Por Ignacio B. Anzoátegui
Leopoldo Lugones
Se quitó los anteojos y de un trago
Empinó la cicuta.
Con un vago
Secreto se nos iba, roto el dolor y la cabeza
Hirsuta
A medio descansar sobre la mesa.
Se nos iba la Patria. Los antiguos laureles
Que él cantara
Yacían en el cesto de papeles
Y él moría y moría
Cara a cara
Con la derrota que le consumía.
Los enteros
Varones,
Los de la lanza de los entreveros,
Lagrimeaban entre cuatro velones
El dolor de que eternamente fuera
El caballo del comisario
El que ganara siempre la carrera
Sin otro comentario.
El pulso
Desvaído,
Se nos iba la Patria. Ya el convulso
Corazón se nos iba
Sin voz y sin latido,
Sin un ¡Muera! Siquiera y sin un ¡Viva!
Porque ya todo aquello,
Todo aquello que él era se lo llevó la Muerte,
Las manos aferradas a su cuello:
Toda la Patria mustia,
Fuerte ya, sí, para llorarle fuerte
Bajo las campanadas de la angustia.
Ante Usted, don Hipólito, yo me saco el sombrero
y le llamo señor,
por eso que tenía de taita y mazorquero,
y hasta se dijo que era hijo del Dictador.
Mientras la oligarquía andaba a cuatro patas
pordioseando una libra y empeñando el laurel,
Usted iba llenando los atrios de alpargatas
y enseñando a los hombres a cumplir su papel.
Usted, don Yrigoyen, de bastón y galera,
de la media palabra y el silencio sutil,
era caudillo y prócer y exactamente era
el Felipe II de la calle Brasil.
Usted a la Inglaterra supo pararle el carro
y para no ser neutro se mantuvo neutral,
a pesar de que estaba bastante espeso el barro
y nos amenazaban la noche y el puñal.
Con eso sólo basta, varón de cuerpo entero
que cultivó el callado sentido del honor:
por eso en su memoria yo me saco el sombrero
y le llamo señor.
Sesenta y cuatro paladas
De tierra húmeda y fría
Aguardan junto a mi huesa
Para venírseme encima.
Señor el sepulturero
Que está bebiendo en la esquina,
Siga bebiendo tranquilo
Porque no me corre prisa.
Aquella que usted ya sabe
No ha llegado todavía.
Y me prometió traerme
Un ramo de siemprevivas.
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