por José María Rosa
A su muerte ya casi nada quedaba del Paraguay, toda su población masculina entre los 15 y 60 años había muerto bajo la metralla.
"¡Muero
con mi Patria!" Con esa última frase en sus labios, el 1 de marzo de
1870, en Cerro-Corá, el Mariscal Francisco Solano López, herido, agotado
y desangrado, medio ahogado, moribundo y anegada en sangre el agua
inmunda del arroyo que, caído sentado, lo circundaba, recibió un tiro de
Manlicher que le atravesó el corazón.
Ahí
quedó, muerto de espaldas, con los ojos abiertos y la mano crispada en
la empuñadura de su espadín de oro -en cuya hoja se leía "Independencia o
Muerte"-. "O, diavo do López!" ["Oh, diablo de López!"], comentó el
macaco recluta del Imperio brasileño mientras pateaba el cadáver. Las
últimas palabras del Mariscal eran algo más que una metáfora: ya casi
nada quedaba del Paraguay, toda su población masculina entre los 15 y 60
años había muerto bajo la metralla. Muchísimas
mujeres y niños también, cuando no por las balas, por las terribles
epidemias de cólera y fiebre amarilla, o simplemente sucumbieron de
hambre. Tampoco
quedaron ni altos hornos, ni industrias, ni fundiciones, ni inmensos
campos plantados con yerba o tabaco, ni ciudad que no fuera saqueada. Apenas si un montón de ruinas cobijaba a los fantasmales trescientos mil ancianos, niños y mujeres sobrevivientes.
Se condenó al país a pagar fortísimas indemnizaciones por "gastos de guerra".
Paraguay
perdió prácticamente la mitad de su territorio, que pasó a formar parte
de Brasil y de Argentina (las actuales provincias de Misiones y
Formosa).
Cinco años antes, al comenzar la guerra de la Triple Alianza, el Paraguay de los López era un escándalo en América.
El
país era rico, ordenado y próspero, se bastaba a sí mismo y no traía
nada de Inglaterra... Abastecía de yerba y tabaco a toda la región y su
madera en Europa cotizaba alto.
Veinte
años había durado la presidencia del padre, don Carlos Antonio López,
hasta su muerte en 1862, y desde entonces la del hijo Francisco Solano.
El
Paraguay tenía 1.250.000 habitantes, la misma cantidad de la vecina
Argentina de entonces (¡Se exterminó en la guerra nada menos que al 75%
de la población!).
El
país era de los paraguayos. Ningún extranjero podía adquirir
propiedades, ni especular en el comercio exterior. Y casi todas las
tierras y bienes eran del Estado.
La balanza comercial arrastraba un saldo ampliamente favorable, y carecía de deuda externa.
Contaba
con altos hornos y la fundición de Ibicuy fabricaba cañones y armas
largas. Funcionaba el primer ferrocarril de latinoamérica, un telégrafo y
una poderosa flota mercante. Tenía el mejor ejército de Sudamérica.
El nivel de la educación popular también era el primero del continente.
Además,
Paraguay era un importante productor de algodón, materia prima que
necesitaba el capitalismo inglés en su etapa de expansión imperialista
para su industria textil, principal motor de su economía.
El
bloqueo al sur esclavista de la Confederación, que proveía de algodón a
la industria inglesa, producido por la guerra de Secesión
norteamericana (1861-1865), hizo indispensable para los intereses
británicos la destrucción de tal nación soberana.
Esos
intereses manipularon al círculo de influencia del emperador del Brasil
y al partido mitrista y la oligarquía porteña y montevideana, hasta
promover el vergonzoso exterminio espeluznante de todo un pueblo, que
incluyó de paso a las montoneras argentinas.
Verdaderamente, como se ha dicho, la guerra de la Triple Alianza fue la guerra de la Triple Infamia.
Lo
cierto es que la marcha final de siete meses de los últimos héroes
paraguayos hacia Cerro-Corá, doscientas jornadas por el desierto, bajo
el ardiente sol tropical, constituye una de las páginas más sórdidas
pero también más gloriosas de la historia americana.
Soldados
abrazados por la fiebre o por las llagas y extenuados por el hambre,
sin más prendas que un calzón, descalzos porque los zapatos, como el
morrión y las correas del uniforme, han sido comidos después de ablandar
el cuero con agua de los esteros.
Todos
están enfermos, todos escuálidos por el hambre, todos heridos sin
cicatrizar. Pero nadie se queja. No se sabe adónde se va, pero se sigue
mientras no sorprenda la muerte.
Conduce
la hueste espectral el presidente y mariscal de la guerra Francisco
Solano. Si no ha podido dar el triunfo a los suyos, les ofrecerá a
generaciones venideras el ejemplo tremendo de un heroísmo nunca
igualado.
Cinco
años después, el gran Paraguay de los López quedó hundido, con todo su
pueblo, en los esteros guaraníes. Desde entonces el Foreing Office
quedaría como dueño absoluto de la región y dejaría desarticulada, por
lo menos durante un largo período que todavía sufrimos, la posibilidad
de integrar en una sola nación a la Patria Grande. La gran causa
iniciada por Artigas en las primeras horas de la Revolución, continuada
por San Martín y Bolívar al concretarse la Independencia, restaurada por
la habilidad y energía de Rosas en los años del "sistema americano", y
que tendría en el Gran Mariscal Francisco Solano López su adalid
postrero.
Pero
ya una año antes de Cerro-Corá, viejo y pobre en su destierro de
Southampton, don Juan Manuel de Rosas, que por sostener lo mismo que
López había sido traicionado y vencido en Caseros por los mismos que
traicionaron y vencieron ahora al mariscal paraguayo, se conmovió,
profundamente emocionado, ante la heroica epopeya americana. El
Restaurador miró el sable de Chacabuco que pendía como único adorno en
su modesta morada. Esa arma simbolizaba la soberanía de América; con
ella San Martín había liberado a Chile y a Perú; después se la había
legado a Rosas por su defensa de la Confederación contra las agresiones
de Inglaterra y Francia. El viejo gaucho ordenó entonces que se cambie
su testamento, porque había encontrado el digno destinatario del sable
corvo de los Andes.
El 17 de febrero de 1869, mientras Francisco Solano López y el heroico
pueblo guaraní se debatían en las últimas como jaguares decididos que
se niegan a la derrota, Rosas testó el destino del "sable de la
soberanía":
"Su excelencia el generalísimo, Capitán General don José de San Martín, me honró con la siguiente manda: 'La espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia será entregada al general Rosas por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria'.
"Y yo, Juan Manuel de Rosas, a su ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a su Excelencia el señor Gran Mariscal, presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos, la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible defender esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria".
No hay comentarios:
Publicar un comentario