por A. J. PÉREZ AMUCHÁSTEGUI.
Es demasiado común el ensayo historiográfico destinado a justificar o ponderar una doctrina política, una postulación económica, un punto de vista social. Ante ese fin, que estos ensayistas consideran supremo, no importa la verdad sino en cuanto ella conduzca a consolidar el respectivo criterio. La historia sirve para todo, y cada cual se las ingenia para llevar agua a su molino. La gente cree a unos o a otros, según la tesis sostenida satisfaga o no el prejuicio ya tenido respecto de lo ocurrido, y por eso es tan común oír, en charlas de café, olímpicos disparates, prenunciados en tono magistral, sobre el significado de un hecho histórico y sus concomitancias con la situación actual. Desde la escuela primaria nos han enseñado que la historia es “maestra de la vida”, que “no hay nada nuevo bajo el sol”, que es preciso obtener de la historia enseñanzas positivas para el comportamiento político y moral; que, en fin, la historia sirve y tiene que servir, por sobre todas las cosas, para satisfacer el fin enunciado hace casi 2.000 años por Cicerón: educar al ciudadano. Eso es, casi, un dogma de fe para todas las maestras normales, para la inmensa mayoría de los padres de familia y, todavía, para numerosos directores de la enseñanza que cuentan con el apoyo incondicional del periodismo.
¿Por qué, cabe preguntarse, si en el mundo entero, y también en nuestro país, hay una marcada inquietud por revisar los esquemas historiográficos, los círculos tradicionalmente llamados “intelectuales” siguen aferrados a esos esquemas, temerosos de su ruptura? La comprensión de este problema exige que hagamos una reflexión sobre lo que ha pasado en la Argentina, aunque tengamos que introducirnos un poquito en materia histórica. El 17 de setiembre de 1861 se produjo la batalla de Pavón, y el general Bartolomé Mitre, jefe del ejército de Buenos Aires, quedó dueño del campo mientras el ejército de la Confederación dirigido por el general Justo José de Urquiza, se retiraba aceptando la derrota. Esta victoria porteña aseguró el dominio político de la minoría intelectual que gobernaba Buenos Aires y se calificaba a sí misma de liberal. Ese mismo círculo, además de imponerse políticamente, estableció lineamientos muy firmes en el orden económico-social, y armó una “historia argentina” adecuada a los fines que perseguía. Esa “historia” ponía de relieve la obra de personajes relevantes que, con su acción y con su genio, habían fabricado (o querían fabricar) un país destinado a proveer a Europa de materias primas, para recibir el del Viejo Mundo las mercaderías industrializadas, asegurando el libre cambio. Sobre esas bases, y a imitación de Europa, esos personajes querían fijar normas definitivas e inmutables, sobre las cuales habría de formarse necesariamente el “ser nacional”. Esa historia mostraba principalmente los hechos políticos, pues entendía que los aspectos económicos, sociales, culturales, religiosos, en fin, eran sólo accidentes cuyo entendimiento estaba referido a la acción política realizada. Así, las normas políticas fijadas por los vencedores de Pavón debían superar todos los obstáculos económico-sociales, y las instituciones “liberales” asegurarían un futuro feliz al tiempo que extirparían la “barbarie” de las desiertas pampas, donde se instalaría, en reemplazo, la “civilización” europea.
Esta visión interesada de la historia se adecuaba bien al resto de la actividad política del grupo dominante que, sin duda con buen juicio, entendió que la ciudadanía debía ser educada en ese orden de ideas. Al efecto, organizó una enseñanza debidamente dirigida cuyo laboratorio fue la famosa Escuela Normal de Paraná, cuna de los maestros y profesores que tendrían en sus manos los niveles primario y secundario de la enseñanza. Los egresados de esa Escuela Normal y demás institutos que siguieron a ese establecimiento modelo, salían convencidos cabalmente de que los postulados sostenidos por los vencedores de Pavón eran, sin más vueltas, de valor universal e indiscutible, y de hecho se tornaban en propagandistas del régimen imperante, criterio que imponían, por las buenas o por las malas, en las escuelas. En cuanto hace a la historia, claro está, se seleccionó de la galería de episodios aquellos que concurrían a mostrar que la República Argentina, ya civilizada por haberse formado “a la europea”, es hija de un pasado glorioso, vive en un presente de triunfo y está destinada a un futuro de grandeza siempre y cuando se mantengan incólumes los principios “liberales” proclamados por el círculo dirigente. Romper esos principios equivalía, para esta manera de ver la historia, a traicionar el “ser nacional”, pues estaban convencidos de que los “grandes hombres” liberales habían fijado de una vez para siempre los lineamientos que convenían a la Argentina. De allí que la educación, por conducto de la historia, tenía que exaltar las obras de esos personajes y forzar la aceptación del modelo “liberal” como único posible y aceptable. Tanto fue así, que, para evitar interpretaciones distintas de la historia (para ellos necesariamente erróneas), en 1893 se creó la Junta de Historia y Numismática (que luego pasó a ser Academia Nacional de la Historia), destinada expresamente a defender la “historia liberal” y a condenar todo intento de revisión. En 1890 hubo una grave crisis económica que repercutió en muy diversos órdenes, y el gobierno no pudo frenar el desastre. En julio de ese año se produjo una revolución que, aunque vencida, dio por resultado la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman y exigió la adopción de medidas proteccionistas reñidas con el sistema “liberal”.
