Por José Luis Muñoz Azpiri (H)
“El desorden no se cotiza en la bolsa de Londres” Con estas palabras clausuró su último Mensaje al Congreso el Presidente
Roca. Y lo que no se cotizaba en bolsa, así fuera la viva protesta de un país,
no interesaba al presidente. Decidido como estaba, a imponer la sucesión de su
cuñado Juárez Celman – que evidentemente se cotizaba en Londres – comprimió a
la voluntad nacional; edificó sobre el fraude y la violencia esta candidatura y
violentó la voluntad nacional.
La Bolsa de Londres podía estar satisfecha. Juárez Celman, apenas
llegado a la presidencia, iba a entregar todas las obras públicas del país.
Toda la red ferroviaria argentina, todos los servicios a los representantes
financieros de esa Bolsa. Era la lógica resultante de toda una campaña en los
bufetes de los abogados y de los financistas, destinada a mostrar la inconveniencia,
para el Estado, de la administración y la propiedad de sus servicios públicos.
Esa campaña había comenzado en buenos aires en ocasión de la construcción del
Ferrocarril Central Norte, el que, a pesar de resultar más barato que los
ferrocarriles ingleses, fue fustigado en los diarios de Buenos Aires y Londres.
El primer mensaje de Juárez Celman ya lo pinta de cuerpo entero: “La
experiencia no ha señalado un solo hecho en que la mejor de las
administraciones públicas sea siquiera igual a las que ocupan un segundo rango
en las administraciones privadas”. Dijo esto desde la ciudad de Buenos
Aires, de donde partió el Ferrocarril del Oeste, empresa modelo del Estado, que
se había desenvuelto totalmente merced a su propio esfuerzo. Y dijo esto, al
heredar un conjunto de líneas férreas de longitud pareja a las empresas
privadas, fornidas de mejores y más abundantes elementos rodantes en relación
con las distancias servidas y trazadas y construidas a menor costo en terrenos
más accidentados que los que atravesaban las líneas inglesas, por técnicos e
ingenieros argentinos.
Pero para los lacayos de los intereses coloniales, no
existía ni lo evidente cuando se trataba de enajenar el patrimonio nacional: “Mientras
que las compañías privadas o los particulares – decía el soberbio
cipayo – introducen en su industria, innovaciones o
perfeccionamientos, la administración por el estado, sujeta a mil trabas o
indolente por naturaleza de sus funciones, permanece en estado de atraso…Las
compañías son responsables y la responsabilidad puede hacerse efectiva”. En esta “doctrina”, hija de los vencedores de Caseros se han de inspirar
todos los
Entreguistas por más de medio siglo. Juárez Celman planteaba la antinomia “administración privada –
administración estatal” que escondía los verdaderos términos antitéticos de la
cuestión: interés nacional e interés foráneo. Por eso, cuando
propone la venta del Ferrocarril Andino, haciendo caso omiso de la experiencia
ferroviaria nacional, declaró con todo desparpajo: “Queda aún en definitiva
la cuestión de la desventaja económica en la explotación, por los gobiernos o
los industriales y sobre ella la experiencia de todas las naciones, ha
sancionado que la diferencia en contra de la explotación por el Estado, se
halla representada por un exceso de gasto que varía entre 6 y 14 por ciento” La mentira no pudo ser más fragante Los ferrocarriles argentinos,
cruzando zona de producción menos ricas que los ingleses, trazados, realizados
y dirigidos y administrados por argentinos, amortizaban su costo y producían un
interés del 5,12 y del 8,80 por ciento en 1883 y 1884, mientras el
Ferrocarril Central Argentino y los demás ingleses, se hacían garantir un 7%
que nunca alcanzaban y vivían, por lo tanto, permanentemente subsidiados por el
Estado.
Las tarifas argentinas Sabemos también que los ferrocarriles argentinos habían protegido
siempre con tarifas diferenciales las producciones del interior que interesaban
a la economía nacional. También esa política era perniciosa para Juárez Celman,
cabal exponente de un orden que se cotizaba en la Bolsa de Londres. “Esa protección – decía – sólo puede ejercerse con detrimento
de las comarcas más fértiles y laboriosas, compelidas a pagar las diferencias
que esa gratitud relativa produzca entre los gastos de explotación y las
entradas en las secciones pobres de la vías férreas”.
Para Juárez Celman, las diferentes regiones de un mismo país no tenían
obligaciones entre sí. Él tenía estancia en Arrecifes y no le convenía
“subvencionar” a los azucareros del norte.
