Escribe: Juan Carlos Serqueiros
El suceso histórico conocido como la Revolución o Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales, se originó en Buenos Aires, cuando corría el año 1825.
En
apretadísima síntesis, el contexto era el siguiente: Había un marcado
desapego (y en algunos casos deplorables, algo peor que el desapego: la
traición lisa y llana) por parte de los sucesivos gobiernos porteños a
la hora de ocuparse del asunto (por entonces urgente y estratégico) de
la Provincia Oriental (a la sazón invadida por las fuerzas imperialistas
del Brasil, al mando del general portugués Carlos Lecor).
No
es el objeto de estas líneas el puntualizar y analizar las causas por
las cuales ese cuadro de situación se producía, ni de quiénes eran los
responsables de que las cosas se dieran de ese modo; baste por ahora con
fijar a grandes rasgos el escenario general en el cual se estaba por
desarrollar el acontecimiento.
Residía
en Buenos Aires un grupo de emigrados orientales, que no cejaba en su
empeño de cambiar ese status quo, para poder liberar su tierra, tan cara
a los sentimientos de todos los patriotas, expulsando al invasor
luso-brasilero. Todo lo tenían en contra: el general Artigas, después de
las muchas traiciones e ingratitudes que había sufrido (Rondeau,
Hereñú, Ramírez, Rivera, y una larguísima lista de lamentables etcéteras
más); ya se encontraba asilado en el Paraguay del doctor Francia. Del Comandante Andresito,
nada se sabía (ni se sabría nunca), desaparecido misteriosamente (con
fuertes indicios en el sentido de que lo habrían asesinado por
envenenamiento) luego de la terrible prisión que soportó en Ilha das Cobras
(y dicho sea de paso y ya que estamos, señor Canciller, si lee esto, en
medio del fárrago de su actividad y sus altas responsabilidades, por lo
que más quiera encuentre un tiempito para indagar respecto del pedido
de informes que nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores cursó
oportunamente -tengo entendido que van para 4 años o algo así; si la
información que manejo es inexacta en cuanto al tiempo transcurrido,
sepa disculpar, soy un ciudadano común y corriente nomás-; a su similar
brasilero de Itamaraty, acerca de qué ocurrió con el general indio
Andrés Guacurarí y Artigas, en qué circunstancias se ocasionó su muerte,
y dónde se hallan sus restos).
Pero
si bien ya no estaba Don José Artigas, la pródiga tierra charrúa,
fecunda y siempre generosa en héroes, proveería otro jefe: Juan Antonio
Lavalleja (que también había estado prisionero de los portugueses en Ilha das Cobras,
junto a Leonardo Olivera, su hermano Manuel Artigas, Bernabé Rivera y
otros; y que había logrado su liberación, cometido este para el cual no
escasa importancia habían tenido esos últimos 4.000 pesos que el general
José Artigas llevaba en sus alforjas hasta el último instante previo a
su ingreso al Paraguay; y que con su habitual magnanimidad, ordenó le
fueran enviados a Lavalleja por medio del soldado Francisco de los
Santos, para paliar en parte la desgraciada situación de sus compañeros
presos ¡Oh, Artigas, qué grande eras y cuánta nobleza había en tu alma!
Cuando se dan, en nuestra riquísima historia latinoamericana, hechos
como ese; uno no puede menos que preguntarse: ¿Habrá tenido Don José,
además de su genio inmenso, una percepción extraordinaria de lo que
vendría, y que lo llevó a mandarle esos 4.000 pesos a Lavalleja?).
Ahora
lo tenemos a Juan Antonio Lavalleja reunido en Buenos Aires con otros
oficiales orientales emigrados: su propio hermano Manuel Lavalleja;
Pablo Zufriategui, Manuel Oribe, Simón del Pino, y Manuel Meléndez.
Todos ellos, más el comerciante Luis Ceferino de la Torre, fueron los
iniciadores de la empresa que culminaría en la gesta heroica de la Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales, firmando un juramento escrito de sacrificar sus vidas, por lograr la libertad de su patria.
Si
bien los sucesivos gobiernos se habían desentendido de la cuestión
oriental, entre otros motivos, por oposición a lo que consideraban la
“infección” del artiguismo; sí había en los sectores populares de la
población (las capas bajas de la sociedad: orilleros, quinteros, etc.;
los afectos al partido del coronel Manuel Dorrego) una marcada adhesión a
la idea de recuperar la Banda Oriental para las Provincias Unidas del
Río de la Plata. Asimismo, los ganaderos y los industriales saladeros,
apoyaban dicha idea. En ese contexto, a principios de enero de 1825,
llegó a Buenos Aires la noticia de la gran victoria patriota del
mariscal Sucre en la batalla de Ayacucho, ocurrida el 9 de diciembre de
1824; que marcaría el fin de las guerras independentistas
hispanoamericanas. La ciudad fue una apoteosis, y el entusiasmo popular
alcanzó el climax. Los festejos públicos fueron grandiosos, y se
producían entre vivas a Sucre y a Bolívar. Lavalleja y los suyos,
adoptaron entonces la firme decisión de invadir la Provincia Oriental,
contasen o no con el apoyo del gobierno porteño.
