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miércoles, 5 de diciembre de 2018

Carlos Pereyra, notable Historiador Mexicano...

por Carlos Mariano Tur Donatti
Carlos Pereyra (1871-1942) fue un difundido y duro crítico de la Revolución Mexicana y un historiador revisionista del pasado americano, desde una perspectiva cerradamente hispanista, convirtiéndose así en el más influyente precursor del nacionalismo conservador y católico en América Latina.
Carlos Pereyra nació en Saltillo, Coahuila, en un hogar de clase media profesional y tuvo a los jesuitas entre sus educadores. Estudió leyes, ocupo cargos públicos.  Fue diputado y diplomático durante los últimos años del porfiriato, y la Revolución lo sorprendió en la embajada mexicana en Washington.  No simpatizó con Francisco I. Madero y criticó su gobierno en notas periodísticas, disimulando su identidad con un seudónimo. Aunque posteriormente denuncia con dureza a Victoriano Huerta por los asesinatos de Madero y Pino Suárez, aceptó ser subsecretario de Relaciones Exteriores y representante diplomático en Bélgica y Holanda, donde fue invitado a integrar el Tribunal Internacional de Arbitraje. Ante el colapso de la dictadura huertista, renuncia a la diplomacia y después de dos años de residencia en Suiza, se traslada a Madrid con su esposa María Enriqueta Camarillo, poetisa de origen veracruzano. Nunca regresará a México, a pesar de una invitación del presidente Venustiano Carranza, que rechaza en términos de virulenta crítica a la Revolución.  

 
En la Editorial América, domiciliada en Madrid y dirigida por Rufino Blanco Fombona, publica en 1917 El crimen de Woodrow Wilson y el editor venezolano en la presentación, sentencia: “El autor de El mito de Monroe es al presente uno de los publicistas de lengua española con más preparación y mejor acondicionamiento para abrir sumario a Yanquilandia y poderla juzgar. Y Don Carlos Pereyra no ha tenido la flaqueza de substraerse al deber de desenmascarar a un pueblo de tartufos, que llevan en los labios la Biblia, y la codicia y la mentira en el corazón”.
En este libro polémico, Pereyra combina las denuncias de las intervenciones estadounidenses en Nicaragua, República Dominicana y México, con un rechazo despiadado a Pancho Villa, todo expresado en una retórica tan indignada como brillante. Para descalificar a Wilson, escribe: “El presidente de los Estados Unidos asume actualmente, según su propia expresión, ser la primera autoridad moral del mundo. Y es verdad. Su apostolado, cualquiera que sea este apostolado, tiene dos grandes elementos que lo hacen formidable: mucho oro por dentro y mucha Biblia por fuera. Con el poder convincente de la corrupción y la magia filistea de las palabras, se puede fundar una superchería universalmente victoriosa”.   En otras líneas candentes, rebosantes de pasión impugnadora y de resentimiento político, golpea: “Pancho Villa es universalmente conocido como facineroso; Woodrow Wilson es conocido como sumo pontífice de la moralidad. Y es sabido de todo el universo que el primer facineroso de los tiempos modernos y el hombre más virtuoso de todos los siglos, estuvieron ligados por una amistad en que el pedante fue un fanático admirador del bandido”.  Según declara en su prólogo se propone llamar la atención sobre el olvido de la solidaridad entre nuestros países, “que es nuestra maldición y será el grillete de nuestra esclavitud”. Y al final, precisa a quienes se dirige: “a los que se juzgan capaces de alistarse para una campaña de liberación”; y en una nota de pesimismo, concluye: “a los que cuando todo fracase, tengan aliento al menos para la protesta”.   Carlos Pereyra fue, qué duda cabe, un consumado panfletista político pero sus ambiciones eran mas vastas: ensayar una relectura de todo el pasado americano y colaborar con sus análisis de coyuntura en los principales diarios de nuestras capitales. Al servicio de este doble objetivo de revisión histórica e influencia política, desplegó una asombrosa capacidad de trabajo y publicó más de treinta títulos y decenas de artículos, leídos y comentados desde Uruguay y Argentina hasta México.   