Por Investigación periodística de Damián Nabot y David Cox
En la calle, la multitud se hacía cada vez más densa. Un hormiguero de cabezas bajas, ojos lagrimeantes y gargantas acongojadas rodeaba el Congreso. Tres días después del aciago 1º de julio de 1974 se ordenó cerrar las puertas. Afuera todavía quedaban muchos miles que deseaban ver por última vez a Juan Domingo Perón y esperaron en vano que los dejaran entrar. El destino del cuerpo era ya un asunto de Estado.
Había comenzado a llover. Las gotas golpeaban sobre la cúpula y un delgado hilo de agua se filtró entre los vidrios. Dos médicos se acercaron al cadáver con un maletín: “somos de la funeraria, tenemos que aplicarle unas inyecciones al cuerpo”, informaron a la guardia. Trabajosamente, los médicos sacaron el cuerpo del ataúd, recogieron una manga de su camisa y comenzaron a inyectarle el compuesto a base de formol.
El cuerpo del General había sido exhibido de uniforme, con sus dedos entrelazados sobre el pecho y sujetando un rosario de piedras color jade bendecido por el Papa. Pero cuando los médicos devolvieron el cadáver al ataúd descubrieron que era imposible entrelazar nuevamente los dedos. Entonces los brazos fueron acomodados a los costados del cajón y cerraron la tapa. El ataúd se llenó de oscuridad. El formol congelaría el proceso de la muerte. En el hermetismo de su nuevo recinto de cedro, ¿podría finalmente descansar el viejo general veterano de mil batallas?
Nueve años después, su viuda bajó la estrecha escalera de mármol blanco hasta el último subsuelo húmedo de la tumba del cementerio de Chacarita. Isabelita sacó de su cartera el portarretratos con el poema manuscrito y lo apoyó sobre la base de cemento que protegía el féretro. Había escrito esos versos durante los primeros tiempos de su largo período en prisión en la cárcel de Azul: el papel terminaba con su firma y con la fecha 8 de octubre de 1977.
Pronto la social-democracia se extendía como la nueva ideología dominante en Europa y buena parte de América Latina. Raúl Alfonsín era el presidente de la República, Antonio Tróccoli su ministro del Interior, Facundo Suárez el secretario de Inteligencia, José Caridi el jefe del ejército y Juan Angel Pirker el jefe de policía. El país estaba convulsionado por la serie de atentados y bombas en locales partidarios, los cuarteles eran un hervidero y la amenaza del estado de sitio sobrevolaba la realidad.
Era precisamente el momento en que la Argentina pretendía infructuosamente enterrar a sus muertos. Pero el nuestro es un país generoso. Incluso en sorpresas.
Un día como hoy, el 10 de junio de 1987, un grupo de desconocidos profanaron la tumba del tres veces presidente constitucional Juan Domingo Perón, amputaron con una sierra quirúrgica y robaron las manos del cadáver, con anillo incluido, un portarretratos con un poema sin mayor valor literario y el sable de teniente general, es decir, sus atributos militares. Como para dejar claro que su objetivo era político, dejaron en el lugar el valioso rosario.
Días después, Julio Dentone, yerno del senador Vicente Leónidas Saadi, cuñado de Ramón Saadi –gobernador de Catamarca- y esposo de la senadora Alicia Saadi –entre otra treintena de parientes políticos en cargos públicos-, recibió en su despacho del Banco Nación una extraña carta anónima tipeada en una máquina de escribir firmada por “Hermes Iai y los 13” confesando el hecho y pidiendo un rescate de ocho millones de dólares. Otra carta idéntica recibió el diputado Carlos Grosso. Como prueba de veracidad, ambos anónimos iban acompañados del tosco poema.
El senador Saadi, de 73 años y un tumor con ganas de acabar su vida, le comunicó por teléfono la infausta nueva a Juan Gabriel Labaké, apoderado legal de Isabel, quien a su vez la llamó a Madrid a su exilio y encierro en el cuarto piso de Moreto 3. También lo anotició al abogado Atilio Neira, su asesor en derecho penal.
Paradójicamente, en la mañana del 1º de julio de 1987, décimo tercer aniversario de la muerte del general, todo el país se enteraba y quedaba asqueado, indignado, lacerado, estremecido, conmocionado. El fantasma de Evita atravesó todos los recuerdos.
La investigación quedó en manos del juez Jaime Far Suau del juzgado 27 y del comisario de la Federal Zunino, de la comisaría 29 de la calle Loyola. Esa misma noche ambos bajaban a la tumba entre un nido de policías y funcionarios del juzgado para verificar el episodio. Al desoldar la tapa del ataúd, confirmaron que el cuerpo se hallaba intacto, distendido y humano, imperturbable como si un poder sobrenatural lo preservara del paso de los años, ¡sólo que sus brazos terminaban en la nada!