Una
añeja amistad unía a Lavalleja con Don Juan Manuel de Rosas, que ya
figuraba entre los hombres más influyentes de Buenos Aires, y que
después alcanzaría la gobernación de su provincia, y con ella, la
primera magistratura del país, al crear la Confederación Argentina y
encargarse de sus relaciones exteriores. Los dos amigos convinieron en
reunirse en la casa de Nicolás de Anchorena, con una serie de ganaderos y
saladeristas, y allí se resolvió llevar adelante el plan; aportando
Rosas la mayor parte del dinero necesario, y sus amigos el resto. Ahora
bien ¿en qué consistía dicho plan? A grandes rasgos, lo que se perseguía
era la intención de poner al gobierno del general Las Heras frente a un
hecho consumado, que lo forzara a decidirse por la guerra contra el
Imperio del Brasil. Por ello, la empresa debía aparecer como una
iniciativa exclusivamente particular, y de ninguna manera oficial. Y así
se hizo, en efecto.
Pero
restaba aún una dificultad por vencer: alguien debía trasladarse a la
Banda Oriental, para recabar la opinión de los patriotas que allí habían
quedado, para calibrar el número y estado de las tropas brasileras y
para movilizar a la campaña en favor de los emigrados, de tal modo que
cuando éstos desembarcasen, encontraran apoyo. Ese alguien, debía tener
una excepcional templanza de carácter, un coraje a toda prueba y óptimas
condiciones en cuanto a tacto y prudencia; es decir, debía ser un
agente secreto consumado, un espía. Y obviamente, ese alguien no podía
salir de entre Lavalleja y los suyos, ya que todos eran vastamente
conocidos en su tierra. Todas las miradas se volvieron entonces hacia el
futuro Restaurador de las Leyes: ese alguien no podía ser otro
que él. Y de esa manera, allá fue Don Juan Manuel de Rosas. Con la
astucia criolla que lo caracterizaba, Rosas declaró públicamente y por
distintos conductos, que se disponía a emprender un viaje por las
provincias de Santa Fé, Entre Ríos y la Banda Oriental, con el propósito
de adquirir campos; despejando con ese ardid, cualquier sospecha que
pudiera abrigar el invasor brasilero (que tenía espías en Buenos Aires,
el principal de ellos, de nombre –falso, por supuesto- Guillermo Gil),
originada en el hecho de que se dirigiese a tierra charrúa, lo cual se
disimulaba con la incursión por Santa Fé y Entre Ríos. Llegado a la
Banda Oriental, Rosas se entrevistó en Durazno con Fructuoso Rivera, a
quien le entregó una carta procedente de Lavalleja (algunos
historiadores uruguayos afirman –erróneamente, en mi humilde opinión-
que en realidad, con quien se entrevistó Rosas fue con la esposa de
Rivera, Doña Bernardina Fragoso).
El
propio Rosas, de su puño y letra, redactaría en 1868, en su exilio de
Southampton, un manuscrito que añadiría a su archivo, y que luego
reproduciría Adolfo Saldías en su Historia de la Confederación
Argentina. El mismo rezaba:
“Recuerdo, al fijarme en los sucesos de la República Oriental, la parte que tuve en la empresa de los 33 patriotas ... Ello creó una trampa armada a las autoridades brasileras en esa Provincia, para que no sospecharan el verdadero importante objeto de mi viaje, que era conocer personalmente la opinión de los patriotas, comprometerlos a que apoyasen la empresa, y a ver el estado y numero de las fuerzas brasileras. Así procedí de acuerdo en un todo con el ilustre general Don Juan Antonio Lavalleja; y fui también quien facilitó una gran parte del dinero necesario para la empresa de los 33...".
“Recuerdo, al fijarme en los sucesos de la República Oriental, la parte que tuve en la empresa de los 33 patriotas ... Ello creó una trampa armada a las autoridades brasileras en esa Provincia, para que no sospecharan el verdadero importante objeto de mi viaje, que era conocer personalmente la opinión de los patriotas, comprometerlos a que apoyasen la empresa, y a ver el estado y numero de las fuerzas brasileras. Así procedí de acuerdo en un todo con el ilustre general Don Juan Antonio Lavalleja; y fui también quien facilitó una gran parte del dinero necesario para la empresa de los 33...".
Tal fue la activa, arriesgada, patriótica y desinteresada participación que en ese acontecimiento histórico le cupo a Don Juan Manuel de Rosas.
En
la medianoche del 15 de abril de 1825, Lavalleja y los suyos, se
embarcaron en un alejado paraje de la costa de San Isidro, conocido como
Puerto Sánchez, en razón del apellido del propietario de las tierras de
esa zona, Cecilio Sánchez (punto situado en lo que es hoy el Club
Naútico San Isidro). Desde allí partieron los gloriosos cruzados, los Treinta y Tres Orientales (que no eran 33, ni tampoco eran todos orientales; pero esa es otra parte de la historia).
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