Nuestro prolífico autor se había formado en el positivismo finisecular y su concepción histórica era básicamente elitista y política, aunque su interés sociológico lo llevaba a adentrarse someramente en otros campos de la vida social. Dos decisivos procesos históricos que van a afectar a toda la vida latinoamericana, a principios del siglo XX, contribuyeron a modelar el pensamiento de Carlos Pereyra. La agresiva irrupción del imperialismo estadounidense, después de su fácil triunfo sobre la decadente España, y su despliegue intervencionista en la cuenca del Caribe, Centroamérica y México; y, muy particularmente, el desmoronamiento del Estado oligárquico porfiriano y del intento restauracionista de Victoriano Huerta. Estos dos procesos combinados empujaron a Pereyra al exilio europeo y a una acentuada animadversión hacia la “chusma revolucionaria”. Este laborioso intelectual criollo, como ocurre en otras latitudes latinoamericanas con Gustavo Martínez Zuviría o José de la Riva Agüero, fue abandonando su progresismo autoritario de raíz liberal por una búsqueda de raíces más antiguas, coloniales, hispánicas y católicas    Desde su exilio en Suiza pudo observar el estallido de la Gran Guerra, y ya instalado en Madrid, la culminación de aquella desenfrenada orgía de muerte y devastación, y el desplome de los imperios derrotados. La civilización por antonomasia y la cultura paradigmática estaban en ruinas, y de estos restos emergían las vanguardias artísticas e inéditas experiencias políticas: el bolchevismo y el fascismo. Un mundo estaba muriendo y el siglo XX era parido por la guerra, la revolución y el protagonismo de las masas. ¿Cómo reaccionaría Pereyra ante estos novedosos horizontes políticos y culturales? La Breve Historia de América, editada por Aguilar en 1930, nos proveé de una inestimable guía para comprender su pensamiento y su ambiciosa empresa ideológica. Abre su contraofensiva historiográfica proclamando la rebelión contra “la tesis autodenigratoria”, que afectaría por igual a España y a los pueblos iberoamericanos, “sostenida constantemente durante un siglo hasta formar el arraigado sentimiento de inferioridad étnica, que una reacción puede convertir en un exceso de vanagloria”; para evitar dicho posible exceso, asegura que sólo una “información administrada con severa probidad sabrá dar ponderación a los juicios y solidez a los propósitos”.  Esta comprometedora declaración, de rancio aroma positivista, no logra disimular su acendrada hispanofilia en el periodo colonial y su visceral rechazo a los procesos democratizadores en América Latina. La Breve Historia de América es en realidad la historia de las potencias europeas en nuestras tierras, con particular inclinación a exaltar las realizaciones españolas. Si bien dedicó un largo capítulo inicial a pueblos y culturas precolombinas, con el  desencadenamiento de las empresas conquistadoras la presencia de los pueblos originarios se va diluyendo, por ejemplo, ante la consumación de “la admirable epopeya de la conquista” de México.  En su discurso narrativo no encontramos una línea que aluda a los sufrimientos y reacciones de los vencidos, éstos son borrados prolijamente de su texto. Nuestro ideólogo-historiador adopta una sistemática óptica hispánica y se ubica en las antípodas de aquellos patriotas criollos que un siglo antes reivindicaban a Anáhuac, buscando raíces que justificaran una nueva nacionalidad y la independencia política.  El tratamiento de la época colonial tiene como objetivo refutar las apreciaciones denigratorias, según Pereyra, derivadas de la Leyenda Negra y aceptadas por la opinión dominante en nuestros países. Con su lectura elitista e hispanófila, refiriéndose a los mestizajes, afirma: “El hecho es que contra el indio apenas puede verse el prejuicio”, y para sostener su aserto pone como ejemplos las uniones entre conquistadores españoles y las ñustas incas y las hijas de “Motecuzama”, haciendo notar que estas mujeres indígenas conservaron su orgullo nobiliario. En conclusión, se unieron dos élites destinadas a fraguar la nueva dominación colonial, y el resto de la población poco importaba.  