Rosas

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viernes, 28 de febrero de 2014

ROSAS Y LOS TREINTA Y TRES ORIENTALES

Escribe: Juan Carlos Serqueiros
El suceso histórico conocido como la Revolución o Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales, se originó en Buenos Aires, cuando corría el año 1825.
En apretadísima síntesis, el contexto era el siguiente: Había un marcado desapego (y en algunos casos deplorables, algo peor que el desapego: la traición lisa y llana) por parte de los sucesivos gobiernos porteños a la hora de ocuparse del asunto (por entonces urgente y estratégico) de la Provincia Oriental (a la sazón invadida por las fuerzas imperialistas del Brasil, al mando del general portugués Carlos Lecor).
No es el objeto de estas líneas el puntualizar y analizar las causas por las cuales ese cuadro de situación se producía, ni de quiénes eran los responsables de que las cosas se dieran de ese modo; baste por ahora con fijar a grandes rasgos el escenario general en el cual se estaba por desarrollar el acontecimiento.
Residía en Buenos Aires un grupo de emigrados orientales, que no cejaba en su empeño de cambiar ese status quo, para poder liberar su tierra, tan cara a los sentimientos de todos los patriotas, expulsando al invasor luso-brasilero. Todo lo tenían en contra: el general Artigas, después de las muchas traiciones e ingratitudes que había sufrido (Rondeau, Hereñú, Ramírez, Rivera, y una larguísima lista de lamentables etcéteras más); ya se encontraba asilado en el Paraguay del doctor Francia. Del Comandante Andresito, nada se sabía (ni se sabría nunca), desaparecido misteriosamente (con fuertes indicios en el sentido de que lo habrían asesinado por envenenamiento) luego de la terrible prisión que soportó en Ilha das Cobras (y dicho sea de paso y ya que estamos, señor Canciller, si lee esto, en medio del fárrago de su actividad y sus altas responsabilidades, por lo que más quiera encuentre un tiempito para indagar respecto del pedido de informes que nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores cursó oportunamente -tengo entendido que van para 4 años o algo así; si la información que manejo es inexacta en cuanto al tiempo transcurrido, sepa disculpar, soy un ciudadano común y corriente nomás-; a su similar brasilero de Itamaraty, acerca de qué ocurrió con el general indio Andrés Guacurarí y Artigas, en qué circunstancias se ocasionó su muerte, y dónde se hallan sus restos).
 