Desde el primer momento el juez y su familia recibieron llamados anónimos, amenazas, atentados fallidos, intentos de secuestro, mientras una caravana de autos sospechosos recorrían siempre la cuadra de su casa. Incluso se atentó con disparos contra el domicilio de Susana, una amante secreta que tenía el juez en la localidad de Moreno. Todas las patrañas y estupideces gorilas sobre la fortuna de Perón, el oro de los nazis y sus cuentas en Suiza (claro, ¡movilizadas por huellas digitales!) se reactivaron inmediatamente. Se desató una guerra descontrolada entre los servicios de inteligencia. Pronto se supo que un par de meses antes de la profanación un grupo de hombres aguerridos y musculosos atacó a un sereno del cementerio hasta matarlo a golpes de puños para robarle la combinación de las llaves de la bóveda de la familia Perón. Otras misteriosas muertes quedaron vinculadas al caso. La investigación tuvo mil idas y vueltas, y cuando parecía afirmarse en suelo seco de pronto patinaba sobre un terreno embarrado; el juzgado se llenó de videntes, delirantes y falsos informantes ávidos de dinero.
Hasta que un año y pico después de la profanación, durante un viaje por el sur de la provincia de Buenos Aires, el juez Far Suau volcó cuando conducía su automóvil, acompañado por su amante. Ambos murieron. Se comprobó que no fue un accidente, porque sus neumáticos estaban llenos de gas.
La investigación de la profanación siguió a cargo de otros jueces, que muy poco pudieron avanzar, incluso luego de que el partido justicialista ganara las elecciones presidenciales en 1989. Por momentos las sospechas se orientaron hacia diversos servicios de inteligencia, internos y externos, pero lo cierto es que el robo de las manos de Perón pasó a integrar la interminable lista de los delitos sin resolución. Y de los interminables crímenes sin castigo que han terminado de minar la voluntad y la confianza del pueblo argentino. Como símbolo de nuestra sociedad contemporánea, sin manos, sin huellas dactilares, Juan Domingo Perón fue convertido en un NN más. Ya antes había ocurrido con los vivos.
Cuando se hizo público el terrible acto de necrofilia, un pequeño pero fervoroso grupo de militancia juvenil del peronismo lanzó una campaña de pintadas en los muros de las principales ciudades del país. La consigna fue propuesta por una joven compañera, apenas una adolescente. La frase que se pintó en decenas de miles de paredes decía:
Mis manos son tus manos
En la calle, la multitud se hacía cada vez más densa. Un hormiguero de cabezas bajas, ojos lagrimeantes y gargantas acongojadas rodeaba el Congreso. Tres días después del aciago 1º de julio de 1974 se ordenó cerrar las puertas. Afuera todavía quedaban muchos miles que deseaban ver por última vez a Juan Domingo Perón y esperaron en vano que los dejaran entrar. El destino del cuerpo era ya un asunto de Estado.
Había comenzado a llover. Las gotas golpeaban sobre la cúpula y un delgado hilo de agua se filtró entre los vidrios. Dos médicos se acercaron al cadáver con un maletín: “somos de la funeraria, tenemos que aplicarle unas inyecciones al cuerpo”, informaron a la guardia. Trabajosamente, los médicos sacaron el cuerpo del ataúd, recogieron una manga de su camisa y comenzaron a inyectarle el compuesto a base de formol.
El cuerpo del General había sido exhibido de uniforme, con sus dedos entrelazados sobre el pecho y sujetando un rosario de piedras color jade bendecido por el Papa. Pero cuando los médicos devolvieron el cadáver al ataúd descubrieron que era imposible entrelazar nuevamente los dedos. Entonces los brazos fueron acomodados a los costados del cajón y cerraron la tapa. El ataúd se llenó de oscuridad. El formol congelaría el proceso de la muerte. En el hermetismo de su nuevo recinto de cedro, ¿podría finalmente descansar el viejo general veterano de mil batallas?
Nueve años después, su viuda bajó la estrecha escalera de mármol blanco hasta el último subsuelo húmedo de la tumba del cementerio de Chacarita. Isabelita sacó de su cartera el portarretratos con el poema manuscrito y lo apoyó sobre la base de cemento que protegía el féretro. Había escrito esos versos durante los primeros tiempos de su largo período en prisión en la cárcel de Azul: el papel terminaba con su firma y con la fecha 8 de octubre de 1977.
Pronto la social-democracia se extendía como la nueva ideología dominante en Europa y buena parte de América Latina. Raúl Alfonsín era el presidente de la República, Antonio Tróccoli su ministro del Interior, Facundo Suárez el secretario de Inteligencia, José Caridi el jefe del ejército y Juan Angel Pirker el jefe de policía. El país estaba convulsionado por la serie de atentados y bombas en locales partidarios, los cuarteles eran un hervidero y la amenaza del estado de sitio sobrevolaba la realidad.
