a cambio de una parte de los tesoros conquistados: 14 navíos, 1.500 hombres y unas pocas mujeres; se cargaron provisiones para 6 meses, 250 caballos de guerra ¡y ninguna vaca ni oveja!
El desencanto resultó terrible. Esta sería la Cenicienta de la conquista. Buscaban oro y encontraron barro, barro y más barro. Pero para colmo los constantes ataques de los indios querandíes, la falta de alimentos y la aparición de enfermedades obligaron a los orgullosos conquistadores a abandonar el lugar. Sólo quedaron unas pocas vacas, toros y caballos que con el tiempo se transformarían en la principal riqueza de estas tierras.
Escribió el soldado sobreviviente Ulrico Schmidl en su famoso Viaje al Río de la Plata de 1567: “La gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez. Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta sus zapatos y cueros, todo hubo que ser comido. También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había muerto”.
Isabel de Guevara fue una de las pocas mujeres que participaron de la fracasada expedición y tal vez la primera feminista de América. Así le escribía a la reina de España veinte años después: “Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres, así en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas y sargentear y poner en orden a los soldados. Porque en este tiempo –como las mujeres nos sustentamos con poca comida -, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres”.
Finalmente, algunos miembros de la expedición de Mendoza decidieron volver a España con el Adelantado (que murió de su enfermedad venérea en el viaje), y otros remontaron el río Paraná y fundaron en 1537 la ciudad de Asunción, que iba a tener la indiscutida preeminencia regional por más de un siglo. Allí fueron bien recibidos por los guaraníes. Los españoles lograron establecerse y formaron parejas con las indias, a discreción, dando lugar a la fenomenal experiencia del mestizaje intensivo.
Desde aquel “Paraíso de Mahoma” partió la expedición de don Juan de Garay que re-fundaría Buenos Aires en 1580, convirtiéndola en una de las pocas ciudades del mundo que fue fundada dos veces. Como no pudo prometerle a sus hombres ni oro ni indios mansos, porque no los había en el Plata, se comprometió entonces a entregarles tierra y ganado que sí abundaban en la región. Sesenta y dos hombres y una mujer acompañaron a Garay. Sólo diez eran españoles, el resto eran “hijos de la tierra” o “mancebos”, como se llamaba entonces a los criollos americanos. Poco y pobre comparado con la poderosa expedición de Mendoza.
Sin embargo, hay quien reniega de esta historia, y tiene su propia interpretación.
Fundación Mítica de Buenos Aires
de Jorge Luis Borges
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.
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