Rosas

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viernes, 28 de febrero de 2014

Cuitiño y Alén

Por Manuel Gálvez 

Desde el alba del 29 de diciembre de 1853 ha ido reuniéndose un pueblo numeroso, que abarrota la plaza de la Concepción: señores, negros, gauchos, compadritos. Son seis mil según un diario del día siguiente: gran multitud para aquella Buenos Aires de ochenta mil habitantes. Y a pesar de lo abigarrado del gentío y de la ansiedad que lo inquieta, un silencio unánime, solemne, permanece en el ámbito del lugar. ¿Qué espera esta multitud? A las nueve, dos hombres, temibles elementos de acción de don Juan Manuel de Rosas, van a ser fusilados. El gran caudillo hermoso y rubio, el bienamado de las plebes porteñas y de los gauchos de la pampa, dueño absoluto del país por dos décadas, había sido arrojado del poder un par de años antes.
Cuando sacaron a los reos de la cárcel a fin de conducirlos al lugar donde serían puestos en capilla, uno de ello salió resueltamente del calabozo, se despidió de los demás presos y, en voz alta, afirmó haber servido a un gobierno legítimo. Al otro, el terror y la insensibilidad del lado derecho de su cuerpo le impedían salir del calabozo. Dos soldados le ayudaron y, lloroso, temblando, fue incorporado a la comitiva. Como se derrumbaba, su compañero le animó: “No tenga miedo, párese, alce la cabeza, que no se muere más que una vez”. El pobre hombre, casi desmayado, alargó una mano, despidiéndose. Los condujeron en una carreta de bueyes, engrillados, acompañados por un franciscano y custodiados por un piquete. Una multitud los siguió. Durante el trayecto, el condenado de la larga barba blanca, flaco y alto, permaneció abatido y semidesmayado. El otro, arrogante, fornido, vigoroso, con una cerrada y corta barba negra, saludaba a los que esperaban su paso para darle el último adiós y contestaba con palabras y gestos de desprecio a los que arrojaban insultos. Y en alguna ocasión gritaba: “¡Viva la santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el brigadier general don Juan Manuel de Rosas!”. Ambos habían sido no sólo jefe y empleado de la policía, sino federales exaltados, hombres de acción de la Sociedad Popular Restauradora, llamada “la mazorca” por los unitarios. Ambos habían participado del sitio a Buenos Aires del coronel rosista Hilario Lagos. Cuando se levantó el sitio hacía unos meses, descontentos con el ejército de Lagos, volvieron a la ciudad y se presentaron a las autoridades. Los mazorqueros cruzaron las calles armados y llevando en sus chambergos el cintillo punzó. Los rodeó un gentío que pedía a gritos su muerte. El gobierno quería que se los condenase, y fueron condenados.
La comitiva viene llegando. Avanza lentamente, por entre el gentío que se hacina para ver de cerca a los reos. Suben al patíbulo. Al de la barba blanca, que venía con sus ojos azules vendados, le envuelven la cabeza con un poncho y lo sientan en el banquillo. El otro se niega a ser vendado, protesta de su inocencia, habla y gesticula con exaltación y se rebela contra los consejos del fraile. Entre tanto, el silencio de la multitud se hace más unido y más hierático.
Han muerto tras los tiros del pelotón de soldados. Los cadáveres van a ser colgados por cuatro horas, de acuerdo con la sentencia judicial, pero pasado ese tiempo nadie se anima a retirarlos. La multitud se apretuja por verlos de cerca. Cuando ya cuelgan de la horca, fray Olegario Correa, de la orden de Predicadores, pronuncia su sermón expiatorio. Cumple la disposición del gobierno. Condena el crimen y la tiranía, invoca la misericordia divina e invita al olvido y al perdón. La voz del sacerdote gime, al concluir: “Antes de separarnos de este lugar, mostrad con el dedo a vuestros hijos esos cadáveres, compendio abreviado de los errores de una época aciaga, y decidles y repetid unos a otros: ésos son los hijos que produce la tiranía”.
El ajusticiado que murió valerosamente era el coronel Ciriaco Cuitiño, uno de los jefes de policía del Restaurador de las Leyes. El ajusticiado de los ojos azules y la larga barba blanca era apenas “vigilante a caballo”, padecía trastornos mentales y se llamaba Leandro Antonio Alén. Era el abuelo materno del niño de un año y medio de edad Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen –que llegaría a ser por dos veces presidente de la República- y el padre del futuro caudillo y fundador de la Unión Cívica Radical, el “tribuno de la plebe” Leandro Nicéforo Alem, de apenas once años entonces, que presenció la ignominiosa muerte y que seguramente le dejó una impresión imborrable. La visión de su padre deshonrado, colgado de una horca, sirviendo de espectáculo, lo transformó en un taciturno, amargado y triste durante toda su vida, siempre perseguido por un sino trágico. Pronto hasta habría de cambiarse el apellido: ya no será Alén sino Alem.
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El fusilamiento de los prisioneros ha sido ley en la guerra a muerte del siglo XIX. Durante las guerras por la emancipación americana, los jefes españoles han sido crueles con los prisioneros criollos, y los generales criollos les pagaron con la misma moneda: Bolívar fusiló a ochocientos españoles. Claro que fue una bicoca comparados por los varios miles de infelices que mandó al otro mundo Napoleón Bonaparte en Europa. Sabemos que Castelli y Belgrano, próceres de Mayo, fusilaron prisioneros. Igual que Lavalle y Lamadrid. Y que fueron degollados todos los prisioneros que le hicieron a las montoneras del Chacho.
La verdad es que el siglo XX no anduvo mucho mejor. Baste recordar los hechos del 9 de junio de 1956. Vamos a ver si nos esmeramos mejor en el XXI…

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