Las voces de escándalo y alerta ante el despropósito de Juárez Celman –
uno de los gobiernos más corruptos de nuestra historia, “ilustre” antecedente
de los que harían con los ferrocarriles y el resto del patrimonio público en la
década del 90 del siglo XX – fueron muchas, pero al igual que el período de
Menem, desestimadas. Se vendía, en pleno éxito de explotación, lo que el país
entero había construido con su esfuerzo y su ahorro. Síntesis de estas
opiniones es el comentario de El Nacional del 20 de julio de 1887: “¿Qué no se ha dicho de los ferrocarriles? Todo empréstito era poco para
gastarlo en él. Ahora de la Casa Rosada sale esta prosa: el Gobierno “no” debe
hacer ferrocarriles: se declara arrepentido de haberlos hecho…” Y sigue
diciendo el diario: “El gran secreto financiero consiste, pues, en este doble
procedimiento: defender los ferrocarriles del Estado para tener empréstitos, y
renegar de ellos luego de ser administrados por el gobierno para vender los
ferrocarriles para tener dinero”. Como en tiempos recientes, acosado por una deuda creciente en oro, el gobierno
de Juárez Celman intentaba hacerse de recursos vendiendo los ferrocarriles del
Estado, con el pretexto de que el Estado era mal administrador… aunque las
líneas enajenadas, tanto de la Nación como de la Provincia de Buenos Aires,
fueran un modelo de buena gestión comercial. Todo ello acompañado por una
intensa campaña de propaganda que negaba el esfuerzo del pueblo y proclamaba su
infundada incapacidad e indolencia.
Quienes tales cosas afirmaban y siguen afirmando desde los medios, ni siquiera
se tomaron el modesto trabajo de investigar el origen de nuestra fuerza y
desarrollo económico. Es por 1940, que la obra de Scalabrini Ortiz encuentra el
cenit de su desarrollo y también es la fecha clave de la manumisión nacional.
Hoy se reconoce, hasta en el último rincón del país, merced al esfuerzo
denodado del escritor desaparecido, que el imperialismo extranjero coartó
nuestros esfuerzos de emancipación y libertad y que el “riel civilizador” sólo
sirvió para acuñar una locución irónica y desprestigiada. La instrumentación de las vías férreas como herramientas de control de la
economía de un país, ya había sido definida, nada menos, que por un autor
británico, Allen Hurt (1901 -1973) en su libro “This final crisis” (London,
1935) : “La construcción de los ferrocarriles en las colonias y países poco
desarrollados, no persigue el mismo fin que en Inglaterra, es decir, que no son
parte – y una parte esencial – de un proceso general de industrialización.
Estos ferrocarriles se emprenden simplemente para abrir esas regiones como
fuentes de productos alimenticios y materias primas, tanto vegetales como
animales. No para apresurar el desarrollo social por un estímulo a las
industrias locales. En realidad, la construcción de ferrocarriles coloniales y
de países subordinados es una muestra del imperialismo, en su papel
antiprogresista que es su esencia”. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial los vencedores, que habían
avizorado mucho antes al petróleo como la futura gran fuente de negocios,
lograron imponer al crudo, al gas natural y sus derivados como principales
fuente de energía para consumo industrial y doméstico, aunque su logro
fundamental fue la explosión de la industria del automóvil. Si hasta 1950 sólo
los ricos disponían de un automóvil, a partir de entonces su uso se extendió
paulatinamente a las clases medias, y aún a los obreros de los países
desarrollados. Paralelamente la industria y el comercio optaron cada vez más
por el camión – a veces camiones verdaderamente enormes o convoyes largos como
trenes – como medio de transporte de productos primarios y manufacturados, y se
multiplican las compañías de buses, sobre todo en el transporte terrestre
interurbano, confinando de a poco al ferrocarril a un segundo plano.