Cuando apuntaba el siglo XX, el país no era lo que habían imaginado los vencedores de Pavón. La llegada de grandes masas de inmigrantes había cambiado el aspecto demográfico, sí, pero creado nuevos y arduos problemas. El doblamiento de las extensas pampas no había modificado la forma de distribución de las tierras y las riquezas; la concentración de habitantes en las ciudades iba haciendo más firmes las inquietudes y las demandas obreras; se había formado una numerosa clase media, integrada por hijos nativos de chacareros y comerciantes, que ahora aspiraban a intervenir en el manejo de la política y rivalizaba con la vieja clase dirigente. Cada día eran más violentas y más fundamentadas las críticas al régimen institucional; y cada día se dudaba más de la historia liberal, habían fijado definitivamente el destino nacional, al tiempo que se procuraba investigar sobre la supuesta perversidad de los condenados por el liberalismo.
Ya a fines del siglo XIX habían surgido dos corrientes historiográficas paralelas que bregaban por la revisión de la historia argentina. Una de ellas, representada por Juan Agustín García, se interesaba por los problemas económicos y sociales; la otra seguía centrada en lo político aunque con nuevos enfoques, estaba encabezada por Adolfo Saldías y Ernesto Quesada. Luego, en los primeros veinte años de nuestro siglo, hubo sucesos internos y externos que impulsaron esa revisión: en 1912 los chacareros de Alcorta (Santa Fe) levantaron la primera protesta colectiva por el régimen de arrendamiento rural; dos años más tarde, 1914, estalló en Europa la primera guerra mundial, que se extendió a lo largo de cuatro años. Durante esa guerra se fortificó provisionalmente la industria argentina, y con ello aumentó la concentración urbana junto con las demandas obreras. En 1916, el voto universal, secreto y obligatorio instaurado en 1912 por la Ley Sáenz Peña hizo posible la victoria del movimiento Radical, que representó el ingreso de la clase media en la dirección de los negocios públicos. En 1919, por fin, una huelga general, reprimida con gran energía, provocó la llamada “semana trágica”. Se establecieron condiciones minuciosas para la aprobación de los textos escolares por vía administrativa, asegurando así que esos textos respondieran a los lineamientos liberales ahora fijados por conducto de los académicos y los funcionarios del Ministerio. De tal manera se impuso formalmente una historia oficial que debía enseñarse obligatoriamente, con el objeto de justificar las instituciones creadas por el liberalismo y de presentarlas como “permanentes e inmutables”. Pero alrededor de 1930 comenzó a advertirse que ese sistema económico era, además de ineficaz, dañino. Ocupada ya la tierra productiva disponible tras las conquistas de la pampa y del Chaco, no era posible obtener mayor rendimiento con el régimen de explotación centrado en el latifundio, el arrepentimiento y la concentración de las exportaciones en unas pocas manos, con perjuicio del pequeño productor que, a fin de cuentas, trabajaba para beneficio de grandes terratenientes y de consorcios aprovechados. Además, cuando terminó la guerra (1918) volvieron a entrar al país mercaderías elaboradas por la industria europea que muy pronto se impusieron y, en consecuencia, quedó destruida esa incipiente industria nacional que, durante los años del conflicto, se había instalado para salvar las necesidades del abastecimiento interno. En el año 1929 se produjo en el mundo una crisis tremenda, iniciada en los Estados Unidos, que llevó a la quiebra a muchas instituciones bancarias e hizo tambalear a grandes industrias. Esa crisis afectó grandemente a la Argentina, en donde se advirtió que, por hallarse en dependencia económica de Europa, quedaba expuesta a ser arrollada por cada catástrofe que se produjera en aquel continente. En esa época aparecieron historiadores que se titularon “nacionalistas”, como Raúl Scalabrini Ortiz, quienes denunciaron esa dependencia económica en que se hallaba la Argentina, y exigieron la revisión de las creencias liberales que sostenían la identidad de intereses europeo-argentinos y, por lo mismo, consideraban indispensable la subordinación de la economía