Cuál era la real actitud española ante grueso de la población originaria no le interesaba, aunque Pereyra no pierde la oportunidad de comparar con la actitud inglesa en América del Norte y defendiendo a España y Portugal de conocidas criticas, escribe que no se les podía exigir “que cada indio de los territorios dominados fuese tan letrado como un Pico de la Mirándola y tan feliz como un pastor de Arcadia”.  Considera, por otro lado, que las Leyes de Indias todo lo preveén pero que los criollos no las obedecían, aunque la Iglesia y los encomenderos por interés propio se convirtieron en defensoras de la población indígena. En esta visión justificatoria y apologética de la dominación española, la Iglesia y en particular los jesuitas merecen su mayor elogio, afirmando que “sus servicios a la civilización fueron colosales”. Para Pereyra, el “Imperio” jesuítico del Paraguay era “ admirable” por su “inquebrantable disciplina y productividad económica”; es más, sostiene: “crearon la abundancia con jornadas de seis horas”.  En esta lectura vertical del pasado, no se encuentra un adjetivo condenatorio hacia la esclavitud africana, pareciera Pereyra compartir la opinión de que aquellos hombres eran sólo un tipo particular de mercancías, al punto de adoptar en algunas ocasiones el lenguaje de los tiempos coloniales y llamarlos “piezas”, sin comillas ni cursivas. Tampoco la mayoritaria población indígena le despertaba algún rasgo de comprensión benevolente, al contrario, juzga que: “El indio no trabajaba. Y aún trabajando era rebelde a la metodización de su esfuerzo. Las autoridades ejercían una compulsión para favorecer agricultores y mineros”. La respuesta a este problema de mano de obra para explotar la plata altoperuana, la imaginó el virrey Francisco de Toledo, organizando la llamada mita minera, al que Carlos Pereyra le prodiga el título de “el Solón peruano”.  Si Toledo es ensalzado como el héroe organizador del virreinato sudamericano en el siglo XVI, Tupac Amaru, el caudillo de la gran rebelión de fines del siglo XVIII, es calificado como un líder militar “obtuso”, que permitió a “la chusma” cometer crímenes abominables; y como no podía ser de otra manera, “la insurrección se hundió en el piélago de sus excesos”.  Carlos Pereyra, escudado en una prosa de tramposa objetividad positivista, que mal oculta su notorio desprecio clasista y racista, se excusa de preguntar por las causas de una insurrección que contó con la adhesión de distintos sectores étnicosociales y abarcó desde el sur peruano hasta el noroeste argentino.  Las políticas de la Revolución hacia la tierra y la Iglesia le parecen artificiosas o directamente “monstruosas”. En México, sostiene, la pobreza rural se debe a “deficiencias climatéricas”, para agregar a continuación con habilidad de litigante, pero olvidando su prometida “severa probidad”, que las grandes propiedades intocables son las que han ido a parar a manos  norteamericanas y de “generales agraristas”. Se cuida mucho por otro lado de mencionar que esos desvelos de los “generales agraristas”, tenían profusos antecedentes de militares liberales y prominentes científicos que, durante las administraciones de don Porfirio Díaz, se apropiaron de enormes extensiones baldías o de comunidades campesinas.  Pareciera que para Pereyra la historia otorgaba especiales derechos de saqueo a la aristocracia criolla, pero que iguales latrocinios le resultaban indignantes en esos devenidos en generales de la Revolución. La Constitución de 1917, tampoco se salva de su artillería crítica: contiene algunos preceptos monstruosos contra la Iglesia y en su defensa evoca las obras de Pedro de Gante y Juan de Zumárraga en el siglo XVI. Esta nueva actitud de defensa de la Iglesia tradicional es un rasgo común en intelectuales que se identificaron con los regímenes oligárquicos impugnados, y que veían a la institución eclesiástica como un refugio personal y un indispensable gendarme ideológico para controlar a las masas.