Entre 1948 y 1960, el patrimonio de EFEA (Empresa de Ferrocarriles del
Estado Argentino) alcanzó el máximo despliegue histórico de ferrovías logrado
en la Argentina, con 43992 km., 2868 estaciones, 547 apeaderos, 3.997
locomotoras a vapor, 529 locomotoras diesel eléctricas, 15 locomotoras
eléctricas (un total de 4.541 locomotoras), 5.013 vagones de pasajeros con
300.100 asientos y 624.400.000 transportadas en 1959 y 90573 vagones de carga
que transportaron ese mismo año 37.573.500 toneladas. Por entonces el personal
ferroviario ascendía a 215.000 agentes y había convertido a la Unión
Ferroviaria y a la Fraternidad en dos de los sindicatos obreros más importantes
de la Argentina. Ingenieros y técnicos argentinos habían desplegado su ingenio
hasta el punto de construir locomotoras nacionales completas e ingeniosos
sistemas automáticos de horarios, señales, comunicaciones y expendio de
boletos. Había enormes talleres ferroviarios de EFEA tanto en Buenos Aires
(Liniers, 37 hectáreas donde, en tiempos de una Argentina sin desocupados,
llegaron a trabajar 4.000 obreros) como en el interior del país: Junín (Bs.
As.), Laguna Paiva y San Cristóbal (Santa Fe). Tafí Viejo (Tucumán, donde
llegaron a trabajar tras su apertura en 1947 más de 20.000 obreros en la
reparación de vagones y locomotoras para la Argentina y también para países
vecinos).
Primeros amagos desarrollistas Es claro que la historia ferroviaria argentina resultó accidentada y contarla
en detalles ocuparía varios volúmenes. Si entre 1857 (inauguración del primer
ferrocarril porteño entre Plaza Lavalle y Floresta, que años más tarde se
convertía en Ferrocarril Oeste) y 1948 (año de la nacionalización de todas las
líneas existentes) el Estado y las compañías privadas – en su mayoría inglesas
y francesas – desplegaron una red de casi 44.OOOkm. en todo el país, no es
menos cierto que a partir de los años 60 la aplicación de las doctrinas
económicas desarrollistas, favorables al avance del complejo petrolero
automotriz, beneficiaron desde entonces el traspaso de la mayor parte de la
comunicación terrestre del país a los transportes de pasajeros y cargas por
carretera (buses y camiones) presentándolos como más eficientes y modernos. Por
esos años, con Perón prohibido y en el exilio, la Argentina se volcó a favor de
los intereses de las trasnacionales petroleras y sus inseparables “compañeros
de ruta”, las automotrices, y por entonces se presentaba como paradigma de
desarrollo la instalación de sus filiales en la Argentina, relegándose a las
empresas privadas nacionales a un papel subsidiario (proveedoras de cemento o
ripio, tubos de perforación o autopartes, por ejemplo). El hecho es que en 1968 la red ferroviaria argentina ya se había reducido
a 40.245 km. Pero las políticas económicas del denominado Proceso de
Reorganización Nacional lograron contraerla aún más, a 34.509 km. y 94.000
puestos de trabajo en 1983, aunque aún así representaban un “mal ejemplo” a
escala continental, ya que todavía conformaban la red ferroviaria más completa
de América Latina, superior todavía a las de Brasil y México. De todas maneras,
una campaña de prensa y medios procuró en forma sistemática, al igual que ahora
y capitaneada por los mismos diarios y protagonistas (empezando por el mentor
de los actuales papagayos televisivos, el olvidable Bernardo Neustadt)
convencer a los argentinos de que sus ferrocarriles daban pérdida, eran
ineficientes y lentos y presentaban constantes atrasos en horarios y entrega de
cargas, todo ello acompañado por una premeditada y creciente supresión del
mantenimiento técnico de los servicios (ni hablar de renovación) por “razones
presupuestarias”
Una historia que se repite Con el advenimiento del menemismo en 1989, la oleada de privatizaciones
de empresas estatales supuso ventas por sumas irrisorias y el caso de los
trenes no fue ajeno a las generales de la ley aplicada en ese período: se
acentuaron en forma impresionante los operativos de desprestigio en los medio,
se abandonaron estaciones, vagones, horarios, controles y servicios completos,
cayeron los salarios de los ferroviarios y ante amagos de protesta gremial, el
presidente respondió: “Ramal que para, ramal que se cierra”. Finalmente
se firmaron concesiones, acompañados por apetitosos subsidios que el Estado
pagaría en adelante por el “lastre” que estaba entregando (nada menos que el
complejo de los ferrocarriles argentinos). El gobierno prometía que con el dinero ahorrado por los costos
ferroviarios el Estado construiría hospitales, escuelas y caminos. pero a lo
largo de la última década, esos subsidios a los concesionarios, de alrededor de
un millón de dólares diarios, representaron sumas equivalentes a las “pérdidas”
que daban los ferrocarriles según el anatema oficial propagado desde 1976. De
este modo los costos del tren siguió asumiéndolos la sociedad y cada refacción
de una estación, arreglo de vías o cambio de ventanillas o asientos continuaron
pagándolos los usuarios por esa vía, mientras las empresas se llevaban (y se
llevan) el total de la recaudación por pasajes y fletes.