nacional a otra extranjera. Paralelamente, hubo en el Congreso ruidosos debates sobre la comercialización de las carnes, las concesiones de electricidad, la explotación del petróleo, etcétera; al tiempo que el movimiento sindical se organizaba en una central obrera (Confederación General del Trabajo) y comenzaba a adquirir conciencia de su fuerza. A la corriente nacionalista se sumó luego la interpretación materialista-histórica, que, con obras como la de Ricardo Ortiz, también denunciaba la dependencia económica. En definitiva, por distintos caminos y hasta con métodos antagónicos las nuevas corrientes historiográficas exigían una revisión profunda de esa “historia oficial” impuesta por el liberalismo y conservada por la Academia, pues ella no servía para entender la áspera realidad argentina que se estaba viviendo. La segunda guerra mundial, desatada en 1939, repercutió nuevamente en la conformación económico-social de la Argentina, donde se produjeron significativos cambios políticos. Así, aparecieron historiadores nacionalistas con vocación popular, quienes procuraron entender el momento histórico que estaban viviendo como culminación de un proceso arraigado en el pasado argentino. De allí la ponderación a todo intento de apoyo a la industria nacional habido a lo largo de los siglos, y de allí la exaltación del “caudillismo” como expresión auténtica del movimiento popular. La ya apelada historiografía académica de corte liberal sintió un feroz impacto; pues a la gente le comenzó a interesar más lo nacional que lo europeo, más lo social que lo individual, más los sentimientos populares que las ideas de hombres considerados como providenciales.
Las violentas polémicas entre “academicistas” y “revisionistas” llevaron a una lamentable confusión de términos, para acabar dando a “revisión” un significado muy particular: se aplicó el “revisionismo histórico” un matiz político tendiente a justificar un cambio institucional que rompiera los esquemas político-económicos establecidos por el liberalismo. La historiografía se politizó en grado sumo, y la renovación cayó en los vicios que combatía. A fin de cuentas, los revisionistas que querían imponer como “historia oficial” su propia versión de la historia, al tiempo que los “academicistas” querían conservar la oficialidad de la suya…
Todo “ismo” representa, a la postre, una posición reñida con la seriedad científica, en tanto supone una toma de posición doctrinaria previa a la investigación. Los “istas” no investigan para conocer realmente lo ocurrido, sino que procuran armar una historia que les sirva para fundamentar la doctrina que defienden. En buena medida, algunos valiosos estudios de los “revisionistas” se malograron por obra de una tendenciosa interpretación puesta al servicio de intereses extra históricos. Y los “academicistas” hallaron allí un buen argumento para señalar la parcialidad del “revisionismo” y condenar toda nueva visión de la historia argentina que se alejara de las líneas liberales fijadas “oficialmente”.
Esto asusta y enerva a algunos penates de la historiografía liberal todavía supérstites, que siguen empeñados en ser los guardianes de la “historia oficial” en crisis. Un diario porteño, fiel representante de esa posición, decía a fines de 1969:
“La historia patria no puede ni debe ser utilizada al servicio de consignas ideológicas o partidistas de cada instante de la vida política, pues ello significa corrompen su alta misión, utilizar su bagaje con deshonestidad intelectual y sembrar la semilla de la discordia antes que la unidad nacional. Los libros y las publicaciones, o los docentes que aprovechan de su posición para exaltar las tendencias y posturas que niegan las tradiciones argentinas sobre las que se apoya indiscutidamente nuestra naturaleza política, originan un grave daño cuyas derivaciones resultan imprevisibles. Es por ello que en este terreno la preocupación por el perfeccionamiento didáctico de la enseñanza de la historia debe ir acompañado, inexcusablemente, de la observación atenta por parte de las autoridades y la sociedad toda para que las formas de vida republicanas nacidas en Mayo sean la única vía por donde transite nuestra niñez y nuestra juventud”.
