Por el Prof. Roberto Surra
¿No se ubica Martín
Fierro en la plenitud del orden tradicional, que hace de la familia el
principio y la célula de toda organización humana? ¡Y no hace del trabajo una
razón penitencial de su existencia? Veámoslo en esta sencilla pintura de sus
quehaceres:
Y
apenas la madrugada
empezaba
a coloriar,
los
pájaros a cantar
y
las gallinas a apiarse,
era
cosa de largarse
cada
cual a trabajar.
Éste
se ata las espuelas,
se
sale el otro cantando,
uno
busca un pellón blando,
éste
un lazo, otro un rebenque,
y
los pingos, relinchando,
los
laman dende el palenque.
El
que era pión domador
enderezaba
al corral,
ande
estaba el animal,
bufidos
que se las pela...
y
más malo que su aguela
se
hacía astilla el bagual.
Y
mientras domaban unos,
otros
al campo salían,
y
la hacienda recogían,
las
manadas apuntaban,
y
ansi sin sentir pasaban
entretenidos
el día.
Y
como el trabajo penitencial da su fruto de alegría, cuando se lo cumple frente
a Dios con el ánimo limpio y la conciencia justa, Martín Fierro exclama por
fin: Aquello no era trabajo, / más bien era una junción... o "función",
en el sentido de pasatiempo agradable.
En ese orden tradicional vive Martín Fierro: es un hombre "afincado"
en su llanura, con el instinto de la propiedad y su posesión tranquila; centro
de un hogar cuyas responsabilidades asume con el trabajo, la vigilancia y el
consejo; bien centrado en su fe religiosa, dueño de una clara filosofía
existencial que la experiencia le ha enseñado y que lo enriqueció de aforismos.
¡Y de pronto, la ruptura! ¿Que ha ocurrido? Algo terrible debió suceder para
que un hombre confesor y profesor de tal estilo de vida se trocara de pronto en
un rebelde y luego en un desterrado.
¡Sí, algo tremendo había sucedido! Y lo que verdaderamente sucedió entonces fue
que "otro estilo" de cosas había entrado en el país, y chocaba con el
estilo propio del ser nacional, y lo hería, y lo desplazaba. Frente a esa
invasión, Martín Fierro es el hombre de la "rebeldía", porque es el
hombre de la "lealtad". ¿Lealtad a quién? A la esencia de su pueblo,
al estilo de su pueblo, al ser "nacional" amenazado y confundido.
A
mi entender, ahí está la verdadera pista del Martín Fierro, la que yo he
seguido y me ha dejado entrever en el poema de José Hernández un sentido
simbólico paralelo del sentido literal que todos conocen y que fue hasta hoy
materia de la crítica literaria.
Desde luego, no es menester que José Hernández haya tenido el propósito claro
de dar a su poema un sentido simbólico. Basta con que la materia de su arte
haya guardado en sí la potencia del símbolo. Es presumible que ni Cervantes ni
Shakespeare tuvieron conciencia de sus numerosos simbolismos que la crítica
develó más tarde en sus obras; pero ellos trabajaron con tales materias y
precipitaron tales instancias que todo símbolo puede habitar en ellas, debajo
del sentido literal. Tal es el caso de José Hernández, que al escribir su Martín
Fierro, obra como espiráculo del ente nacional y se hace "la
voz de su pueblo". Vamos a ver en que medida.
El Martín Fierro es, como las epopeyas clásicas, el canto de gesta de un
pueblo, es decir, el relato de sus hechos notables cumplidos en la
manifestación de su propio ser y en el logro de su destino histórico. Ya se
verá que la de Martín Fierro es una gesta ad intra, vale decir, hacia adentro, que el ser argentino ha
de cumplir obligado por las circunstancias. Es la gesta interior que realiza la
simiente, antes de proyectar ad
extra sus virtualidades creadoras.
Ahora bien, toda gesta supone un héroe: ¿y quién es el héroe de Martín
Fierro? En el sentido literal es un gaucho de nuestra llanura, que responde
a tales características de nuestra evolución racial y a tales accidentes del
medio en que vive. En el sentido simbólico, Martín Fierro es el ente nacional
en un momento crítico de su historia: es el pueblo de la nación, salido recién
de su guerra de la independencia y de sus luchas civiles, y atento a la
organización de fuerzas que ha de permitirle realizar su destino histórico.
¿En qué medida ese pueblo traduce al ente nacional? Ese pueblo se ha fogueado
en la guerra de la emancipación: ha sido el héroe de la guerra, y, por lo
tanto, el real protagonista de aquel primer acto del drama en que se juega su
devenir. Mas tarde, cuando en las luchas civiles quiere perfilarse y definirse
la verdadera cara del ser nacional, el pueblo vuelve a constituirse, no sólo en
el actor, sino en el protagonista de aquel segundo acto.