Pero las privatizaciones tuvieron un efecto aún más aniquilador: los
34.500 km de vías se vieron reducidos a solo 1.000 km., los empleados pasaron
de 95.000 a 15.000 y desde entonces los trenes de pasajeros circularon
únicamente en el área de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires,
concesionados a empresas como TBA, del colectivero Cirigliano, Metrovías y
Urquiza, de Benito Roggio, y Ferrovías, de Gabriel Romero, unos de los socios
del operador radical Enrique “Coti” Nosiglia, entre otras. Para entonces el
presidente prometía vuelos espaciales de pasajeros de 15 minutos entre la
Argentina y el Japón, “como corresponde a un país que ya forma parte del primer
mundo”. En el caso del transporte de carga se decidió concesionar líneas
completas mediante licitación pública y por un período de 30 años, entregando
todos los bienes e infraestructura por un pago de canon anual. En total se
concesionaron 28.293 kilómetros de vías. El grupo de Techint se quedó con más
de 5.000 kilómetros de los ferrocarriles Roca y Sarmiento. Fortabat, por su
parte, consiguió la línea Roca. El Mitre quedó en manos de la Aceitera Deheza y
los ferrocarriles San Martín y Urquiza fueron para el grupo Pescarmona. Además,
recibieron todas las locomotoras, vagones, materiales y equipos recién
refaccionados y puestos a punto por el Estado nacional, último servicio que
prestarían los talleres ferroviarios antes de su clausura. De acuerdo a un
informe elaborado por la Asociación del Personal de los Ferrocarriles
Argentinos (APDFA). “el precio total de la operación fue un canon de 12
millones de dólares anuales que las empresas nunca pagaron. Y además, en 1996
se firmó un decreto por el cual se suspendió el pago a Argentina siempre fue una planta que crecía de noche y que a la
mañana arrancaban. El problema es que ya se nos está acabando la tierra.
Un país incomunicado y una imprescindible y trabajosa reconstrucción El transporte interurbano de pasajeros, por su parte, se perdió en el
camino. Centenares de pequeños pueblos quedaron aislados desde entonces, al
punto que algunos de ellos son hoy “pueblos fantasma” desde que sus pobladores
migraron hacia otras localidades para ahuyentar los fantasmas de la soledad y a
la falta de trabajo. Un relato descarnado de esta situación, desde una óptica
antropológica, fue realizada por Hugo Ratier de la UBA y el Instituto de
Investigaciones Antropológicas de Olavarría en “Poblados bonaerenses. Vida y
Milagros” editado por el Núcleo Argentino de Antropología Rural y editorial La
Colmena. En este punto el gobierno menemista estableció que las provincias
debían hacerse cargo del servicio y ponerse de acuerdo con las concesionarias de
los trenes de carga, dueñas de las utilidades de la infraestructura
ferroviaria. Como jamás se sancionó la ley de Coparticipación Federal prevista
en la Constitución de 1994 y, por el contrario, el Ministerio de Economía fue
quitando cada año más recursos a las provincias, los resultados están a la
vista. Los posteriores gobiernos de la Alianza y de Eduardo Duhalde mantuvieron
el mantuvieron el statu quo de los grupos privados, relegando una verdadera
solución del problema. A tal punto esto fue así que, después de la devaluación
de enero de 2002, las empresas comenzaron a solicitar que el Estado les pagase
lo que “les debía” por subsidios y les permitiera el incremento de las tarifas,
al mismo tiempo que comenzaron a rebajar la calidad de los servicios., lo que
provocó accidentes y una serie de protestas de los usuarios suburbanos, ante
los cuales la administración Duhalde se limitó a inspeccionar el estado de
seguridad de 66 vagones. Pese a que la mayoría estaban fuera de norma, las
autoridades solo dieron algunas recomendaciones a las empresas, sin adoptar
medidas a propósito de las irregularidades halladas.