Pero si bien ya no estaba Don José Artigas, la pródiga tierra charrúa, fecunda y siempre generosa en héroes, proveería otro jefe: Juan Antonio Lavalleja (que también había estado prisionero de los portugueses en Ilha das Cobras, junto a Leonardo Olivera, su hermano Manuel Artigas, Bernabé Rivera y otros; y que había logrado su liberación, cometido este para el cual no escasa importancia habían tenido esos últimos 4.000 pesos que el general José Artigas llevaba en sus alforjas hasta el último instante previo a su ingreso al Paraguay; y que con su habitual magnanimidad, ordenó le fueran enviados a Lavalleja por medio del soldado Francisco de los Santos, para paliar en parte la desgraciada situación de sus compañeros presos ¡Oh, Artigas, qué grande eras y cuánta nobleza había en tu alma! Cuando se dan, en nuestra riquísima historia latinoamericana, hechos como ese; uno no puede menos que preguntarse: ¿Habrá tenido Don José, además de su genio inmenso, una percepción extraordinaria de lo que vendría, y que lo llevó a mandarle esos 4.000 pesos a Lavalleja?).
Ahora lo tenemos a Juan Antonio Lavalleja reunido en Buenos Aires con otros oficiales orientales emigrados: su propio hermano Manuel Lavalleja; Pablo Zufriategui, Manuel Oribe, Simón del Pino, y Manuel Meléndez. Todos ellos, más el comerciante Luis Ceferino de la Torre, fueron los iniciadores de la empresa que culminaría en la gesta heroica de la Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales, firmando un juramento escrito de sacrificar sus vidas, por lograr la libertad de su patria.
Si bien los sucesivos gobiernos se habían desentendido de la cuestión oriental, entre otros motivos, por oposición a lo que consideraban la “infección” del artiguismo; sí había en los sectores populares de la población (las capas bajas de la sociedad: orilleros, quinteros, etc.; los afectos al partido del coronel Manuel Dorrego) una marcada adhesión a la idea de recuperar la Banda Oriental para las Provincias Unidas del Río de la Plata. Asimismo, los ganaderos y los industriales saladeros, apoyaban dicha idea. En ese contexto, a principios de enero de 1825, llegó a Buenos Aires la noticia de la gran victoria patriota del mariscal Sucre en la batalla de Ayacucho, ocurrida el 9 de diciembre de 1824; que marcaría el fin de las guerras independentistas hispanoamericanas. La ciudad fue una apoteosis, y el entusiasmo popular alcanzó el climax. Los festejos públicos fueron grandiosos, y se producían entre vivas a Sucre y a Bolívar. Lavalleja y los suyos, adoptaron entonces la firme decisión de invadir la Provincia Oriental, contasen o no con el apoyo del gobierno porteño.
Una añeja amistad unía a Lavalleja con Don Juan Manuel de Rosas, que ya figuraba entre los hombres más influyentes de Buenos Aires, y que después alcanzaría la gobernación de su provincia, y con ella, la primera magistratura del país, al crear la Confederación Argentina y encargarse de sus relaciones exteriores. Los dos amigos convinieron en reunirse en la casa de Nicolás de Anchorena, con una serie de ganaderos y saladeristas, y allí se resolvió llevar adelante el plan; aportando Rosas la mayor parte del dinero necesario, y sus amigos el resto. Ahora bien ¿en qué consistía dicho plan? A grandes rasgos, lo que se perseguía era la intención de poner al gobierno del general Las Heras frente a un hecho consumado, que lo forzara a decidirse por la guerra contra el Imperio del Brasil. Por ello, la empresa debía aparecer como una iniciativa exclusivamente particular, y de ninguna manera oficial. Y así se hizo, en efecto.
Pero restaba aún una dificultad por vencer: alguien debía trasladarse a la Banda Oriental, para recabar la opinión de los patriotas que allí habían quedado, para calibrar el número y estado de las tropas brasileras y para movilizar a la campaña en favor de los emigrados, de tal modo que cuando éstos desembarcasen, encontraran apoyo. Ese alguien, debía tener una excepcional templanza de carácter, un coraje a toda prueba y óptimas condiciones en cuanto a tacto y prudencia; es decir, debía ser un agente secreto consumado, un espía. Y obviamente, ese alguien no podía salir de entre Lavalleja y los suyos, ya que todos eran vastamente conocidos en su tierra. Todas las miradas se volvieron entonces hacia el futuro Restaurador de las Leyes: ese alguien no podía ser otro que él. Y de esa manera, allá fue Don Juan Manuel de Rosas. Con la astucia criolla que lo caracterizaba, Rosas declaró públicamente y por distintos conductos, que se disponía a emprender un viaje por las provincias de Santa Fé, Entre Ríos y la Banda Oriental, con el propósito de adquirir campos; despejando con ese ardid, cualquier sospecha que pudiera abrigar el invasor brasilero (que tenía espías en Buenos Aires, el principal de ellos, de nombre –falso, por supuesto- Guillermo Gil), originada en el hecho de que se dirigiese a tierra charrúa, lo cual se disimulaba con la incursión por Santa Fé y Entre Ríos. Llegado a la Banda Oriental, Rosas se entrevistó en Durazno con Fructuoso Rivera, a quien le entregó una carta procedente de Lavalleja (algunos historiadores uruguayos afirman –erróneamente, en mi humilde opinión- que en realidad, con quien se entrevistó Rosas fue con la esposa de Rivera, Doña Bernardina Fragoso).
 
El propio Rosas, de su puño y letra, redactaría en 1868, en su exilio de Southampton, un manuscrito que añadiría a su archivo, y que luego reproduciría Adolfo Saldías en su Historia de la Confederación Argentina. El mismo rezaba:

“Recuerdo, al fijarme en los sucesos de la República Oriental, la parte que tuve en la empresa de los 33 patriotas ... Ello creó una trampa armada a las autoridades brasileras en esa Provincia, para que no sospecharan el verdadero importante objeto de mi viaje, que era conocer personalmente la opinión de los patriotas, comprometerlos a que apoyasen la empresa, y a ver el estado y numero de las fuerzas brasileras. Así procedí de acuerdo en un todo con el ilustre general Don Juan Antonio Lavalleja; y fui también quien facilitó una gran parte del dinero necesario para la empresa de los 33...".

Tal fue la activa, arriesgada, patriótica y desinteresada participación que en ese acontecimiento histórico le cupo a Don Juan Manuel de Rosas.
En la medianoche del 15 de abril de 1825, Lavalleja y los suyos, se embarcaron en un alejado paraje de la costa de San Isidro, conocido como Puerto Sánchez, en razón del apellido del propietario de las tierras de esa zona, Cecilio Sánchez (punto situado en lo que es hoy el Club Naútico San Isidro). Desde allí partieron los gloriosos cruzados, los Treinta y Tres Orientales (que no eran 33, ni tampoco eran todos orientales; pero esa es otra parte de la historia).

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