Y
ahora está por iniciarse el tercero. Adviértase que el pueblo de la nación está
acostumbrado a ser el protagonista de su destino; y el tercer acto del drama es
aquel donde, unido él al número de los pueblos libres, deberá ejercer su
libertad y, sobre todo, merecerla. Porque no es libre quien lo quiere, sino
quien lo merece; y la libertad merecida y conquistada sólo se conserva con
actos permanentes de merecimiento; y el que no ha merecido su libertad, hace
mal uso de ella y la pierde.
¿Con
qué esperanza entra el pueblo de la nación en aquel tercer acto? Con la de ser
otra vez, lógicamente, su actor y protagonista. ¿Qué trae, para merecerlo? Trae
una esencia nacional caracterizada por un estilo propio de vivir, por una
tradición, por una ética del hombre, por una filosofía de la existencia. ¡Y que
fácil es rastrear en el Martín Fierro toda esa materia de ser que el
pueblo argentino pudo arrojar entonces en la balanza del mundo!
Es, justamente, al iniciarse la tercera jornada cuando el pueblo de la
nación se ve frente a un hecho desconcertante para él:
"alguien" ha tomado la dirección del país; es un "alguien"
que actúa en lo material y en lo espiritual a la vez. Dije ya que, a partir de
aquel hecho, el ser nacional ha de verse distraído de sí mismo, enajenado de su
propia esencia. Dije también que, a consecuencia de tal anomalía, un nuevo
estilo de cosas reina en el país: un nuevo estilo que ha de lanzarse agresivamente
contra el estilo auténtico del ser nacional.
En el poema de José Hernández, tal agresión se traduce por modo de símbolo y
con meridiana claridad en los infortunios del gaucho Martín Fierro, que
simboliza al ente argentino y al pueblo de la nación. Si ante los ojos de
alguna crítica Martín Fierro es el gaucho inadaptado a la sociedad, en rebeldía
con sus leyes, peligroso, indeseable, ante nuestros ojos es el símbolo de todo
un pueblo que, súbitamente, se halla enajenado de su propia esencia y, por lo mismo,
hurtado a las posibilidades auténticas de su devenir histórico.
Claro está que Martín Fierro lucha; y es el ente argentino quien lucha en él.
Pero es derrotado al fin, y el estilo invasor contra el cual peleaba lo induce
a refugiarse en el desierto. ¿Qué significan ese viaje al desierto y su
permanencia en él? Quiere decir, simbólicamente, que, por primera vez en su
historia, el ente nacional no es el actor protagonista de su destino. Expulsado
de la escena, se convierte ahora en un lejano espectador del drama; y como el
drama que se representa es el suyo propio, el ente nacional es un atormentado
espectador de sí mismo, de su enajenación y de su ausencia.
Y
bien, simbólicamente hablando, el desierto es la imagen de la
"privación". Martín Fierro, es decir, el ente nacional, vive ahora en
la privación de sí mismo en tanto que protagonista de la patria. Pero el
desierto es también la imagen de la "penitencia" en el sentido de
penar y en el de purificarse con la pena; y Martín Fierro cumple ahora en el
desierto aquel trabajo de purificación.
¿Para qué? se me dirá. Y respondo: si el desierto, para el ente nacional, es
algo así como una "suspensión de su destino", merced a la cual el
personaje ha quedado inmóvil y fuera de la escena, claro está que su
purificación se hace con vías a un "regreso". ¿Regreso a qué? A la
escena de la que fue arrojado y a las acciones del drama cuyo protagonista dejó
de ser. Una Vuelta de Martín Fierro se anuncia ya como
imprescindible.
Pero antes es necesario que Martín Fierro llegue hasta el fin de su vía
penitencial; y ese fin se da, exactamente, cuando Martín Fierro pierde a su
amigo Cruz. La soledad del personaje ya es absoluta, y se manifiesta en una
total desolación de su cuerpo y de su alma:
Privado
de tantos bienes
y
perdido en tierra ajena,
parece
que se encadena
el
tiempo y que no pasara,
como
si el sol se parara
a
contemplar tanta pena.
Y
dice también, refiriéndose a Cruz:
En
mi triste desventura
no
encontraba otro consuelo
que
ir a tirarme en el suelo
al
lao de su sepoltura.
Ese
abrazarse al suelo como alivio único de su desesperanza tiene un valor de
símbolo cuya evidencia nos excusa de toda explicación.
Lo que sucede luego es altamente significativo: hallándose Martín Fierro un día
en aquella posición de su cuerpo y en aquella desolación de su alma, oye de
pronto los lamentos de la
Cautiva , y se pone de pie. Aquel acto simplísimo lo arranca
de su inmovilidad, y el espectáculo de la Cautiva martirizada por el indio lo devuelve a la
acción. ¿Por qué? Sencillamente, porque en el drama de la mujer cautiva Martín
Fierro ve de pronto el drama de la nación entera, como si aquella mujer, en el
doble aspecto de su cautiverio y su martirio, encarnara repentinamente ante sus
ojos el símbolo del ser nacional, enajenado y cautivo como ella.