Durante la década del Kichnerismo hubo un tímido intento de reactivación
que osciló desde una fantasmagórico “Tren Bala” a la teatralización de la reactivación
de los talleres de Tafí Viejo. No vamos a referirnos a la gestión de Ricardo
Jaime en el Ministerio de transporte porque sería incursionar en el género
negro de la novela policial pero si destacar que no existió un plan ferroviario
integral basado en las potencialidades y necesidades nacionales (y se contó con
más de 10 años para realizarlo), para finalmente optar por la solución de
emergencia de la compra de unidades de origen chino. Material que antes se
fabricaba en el país en los talleres de Fabricaciones Militares con óptimos
resultados y que podría haber sido una excelente oportunidad para la
reactivación de lo que en algún momento se llamó “Industrias para la defensa”,
pero ciertos intereses particulares perfumados con un tufillo de revancha
anticastrense frustraron la iniciativa. Hasta los rieles importamos del país
asiático, rieles que antes se fabricaban y exportaban en la empresa Somisa,
descuartizada por el menemismo, a la cual se le saqueó la perfiladora,
trasladándola a Brasil. Esta empresa no fue “recuperada” por el kichnerismo,
desnudando lo vacío de las críticas a la década del 90, dado que ninguno de los
planes y discursos enunciados contempló una decisiva participación de la
industria nacional. Cuando decimos decisiva nos referimos a una actividad que
no se limite solo al recarrozado de vagones sino a la producción de equipos
completos, locomotoras, reparaciones, proyectos e ingeniería para redes de alta
velocidad, etc. etc.. Ni más ni menos que lo que se hacía en la Argentina en los
talleres ferroviarios casi hechos desaparecer y con la colaboración de empresas
privadas pequeñas y medianas.
Cuando uno lee los acuerdos firmados con China por el ministro De Vido
en julio de 2007 y luego los pergeñados por Cristina Kirchner se da cuenta al
instante que al instante que se dejó en manos del coloso asiático lo
fundamental de la política ferroviaria. Ahora, al parecer, asistimos a los funerales definitivos de los rieles
criollo: “¡Arréglense como puedan! es lo que el Ministro de Transporte Dietrich
– conspicuo representante de los intereses auto transportistas -dijo, con solo
un poco más de “elegancia”, a un grupo de empresarios y funcionarios de la
Mesopotamia, cuando fueron a reclamar por la reactivación del entonces llamado
Ferrocarril Urquiza”, comenta el analista geopolítico y económico Carlos Andrés
Ortiz en un interesante artículo titulado “El abandono del interior profundo”.
La defunción de las líneas férreas además, va acompañada con el de la
industria, la pequeña y mediana empresa, el desarrollo tecnológico y la
investigación científica (“¿Para qué hacerlo si otros ya lo hacen y mejor?”),
la degradación de la educación y la sanidad pública, el deterioro del medio
ambiente, la condena a la mitad de la población al subdesarrollo y la
indigencia, el desmantelamiento de la Defensa Nacional para suprimirla por la
“Seguridad interior”, la implementación de un sistema económico extractivo de
recursos naturales no renovables propio de un capitalismo mercantilista del
siglo XVI, etc. En suma, la aniquilación de todo principio de soberanía, independencia
económica y equidad social en aras de transformar lo que alguna vez fue una
nación en una factoría periférica, cuyos administradores nativos, una vez
terminado el saqueo y desmembrado en país en cuatro pedazos, gozarán de los
beneficios jubilatorios en las metrópolis a las que sirvieron. Es por ello, si aún tenemos esperanza de salvar del naufragio a la
nave donde estamos embarcados, que es imperativo recuperar el control del
patrimonio de los argentinos sobre los ferrocarriles.. La ausencia de los
trenes – se ha dicho en estos días – es el reflejo de un país saqueado y de la
injusticia cotidiana enseñoreada en él durante más de medio siglo. Hoy es
imposible pensar en recuperar el sistema ferroviario nacional sin tener en
cuenta que allí se está jugando también el proyecto de un país más justo. Para
que los trenes vuelvan a llegar hasta los rincones más lejanos de nuestro
territorio se necesita recuperar también las economías regionales. Ya conocemos
la falacia de “provincias inviables”, ahora quieren convencernos que somos un
“Estado fallido” y un “país inviable”.
Fuentes: “Apuntes Históricos Revisionistas” Rosario. 1966
“Ferrocarriles Argentinos”. “Marca tuya” N° 0 Bs. As.
2003
Muñoz Azpiri, José Luis “Hace cincuenta años nos abandonó Raúl
Scalabrini Ortiz (1898-1959)” En: “Ocurrió en Mayo. Recuperando el
pensamiento nacional”. Bs. As. Ed. Fabro.2011
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