El inicial compromiso metodológico de probidad y mesura, se pierde totalmente ante la pasión política y la retórica contundente al juzgar el gobierno de Plutarco Elías Calles: “administración sangrienta y desquiciadora”; “gobierno de enriquecidos epicúreos, empezó a cultivar simultáneamente dos amores: el de Moscú y el de Washington”; concediendo que el primero podía ser una finta para interesar realmente al segundo, concluye: la colonia tenía dos metrópolis. O, más bien, era “una sucursal y un protectorado”; y el golpe final: “despersonalización por partida doble”. Pero inmediatamente aclara Pereyra que sus opiniones no se deben confundir con “panfletismo”… quizás eran en realidad un ejemplo de severa probidad y juicio sereno, de vieja mesura positivista .  Si el callismo mereció tales descargas de retórica descalificadora, al presidente argentino Hipólito Yrigoyen no le fue nada mejor. Este líder radical que, con apasionado apoyo de masas, inauguró una etapa de apertura y ampliación de la vida política, no alcanzaba la estatura de un estadista y si algo lo distinguía era su prosa estrafalaria y sus silencios de esfinge. Completando su perfil Pereyra agrega, era “explosivo, duro y autoritario”, adhiriendo a la opinión opositora de Hugo Wast, seudónimo literario de Gustavo Martínez Zuviría, novelista católico e hispanista; y, al sostener que Yrigoyen era un anacronismo en 1930, de hecho justificaba el golpe de Estado que en dicho año lo derribó del poder.    A pesar de la poca simpatía que manifestaba hacia Yrigoyen, Pereyra encuentra positivo que el radicalismo “constituyera un muro de contención al socialismo y el comunismo, y que su aspiración sólo atienda a lo político”. Respeto a la gran propiedad territorial, mano dura ante las agitaciones sociales e independencia ante la república imperial, eran políticas gratas a su sensibilidad de viejo criollo mexicano.  Instalado Carlos Pereyra con su esposa María Enriqueta en Madrid en 1916, como ya lo consignamos, se lanza a una intensa y productiva tarea de investigación y divulgación: en 1918-1919 publica siete obras que obtienen favorable recepción en distintos países latinoamericanos. El pensamiento político de Alberdi recibe críticas elogiosas en Montevideo y en Asunción se sienten halagados por Francisco Solano López y la guerra del Paraguay, país en el cual es proclamado como un héroe cultural propio.  "Rosas y Thiers" es leído con atención en Argentina y atendiendo a otros públicos nacionales da a conocer El general Sucre y Tejas, la primera desmembración de Méjico. Anteriormente había publicado en la editorial América, dirigida por Rufino Blanco Fombona: Bolívar y Washington, El mito de Monroe y El crimen de Woodrow Wilson que, con el libro posterior La constitución de Estados Unidos como instrumento de dominación plutocrática , expresa su crítica desmitificadora del sistema político y la acción intervencionista de la potencia anglosajona.  La capital española, con sus bibliotecas y editoriales, constituía la base estratégica para difundir su campaña reivindicatoria en los países de América Latina y, además, sus libros comenzaban a ser difundidos en otros ámbitos lingüísticoculturales, como Portugal e Italia. Martín Luis Guzmán hace notar en el periódico “El Universal” en 1929 que la traducción de La conquista de las rutas oceánicas se exhibía en las principales librerías parisinas, para concluir que “como historiador y como escritor, cuenta con respeto y admiración universales”.  En los años veinte residían en Madrid otros exiliados latinoamericanos de élite como José de la Riva Agüero, asiduo lector de Pereyra y líder intelectual del nacionalismo hispanista en Perú. Cuando en la siguiente década de crisis las posiciones ideológicas se polarizaron –ya en 1929 Manuel Ugarte había emplazado a José Vasconcelos a definirse por Roma o Moscú- los intelectuales y políticos de la nueva derecha autoritaria eran lectores del escritor coahuilense y reconocían su influencia, es el caso de los nacionalistas restauradores argentinos y de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española Tradicionalista.  Si bien toda la obra de Carlos Pereyra responde al designio de reivindicar la tradición hispánica y católica y está motivada por su repudio a las rupturas democráticas en América Latina, desde su atalaya madrileño analiza el acontecer político español y vierte sus crónicas en los más reconocidos diarios latinoamericanos: “El Universal” mexicano, “El Comercio” de Lima y “La Prensa” de Buenos Aires. Desde estas trincheras periodísticas preparaba a la opinión conservadora latinoamericana para apoyar la rebelión militar-falangista de 1936 y, triunfante el bando nacionalista, la dictadura de Francisco Franco le ofreció incorporarse al Instituto Fernández de Oviedo y a su “Revista de Indias”.   Carlos Pereyra fallece en Madrid en 1942 y su sepelio se convirtió en un reconocimiento apoteótico, cultural y político del oficialismo franquista, con la nutrida participación del cuerpo diplomático latinoamericano.
Entre los asistentes a la ceremonia fúnebre hubo fervorosos convencidos de que había llegado la hora del retorno y del destino, de la triunfante utopía del regreso, a cuya fantasiosa posibilidad tanto había contribuido ese caballero andante del hispanismo y la contrarrevolución que fue don Carlos Pereyra. 

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