Ese párrafo no tiene desperdicio. Se condena la utilización de la historia para beneficio de “consignas ideológicas o partidistas de cada instante de la vida política”, precisamente porque se considera que las “consignas ideológicas o partidistas” defendidas por el editorialista no pueden ser otras más que las suyas. Cualquiera otra posición queda tachada de “deshonestidad intelectual” porque niega pretendidas tradiciones argentinas que constituyen “indiscutidamente” el basamento de una utópica “naturaleza política”. Y se pretende que las autoridades, y aun la sociedad toda, vigilen esas desviaciones, para asegurar que los educandos (y a través de la enseñanza todo el mundo) no oigan otra voz que aquélla que postula “las formas de vida republicanas nacidas en Mayo”. Así, la historia que se enseña en las escuelas sólo podrá ceñirse a lo que la historiografía grata el articulista señala como “tradición nacional”, que por ello debe ser “indiscutida” a menos que medie “deshonestidad intelectual”. Y nadie podrá negarlo, porque hay una “naturaleza política” de raigambre republicana nacida en Mayo de 1810 y sustantiva en la nación misma.
En otras palabras, la historiografía, por las buenas o por las malas, tiene que defender la vapuleada y ridiculizada “línea de Mayo y Caseros” del orden institucional, aunque las instituciones, como sabe un chico de cuarto grado, nada tengan de “naturales” ya que son hechas por los hombres. Y habrá de insistirse en que esa corriente es “indiscutible”, aunque no aguante la menor crítica. Y habrá de sostenerse que los más conspicuos hombres que hicieron la revolución de Mayo eran repúblicos hasta la médula, aunque la mayoría de ellos se hayan volcado contra el régimen republicano para defender con firmeza el establecimiento de una “monarquía temperada”... Quien analiza sin prejuicios el editorial periodístico que hemos reproducido parcialmente, convendrá, seguramente, en que, al revés de lo que dice el articulista, “las autoridades y la sociedad toda” deben esforzarse en desarraigar las muy discutibles “tradiciones nacionales” impuestas coercitivamente por estos representantes de “consignas” liberales, que pretenden establecerlas como dogma religioso o ley natural.
Todas esas posiciones, “academicistas” (como la señalada) o “revisionistas” (como también existen), apuntan al conocimiento histórico como fin ético-político. Pero en la actualidad, el estudio serio de la historia está en otra cosa, y exige la consideración del saber histórico atendiendo al objeto científico de la investigación. Hoy la ciencia es menos pretenciosa, porque entiende que nada es definitivo ni irreversible en el saber, en tanto sabe que la verdad es algo que el hombre se propone alcanzar y, por lo mismo, siempre queda abierta la investigación a nuevas orientaciones, a nuevas inquietudes, a nuevas visiones. Revisar la historia no supone, pues, fabricar una verdad distinta para que se imponga de manera definitiva y se “oficialice”.
Revisar la historia equivale a indagar en la realidad buscando sin cesar una verdad que satisfaga las inquietudes de nuestro tiempo, y haga comprensible esta realidad presente en que nos hallamos viviendo. En eso consiste, básicamente, el compromiso del historiador con la sociedad en que vive. Nuestra sociedad actual advierte la complejidad multiforme del momento en que vivimos, y por eso mismo no acepta, por anacrónica, esa historiografía brillante que pretendía fijar fáciles y simples líneas del desenvolvimiento histórico universal. La historia, como dicen Vives, es fluctuación generalmente imprevisible, y el comportamiento histórico del hombre no puede entenderse a la luz de fines extra-históricos, sino adentrándose esa realidad viva y palpitante que es lo que vamos haciendo. Y el historiador de hoy no quiere ni pretende otra cosa.
Las más diversas expresiones culturales de nuestros días están, de alguna manera, impregnadas de conciencia social. Pintores, músicos, literatos, científicos, filósofos, deportistas, obreros, estadistas, agricultores, periodistas, industriales, economistas, comerciantes, juristas, arquitectos, todos, en fin, los que hacen cosas (y al hacer cosas crean cultura), saben que su obra no empieza ni termina en ellos, sino que trasciende, que se transfiere a la sociedad en que viven, la cual, a su vez, condiciona y limita la creación cultural al tiempo que incita a la acción. Incluso quienes pretenden jactarse de un egocentrismo rayano en la megalomanía advierten, siquiera en el fuero íntimo, que forman parte de una sociedad condicionada y condicionante de la que no pueden zafarse.