Y
si Martín Fierro también es la encarnación simbólica del ente nacional, no hay
duda de que, al enfrentarse con la
Cautiva , nuestro héroe se enfrenta consigo mismo y se ve a sí
mismo en ella, como si la
Cautiva , en aquel instante, fuese un clarísimo espejo de su
conciencia. Y lo que Martín Fierro ve ahora en aquel espejo es lo que lo decide
a la acción. Su batalla con el indio, tan minuciosamente descrita y en un son
tan homérico, nos revela desde ya la importancia extrema que José Hernández
atribuye al episodio.
¿Acaso el poeta vislumbra en él la trascendencia de un símbolo? Si no lo
vislumbra, ya estaba en los potenciales de su canto.
Lo que podemos afirmar es que nuestro héroe, al rescatar a la mujer cautiva,
empieza, ya el rescate de la
Patria , y que la
Patria misma es la que vuelve con él a la frontera, y que
vuelve a la acción desde su destierro, y montada en ese caballo que será
eternamente un símbolo de la traslación y del combate.
Martín Fierro, el ente nacional, ha regresado y anda por la frontera. Es
evidente que trae un plan de acción. Pero, ¿cuál? Hernández no lo dice, aunque
sugiere la existencia de un plan como ha de verse más adelante. Martín Fierro
anda por la frontera. ¿Qué busca? El desterrado busca noticias del mundo que
abandonó hace diez años; y en la frontera se halla con sus dos hijos. ¡Ay! El
relato que de sus vidas hacen los dos mozos enseñará a Martín Fierro que la
enajenación del ser nacional y su ausencia del país no sólo continúan, sino que
se han agravado.
En la historia del segundo hijo de Martín Fierro hace su aparición un personaje
novedoso, el viejo Viscacha, sobre cuyos rasgos anímicos la crítica emitió ya
su dictamen. Sin embargo, y a mi entender, el viejo Viscacha no es la manifestación
de ciertos valores negativos imputables al ente nacional que, desertando de su
propio estilo, se adaptaba cazurramente al estilo invasor y se hacía su
cómplice. La circunstancia de que el viejo sirviese a la "autoridad"
y se hiciera el menguado tutor del hijo de Fierro, su torpe filosofía de
vencido, todo ello parece confirmarlo, pese a la gracia que sus famosos
"consejos" nos hacen todavía.
Lo cierto es que tales noticias de la realidad nacional llegan a Martín Fierro
y no parecen influir en su propósito de acción, como no sea estimularlo. Así
llega el momento fundamentel del poema; y digo fundamental porque la clave del Martin
Fierro se oculta y se revela en su despedida.
Es el instante justo en que Martin Fierro,
sus dos hijos y el hijo de Cruz van a separarse:
Y
antes de desparramarse
para
empezar vida nueva,
en
aquella soledá
Martín
Fierro, con prudencia,
a
sus hijos y al de Cruz
les
hablo de esta manera.
Y
lo que les transmite, a modo de consejo, es la ética del ser nacional y su
filosofía del vivir, como para que los tres basen en una y en otra su acción
futura. ¿Van ellos a cumplir una acción? Dice José Hernández, al iniciar el
canto último de su poema:
Después,
a los cuatro vientos
los
cuatro se dirigieron;
una
promesa se hicieron
que
todos debían cumplir;
mas
no la puedo decir,
pues
secreto prometieron.
Los
"cuatro vientos" quieren decir los cuatro puntos cardinales de la
patria. Y los viajeros, que por extraña coincidencia son cuatro ahora (ya que
el hijo de Cruz aparece al fin con sospechosa oportunidad), se dirigen, en un
orden no menos sospechoso, al sur, al norte, al este y al oeste. Hay en aquella
partida una distribución ordenada que yo calificaría de "misional". Y
luego, ¿cuál fue la promesa que se hicieron y que todos debían cumplir, y cuyo
secreto importaba tanto? Sin duda, fue la promesa de guardar el secreto de una
consigna vinculada, naturalmente, a la misión que se proponían cumplir. ¿De qué
misión se trataba? A no dudar, se trataba de una misión tendiente al rescate del
ser nacional, y a su restitución al escenario de la historia, como único
protagonista de su destino.
Y
en el último canto de Martín Fierro puede rastrearse, incluso, una
metodología de la acción:
Mas
Dios ha de permitir
que
esto llegue a mejorar;
pero
se ha de recordar,
para
hacer bien el trabajo,
que
el fuego, pa calentar,
debe
ir siempre por abajo.
Trabajar
"por abajo", en el humus auténtico de la raza, con la raíz hundida en
sus puras esencias tradicionales, he ahí la metodología de su acción futura.
Porque el humus de abajo siempre conserva la simiente de lo que se intenta
negar en la superficie.
Tanta confianza tiene su autor en el poder constructivo de la obra, que al
finalizar el canto último dice:
Y
en lo que esplica mi lengua
todos
deben tener fe;
no
se ha llover el rancho
en
donde este libro esté.
Hipérbole
que tiene algo de magia y mucho de profecía.
Por todo ello, la profundización de los estudios martinfierristas constituye
hoy una empresa obligatoria de los argentinos. Al cumplirla, puede ser que José
Hernández, el postergado y el no entendido, nos pueda sonreír desde sus bien
merecidos laureles.
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