Por Daniel Varacalli Costas
Fue
un novelista central de la primera mitad del siglo XX, pero a cincuenta
años de su muerte gran parte de la obra del autor de Nacha Regules
brilla por su ausencia. Sus libros de recuerdos, poblados de autores que
no perduraron, sugieren hoy un mundo de ficción.
(Paraná, 1882 - Buenos Aires, 1962) Narrador argentino
representante de la novela realista tradicional. De distinguida
ascendencia española, estudió con los jesuitas de Santa Fe y se graduó
en Leyes en Buenos Aires, pero no se dedicó al ejercicio de la profesión
de abogado. Cultivó el periodismo desde que se inició en la vida
literaria con la publicación de un trabajo sobre Ibsen en Nuestra Época de Santa Fe, fundó la revista Ideas y colaboró en La Nación
y otros periódicos y revistas, y fue inspector de Enseñanza, lo que le
permitió un intenso y amplio contacto con la vida y el ambiente del
país. Pasó el Atlántico en tres ocasiones (1906,
1910 y 1926). Evolucionó con paso firme de un liberalismo ponderado a un
catolicismo a lo Mauricio Barrès, es decir, de estirpe nacionalista, y
tuvo un adversario decidido en el poeta Leopoldo Lugones. Se casó con
Delfina Bunge en 1910. Manuel Gálvez fue un escritor
realista de tendencias naturalistas e inquietudes ideológicas, que tuvo
presente como novelista a Pérez Galdós y como ensayista a Ángel Ganivet
para mirar por dentro a su patria argentina, en sus costumbres y en su
evolución histórica; y es necesario señalar que a medida que se iba
intensificando en su producción la pretensión psicológica y la
preocupación religiosa, iba perdiendo la obra calidad artística. Es perceptible la distancia entre La maestra normal por una parte y La sombra del convento, El cántico espiritual, Miércoles Santo, La tragedia de un hombre fuerte, La noche toca a su fin y Cautiverio por otra. En el plano de sus mejores novelas, junto a la ya citada (La maestra normal), se encuentran Nacha Regules (1919), premio municipal, pintura del bajo ambiente bonaerense, y su complemento Historia de arrabal (1923), en donde nos muestra el novelista singularidades de técnica y estilo.Com3nzó Gálvez como poeta con El enigma interior (1907) y siguió en el mismo plan lírico en Sendero de humildad
(1909), con influencias postrománticas y simbolistas que no desdibujan
su honda inquietud hispanista, cristiana y argentina. Al ensayista y
crítico lo encontramos en los libros El solar de la raza (1913), La vida múltiple (1916), Amigos y maestros de mi juventud (1944) y El novelista y las novelas
(1959). Publicó también biografías de Miranda, Sarmiento, Hipólito
Yrigoyen, García Moreno y otros personajes; escribió para el teatro: El hombre de los ojos azules (1928), Calibán (1943); es autor de libros de tema histórico, cual Escenas de la Guerra del Paraguay (tres vols., 1928-1929) y La muerte en las calles, novela histórica sobre las invasiones inglesas de Buenos Aires (1949).
Obtuvo el premio Mitre con Los caminos de la muerte (1928) y el Premio Nacional de Literatura con El general Quiroga
(1932). Manuel Gálvez fue un maestro del realismo argentino, que pronto
fue superado, es verdad, pero con un valor de época indiscutible. Su
obra a partir de los años cincuenta incluye Tiempo de odio y angustia (1951); Han tocado a degüello (1840-1842) (1951); Bajo la garra anglo-francesa (1953); Y así cayó Don Juan Manuel (1954); Las dos vidas del pobre Napoleón (1954); El uno y la multitud (1955); Tránsito Guzmán (1956); Poemas para la recién llegada (1957); Perdido en su noche (1958); Recuerdos de la vida literaria (1961); Me mataron entre todos (1962) y La locura de ser santo (1967), entre otras muchas publicaciones.
A
cincuenta y cinco años de la muerte de Manuel Gálvez, ocurrida en Buenos Aires
el 14 de noviembre de 1962, no es fácil encontrar nuevas ediciones de
sus obras. Hecho curioso, si se tiene en cuenta que fue el novelista
argentino más editado –y leído– de la primera mitad del siglo pasado.