Hoy es imposible la vida de anacoreta que envidiaba Fray Luis de León en aquellos “pocos sabios que en el mundo han sido”. Ni el santo busca ya “huir del mundanal ruido”, porque ha cambiado radicalmente el medieval y ascético sentido de santidad, para trocarse, por injerencia de lo social, en actividad caritativa permanente y generosa. El ermitaño San Jerónimo y el contemplativo Budha tienen que ser emulados hoy, en sus respectivas culturas, por verdaderos revolucionarios como Juan XXIII y el Mahatma Ghandi.
El avance prodigioso del transporte y las comunicaciones ha achicado el mundo, poniendo en contacto a la humanidad entera. Por lo mismo, cada vez resulta menos aceptable la pretensión de una historia “nacional” de apariencia ultralocalizada, en tanto hasta los escolares advierten que, ayer como hoy, la historia de cualquier pueblo está demasiado ligada al resto del mundo, y sobre todo a aquellos países que detentan la hegemonía.
Antes se miraba al pasado para buscar el modelo sobre el cual habría de constituirse el futuro. Hoy, en cambio, se aspira a un futuro que mejore y supere los defectos del presente arraigados en el pasado. Ya no se recurre a la historia para extraer de ella leyes normativas. Hoy nos interesamos por el pasado porque el drama múltiple y conflictivo de nuestra vida presente nos impele a observar el cambio con el objeto de comprender los incesantes avatares de la realidad en que estamos inmersos. La empicada y pretenciosa “historia maestra de la vida” va siendo reemplazada aceleradamente por una “historia como comprensión de la vida”, es decir, una historia viva, dinámica, dramática, conflictiva, que nos permita entender la vida presente y aspirar al futuro morigerando las ingenuas esperanzas engendradas en las concepciones de un devenir necesario y feliz.
No es posible ninguna actividad humana marginada de la historia. Solo un necio o un tonto podría suponer que no hay diferencias entre el mundo psíquico medio de los artesanos o los siervos de la gleba del siglo XII y los obreros fabriles o los campesinos de nuestro siglo XX; tampoco podría compararse, ni someramente, las concepciones científicas de Newton y de Einstein, o las políticas de Pericles y Kennedy. Los contenidos psíquicos de cada uno de ellos son distintos, porque cada uno ha vivido en su tiempo histórico; y la llamada “herencia cultural” es hija de ese patrimonio cambiante y enriquecido que nunca se da por satisfecho y siempre es susceptible de modificarse, adecuarse, transformarse en función de nuevos intereses, de nuevas circunstancias, de nuevas creaciones. Ha entrado en crisis el aforismo salomónico de que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Todos los días vemos cosas nuevas, y esas novedades obligan a desechar las presuntas “verdades eternas” y a sonreírnos ante los “principios inmutables” con relación al campo del saber. Cada momento de nuestra vida nos obliga a ubicarnos correctamente en la realidad histórica que vivimos, para consolidar una realidad futura sobre la base de la acción responsable en el presente.
Quien esté dispuesto a reconocer que en toda interpretación historiográfica puede haber enfoques que concurran a despejar dudas, y que el método de investigación permite y aun exige la apertura a las más diversas doctrinas; quien, en fin, quiera comprometerse radicalmente con la sociedad en que vive para experimentar internamente los afanes, los temores, las angustias y las esperanzas de esa sociedad, embárquese en la historia.
Y quien opte por dedicarse de lleno al profesorado de Historia debe cumplir las mismas condiciones, sumadas a una vocación docente que lo habilite para enseñar a sus alumnos a ubicarse en la realidad. Porque es hasta inhumano engañar al educando mostrándole una historia fácil y feliz. Con ello, cuando ese adolescente se enfrenta a la realidad, lo hace en la creencia de que podrá poner en obra las líricas e irrealizables ilusiones propias de su edad y de su desconocimiento de la realidad histórica circundante. Así, se halla como huérfano en su propia cultura en tanto desconoce su correcta ubicación y, por ende, sus posibilidades afectivas para la acción. Esos manidos “principios inmutables” que creía hallar gracias al falseamiento histórico no aparecen en la vida real, y se halla inerme y desamparado para la lucha por la vida. El profesor de historia, más que ningún otro docente, debe tener siempre en cuenta que, si se quiere desvirtuar el aforismo de Plauto (el hombre es un lobo para el hombre), sin duda no podrá lograrlo sin señalar, primero, la existencia efectiva de los lobos…
Buenos Aires, agosto de 1971.
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