Era precisamente el momento en que la Argentina pretendía infructuosamente enterrar a sus muertos. Pero el nuestro es un país generoso. Incluso en sorpresas.
Un día como hoy, el 10 de junio de 1987, un grupo de desconocidos profanaron la tumba del tres veces presidente constitucional Juan Domingo Perón, amputaron con una sierra quirúrgica y robaron las manos del cadáver, con anillo incluido, un portarretratos con un poema sin mayor valor literario y el sable de teniente general, es decir, sus atributos militares. Como para dejar claro que su objetivo era político, dejaron en el lugar el valioso rosario.
Días después, Julio Dentone, yerno del senador Vicente Leónidas Saadi, cuñado de Ramón Saadi –gobernador de Catamarca- y esposo de la senadora Alicia Saadi –entre otra treintena de parientes políticos en cargos públicos-, recibió en su despacho del Banco Nación una extraña carta anónima tipeada en una máquina de escribir firmada por “Hermes Iai y los 13” confesando el hecho y pidiendo un rescate de ocho millones de dólares. Otra carta idéntica recibió el diputado Carlos Grosso. Como prueba de veracidad, ambos anónimos iban acompañados del tosco poema.
El senador Saadi, de 73 años y un tumor con ganas de acabar su vida, le comunicó por teléfono la infausta nueva a Juan Gabriel Labaké, apoderado legal de Isabel, quien a su vez la llamó a Madrid a su exilio y encierro en el cuarto piso de Moreto 3. También lo anotició al abogado Atilio Neira, su asesor en derecho penal.
Paradójicamente, en la mañana del 1º de julio de 1987, décimo tercer aniversario de la muerte del general, todo el país se enteraba y quedaba asqueado, indignado, lacerado, estremecido, conmocionado. El fantasma de Evita atravesó todos los recuerdos.
La investigación quedó en manos del juez Jaime Far Suau del juzgado 27 y del comisario de la Federal Zunino, de la comisaría 29 de la calle Loyola. Esa misma noche ambos bajaban a la tumba entre un nido de policías y funcionarios del juzgado para verificar el episodio. Al desoldar la tapa del ataúd, confirmaron que el cuerpo se hallaba intacto, distendido y humano, imperturbable como si un poder sobrenatural lo preservara del paso de los años, ¡sólo que sus brazos terminaban en la nada!
Desde el primer momento el juez y su familia recibieron llamados anónimos, amenazas, atentados fallidos, intentos de secuestro, mientras una caravana de autos sospechosos recorrían siempre la cuadra de su casa. Incluso se atentó con disparos contra el domicilio de Susana, una amante secreta que tenía el juez en la localidad de Moreno. Todas las patrañas y estupideces gorilas sobre la fortuna de Perón, el oro de los nazis y sus cuentas en Suiza (claro, ¡movilizadas por huellas digitales!) se reactivaron inmediatamente. Se desató una guerra descontrolada entre los servicios de inteligencia. Pronto se supo que un par de meses antes de la profanación un grupo de hombres aguerridos y musculosos atacó a un sereno del cementerio hasta matarlo a golpes de puños para robarle la combinación de las llaves de la bóveda de la familia Perón. Otras misteriosas muertes quedaron vinculadas al caso. La investigación tuvo mil idas y vueltas, y cuando parecía afirmarse en suelo seco de pronto patinaba sobre un terreno embarrado; el juzgado se llenó de videntes, delirantes y falsos informantes ávidos de dinero.
Hasta que un año y pico después de la profanación, durante un viaje por el sur de la provincia de Buenos Aires, el juez Far Suau volcó cuando conducía su automóvil, acompañado por su amante. Ambos murieron. Se comprobó que no fue un accidente, porque sus neumáticos estaban llenos de gas.
La investigación de la profanación siguió a cargo de otros jueces, que muy poco pudieron avanzar, incluso luego de que el partido justicialista ganara las elecciones presidenciales en 1989. Por momentos las sospechas se orientaron hacia diversos servicios de inteligencia, internos y externos, pero lo cierto es que el robo de las manos de Perón pasó a integrar la interminable lista de los delitos sin resolución. Y de los interminables crímenes sin castigo que han terminado de minar la voluntad y la confianza del pueblo argentino. Como símbolo de nuestra sociedad contemporánea, sin manos, sin huellas dactilares, Juan Domingo Perón fue convertido en un NN más. Ya antes había ocurrido con los vivos.
Cuando se hizo público el terrible acto de necrofilia, un pequeño pero fervoroso grupo de militancia juvenil del peronismo lanzó una campaña de pintadas en los muros de las principales ciudades del país. La consigna fue propuesta por una joven compañera, apenas una adolescente. La frase que se pintó en decenas de miles de paredes decía:
Mis manos son tus manos
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