Las ediciones de esa época todavía pueblan las librerías de viejo, pero
escasean las reediciones, entre las que se destacan la Vida de Hipólito
Yrigoyen (El Elefante Blanco) y la reciente de Nacha Regules, en la
colección Rescates (Eterna Cadencia).Claro
que lo que menos soñó Gálvez es que alguna vez tuviera que ser
"rescatado", y mucho menos del olvido. Él mismo se proyectó primero como
el Balzac y, poco después, como el Galdós argentino. Con un plan
metódico, que comenzó con La maestra normal en un momento auroral del
siglo XX, aspiró desde su propia Comédie Humaine a cubrir los más
diversos aspectos de la sociedad. Tras
un rápido paso por el socialismo, que lo llevó a fundar la revista
Ideas y una de las primeras cooperativas editoriales que fue modelo de
generosidad, Gálvez desembocó en un catolicismo nacionalista que –para
algunos críticos– invalidó su plataforma de observación, carente de la
imparcialidad de sus referentes. En el prólogo de una edición de
Historia de arrabal –una de sus novelas más breves e intensas– Jorge
Lafforgue se despacha: "La confrontación entre propuesta realista e
ideología católica genera más de una tensión (no resuelta) y es factor
desencadenante de muchos de sus desequilibrios formales […]. De allí el
escaso, cuando no nulo, espesor crítico del relevamiento social
realizado por el escritor argentino…". Pero
en Gálvez el catolicismo era inseparable de su creación: por eso llegó a
buscar en un momento de su carrera que sus textos tuvieran el
beneplácito de algún sacerdote, una pretensión que lo enfrentaba a
criterios dispares y sometía su prosa edificante a una "pureza" poco
menos que utópica.Quizá
por esto hacia la década de 1940, Gálvez se instala en otro campo: el
de la biografía y la novela histórica, con la que cubre documentadamente
períodos polémicos de nuestra historia, en particular la Guerra del
Paraguay y la época de Rosas, que él consideraba, sin fanatismos, digna
de revisión.
El
éxito nunca le fue esquivo: Gálvez fue varias veces candidato al Premio
Nobel, además de fundador de la Academia Argentina de Letras (de la que
se excluyó por una de sus típicas rabietas) y de la filial argentina
del PEN Club, entre infinidad de emprendimientos que apostaron a velar
por los derechos del escritor. Sus obras fueron traducidas a la mayoría
de las lenguas europeas y elogiadas por escritores como Miguel de
Unamuno, Heinrich Mann o Valery Larbaud. De
la enorme obra de Gálvez, hoy se leen sus cuatro volúmenes de memorias
(Amigos y maestros de mi juventud, En el mundo de los seres ficticios,
Entre la novela y la historia, En el mundo de los seres reales), que
abarcan más de medio siglo de vida intelectual argentina. Reeditados por
Gregorio Weinberg hace una década (Taurus), están precedidos por un
interesante prólogo de Beatriz Sarlo que incita aún más a su lectura.
Desfilan por ellos testimonios de primera mano de un escritor que se
desvivió por crear una atmósfera de intercambio intelectual entre sus
colegas, innumerables fragmentos de cartas, reseñas que recopilaba con
candorosa puntillosidad, chispas de las polémicas incandescentes que lo
enfrentaban, por ejemplo, con Lugones, y juicios lapidarios, frutos de
una vehemencia que no excluía la amabilidad ni la reconciliación. Entre
tanto dato interesante, vale la pena consignar que un poeta primerizo
hace cien años también tenía que regalar su edición, pero conseguía, a
cambio, más de veinte críticas, algo inimaginable en el reinado de
Internet.
Dos
aspectos resultan imperdibles de estas memorias. El primero, el relato
de un país que abandona un proyecto laico y liberal –el de la Generación
del 80– para virar hacia un nacionalismo corporativo. Ese punto de
inflexión, como se sabe, está en la revolución de septiembre de 1930
(cuyos protagonistas Gálvez retrata –y critica– con maestría en Hombres
en soledad), pero se encarna en la propia trayectoria ideológica del
novelista. Gálvez es el arquetipo del hombre antiliberal, con un sentido
social preponderante (se graduó en Derecho con una tesis sobre la trata
de blancas), pero que a la vez rechaza todo avance por izquierda en
función de su catolicismo militante. Es por eso que, como otros
intelectuales de su época, encuentra en el naciente justicialismo la
posibilidad de construir un Estado social, tan alejado del comunismo
como del "liberalismo materialista yanqui", de los cuales el escritor
abominaba con idéntica energía. Pero el devenir de ese movimiento generó
la desaprobación absoluta del escritor, que quedó así, como muchos
nacionalistas de su generación, en un callejón sin salida que él mismo,
sin embargo, había contribuido a producir.El
segundo aspecto está dado por la visión que el mismo Gálvez tiene del
mercado literario. La mayoría de los nombres que él considera relevantes
hoy están olvidados, inclusive en los ámbitos académicos.
Paralelamente, figuras fundamentales como Roberto Arlt (cuyas novelas
fueron publicadas durante el período de esplendor de la obra novelística
del autor), Leopoldo Marechal o el mismo Borges (que en la década del
50 ya había dado a la imprenta sus mejores libros de cuentos) aparecen
citados de manera tangencial, producto de la escasa importancia que el
autor les asignaba (incluso calificaba de esnobs a Sartre, Moravia o
Faulkner). Este desenfoque es, en definitiva, el costado más apasionante
de estos recuerdos, convertidos en una suerte de fantasmática de la
literatura. Por momentos, se tiene la sensación de que el autor ha
creado, por obra del anacronismo de su lente, un mundo de ficción en el
que escritores imaginarios polemizan, compiten y se juegan su
posteridad. Si no fuera, claro está, porque esos hombres y mujeres
fueron tan humanamente reales como aquel que se animó a pintarlos.
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