Por Manuel Gálvez
Desde el alba del 29 de diciembre de 1853 ha ido reuniéndose un
pueblo numeroso, que abarrota la plaza de la Concepción: señores,
negros, gauchos, compadritos. Son seis mil según un diario del día
siguiente: gran multitud para aquella Buenos Aires de ochenta mil
habitantes. Y a pesar de lo abigarrado del gentío y de la ansiedad que
lo inquieta, un silencio unánime, solemne, permanece en el ámbito del
lugar. ¿Qué espera esta multitud? A las nueve, dos hombres, temibles
elementos de acción de don Juan Manuel de Rosas, van a ser fusilados. El
gran caudillo hermoso y rubio, el bienamado de las plebes porteñas y de
los gauchos de la pampa, dueño absoluto del país por dos décadas, había
sido arrojado del poder un par de años antes.
Cuando sacaron a los reos de la cárcel a fin de conducirlos al lugar
donde serían puestos en capilla, uno de ello salió resueltamente del
calabozo, se despidió de los demás presos y, en voz alta, afirmó haber
servido a un gobierno legítimo. Al otro, el terror y la insensibilidad
del lado derecho de su cuerpo le impedían salir del calabozo. Dos
soldados le ayudaron y, lloroso, temblando, fue incorporado a la
comitiva. Como se derrumbaba, su compañero le animó: “No tenga miedo,
párese, alce la cabeza, que no se muere más que una vez”. El pobre
hombre, casi desmayado, alargó una mano, despidiéndose. Los condujeron
en una carreta de bueyes, engrillados, acompañados por un franciscano y
custodiados por un piquete. Una multitud los siguió. Durante el
trayecto, el condenado de la larga barba blanca, flaco y alto,
permaneció abatido y semidesmayado. El otro, arrogante, fornido,
vigoroso, con una cerrada y corta barba negra, saludaba a los que
esperaban su paso para darle el último adiós y contestaba con palabras y
gestos de desprecio a los que arrojaban insultos. Y en alguna ocasión
gritaba: “¡Viva la santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!
¡Viva el brigadier general don Juan Manuel de Rosas!”. Ambos habían sido
no sólo jefe y empleado de la policía, sino federales exaltados,
hombres de acción de la Sociedad Popular Restauradora, llamada “la
mazorca” por los unitarios. Ambos habían participado del sitio a Buenos
Aires del coronel rosista Hilario Lagos. Cuando se levantó el sitio
hacía unos meses, descontentos con el ejército de Lagos, volvieron a la
ciudad y se presentaron a las autoridades. Los mazorqueros cruzaron las
calles armados y llevando en sus chambergos el cintillo punzó. Los rodeó
un gentío que pedía a gritos su muerte. El gobierno quería que se los
condenase, y fueron condenados.
La comitiva viene llegando. Avanza lentamente, por entre el gentío
que se hacina para ver de cerca a los reos. Suben al patíbulo. Al de la
barba blanca, que venía con sus ojos azules vendados, le envuelven la
cabeza con un poncho y lo sientan en el banquillo. El otro se niega a
ser vendado, protesta de su inocencia, habla y gesticula con exaltación y
se rebela contra los consejos del fraile. Entre tanto, el silencio de
la multitud se hace más unido y más hierático.
Han muerto tras los tiros del pelotón de soldados. Los cadáveres van a
ser colgados por cuatro horas, de acuerdo con la sentencia judicial,
pero pasado ese tiempo nadie se anima a retirarlos. La multitud se
apretuja por verlos de cerca. Cuando ya cuelgan de la horca, fray
Olegario Correa, de la orden de Predicadores, pronuncia su sermón
expiatorio. Cumple la disposición del gobierno. Condena el crimen y la
tiranía, invoca la misericordia divina e invita al olvido y al perdón.
La voz del sacerdote gime, al concluir: “Antes de separarnos de este
lugar, mostrad con el dedo a vuestros hijos esos cadáveres, compendio
abreviado de los errores de una época aciaga, y decidles y repetid unos a
otros: ésos son los hijos que produce la tiranía”.
El ajusticiado que murió valerosamente era el coronel Ciriaco
Cuitiño, uno de los jefes de policía del Restaurador de las Leyes. El
ajusticiado de los ojos azules y la larga barba blanca era apenas
“vigilante a caballo”, padecía trastornos mentales y se llamaba Leandro
Antonio Alén. Era el abuelo materno del niño de un año y medio de edad
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen –que llegaría a ser
por dos veces presidente de la República- y el padre del futuro caudillo
y fundador de la Unión Cívica Radical, el “tribuno de la plebe” Leandro
Nicéforo Alem, de apenas once años entonces, que presenció la
ignominiosa muerte y que seguramente le dejó una impresión imborrable.
La visión de su padre deshonrado, colgado de una horca, sirviendo de
espectáculo, lo transformó en un taciturno, amargado y triste durante
toda su vida, siempre perseguido por un sino trágico. Pronto hasta
habría de cambiarse el apellido: ya no será Alén sino Alem.
El fusilamiento de los prisioneros ha sido ley en la guerra a muerte
del siglo XIX. Durante las guerras por la emancipación americana, los
jefes españoles han sido crueles con los prisioneros criollos, y los
generales criollos les pagaron con la misma moneda: Bolívar fusiló a
ochocientos españoles. Claro que fue una bicoca comparados por los
varios miles de infelices que mandó al otro mundo Napoleón Bonaparte en
Europa. Sabemos que Castelli y Belgrano, próceres de Mayo, fusilaron
prisioneros. Igual que Lavalle y Lamadrid. Y que fueron degollados todos
los prisioneros que le hicieron a las montoneras del Chacho.
La verdad es que el siglo XX no anduvo mucho mejor. Baste recordar
los hechos del 9 de junio de 1956. Vamos a ver si nos esmeramos mejor en
el XXI…
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