Por Ana Moya
Ya decía Rubén Darío: “No se concibe a Alejandro Magno sin Bucéfalo; al Cid, sin Babieca; ni puede haber Quijote sin Rocinante, ni poeta sin Pegaso”. Éste, que era el caballo de Zeus, fue el primer medio de comunicación y transporte que se elevó por los aires. También pasó a la historia Genitor, el caballo de Julio César. El nombre, que significa padre, creador, se lo puso César en homenaje a su padre. Alejandro Magno, cuenta la leyenda, le pidió a su padre, el rey Filipo de Macedonia, uno de esos “caballos de Tesalia” que eran los mejores del mundo para la guerra. Así tuvo a Bucéfalo, de color negro azabache y con una estrella blanca en la frente con forma de cabeza de buey, que despertaba el asombro por su belleza y gallardía. Los centauros eran de otra clase: seres monstruosos, mezcla de hombre y caballo. Píndaro, el poeta griego, los hizo hijos de Centauro, hijo de Apolo y Estilbe, y de yeguas magnesias. Compañero del hombre en las buenas y en las malas, el caballo se subió a las calesitas y se hizo pony para que lo monten los niños, se perpetuó en el bronce y se instaló en el naipe de la baraja española y en el tablero de ajedrez y en el cine y en la literatura.
Ya decía Rubén Darío: “No se concibe a Alejandro Magno sin Bucéfalo; al Cid, sin Babieca; ni puede haber Quijote sin Rocinante, ni poeta sin Pegaso”. Éste, que era el caballo de Zeus, fue el primer medio de comunicación y transporte que se elevó por los aires. También pasó a la historia Genitor, el caballo de Julio César. El nombre, que significa padre, creador, se lo puso César en homenaje a su padre. Alejandro Magno, cuenta la leyenda, le pidió a su padre, el rey Filipo de Macedonia, uno de esos “caballos de Tesalia” que eran los mejores del mundo para la guerra. Así tuvo a Bucéfalo, de color negro azabache y con una estrella blanca en la frente con forma de cabeza de buey, que despertaba el asombro por su belleza y gallardía. Los centauros eran de otra clase: seres monstruosos, mezcla de hombre y caballo. Píndaro, el poeta griego, los hizo hijos de Centauro, hijo de Apolo y Estilbe, y de yeguas magnesias. Compañero del hombre en las buenas y en las malas, el caballo se subió a las calesitas y se hizo pony para que lo monten los niños, se perpetuó en el bronce y se instaló en el naipe de la baraja española y en el tablero de ajedrez y en el cine y en la literatura.
Más modesto, el caballo criollo de América Latina es el descendiente directo de los caballos que llegaron con don Pedro de Mendoza y que terminaron multiplicándose sin orden ni concierto. Fueron esos equinos españoles -andaluces, portugueses y árabes- los que transmitieron su sangre a estos nobles pingos que durante cuatro siglos se adaptaron a las llanuras de América del Sur, desarrollando resistencia a las enfermedades y al trabajo junto con una sobriedad natural intransferible. Los nativos primero y los gauchos después, los hicieron medio de transporte, compañeros de caza, de trabajo y de juegos. Naturalmente el criollo se consolidó como el caballo del gaucho para el trabajo con el ganado. A finales del siglo XIX, la llegada de machos europeos o de América del Norte contaminó la raza; hasta que algunos criadores apasionados emprendieron una selección rigurosa que consolidó aquellas extraordinarias condiciones de resistencia y adaptación al medio. Y las pruebas de resistencia en travesía dieron dos ejemplares con destino icónico y literario: Mancha y Gato. Las inscripciones de esta raza en la SRA se realizan desde 1917: casi todos los pelajes son aceptados en su estándar, excepto el tobiano y el pintado.
iChiche, moro, zaino…!
Todos han merecido el bronce: el oscuro de Urquiza, el moro de Quiroga, el blanco de Belgrano. Seguramente, el general San Martín utilizó una docena de caballos en sus campañas, pero sólo han trascendido algunos: el bayo de San Lorenzo, que murió en aquel combate por una bala de cañón (apretado por el animal, el gran jefe fue rescatado por el sargento Cabral). Otros fueron el alazán tostado de cola cortada al corvejón y el zaino oscuro de cola abundante, ambos, según menciona su amigo Jerónimo Espejo, caballos de paseo de San Martín en Mendoza; o el que le regaló Simón Bolívar después de la entrevista de Guayaquil. ¿Recurso estilístico de pintores de la época? ¿Paradigma de perfección? Del color que fuere, el caballo criollo -que sin duda montó San Martín- fue el verdadero protagonista de sus campañas, pero los pintores de la época no le dieron crédito en sus lienzos. Y qué decir de nuestras mulas, más propicias para la montaña, ésas que eligió el Libertador para cruzar los Andes. Subercaseaux, Rugendas, Ballerini, Carlssen, Vila y Prades, pintaron siempre al general montado en un caballo blanco.
Al entrar en Buenos Aires, el mediodía del 5 de octubre de 1820, para reponer al gobernador Martín Rodríguez, Rosas montaba “un soberbio tordillo patas negras, de grande caja, de manos finas, nerviosas y atrevidas.. .“, refiere el historiador Adolfo Saldías.
Y Juan Manuel Beruti, en su libro “Memorias curiosas”, señala que Rosas, en una carta dirigida a Quiroga, le escribía acerca de un colorado pampa que habría montado en la batalla de Puente de Márquez (en el límite de Villa Udaondo y Paso del Rey, provincia de Buenos Aires) el 26 de abril de 1829. El testimonio de Máximo Aguirre en “Los caballos del Restaurador”, consigna una acotación de don Juan Manuel: “El mejor caballo que he tenido y tendré jamás, me lo regaló don Claudio Stegmann. Era bayo, del Entre Ríos…”. Y don Emilio Solanet en su conocido libro “Pelajes criollos”, señala que en vísperas de Caseros (3 de febrero de 1852) se lo vio a don Juan Manuel revistando sus tropas en un soberbio caballo gateado, marca del chileno Saavedra. Conocida la derrota, Rosas partió con su caballo a la Legación Inglesa (en la calle Bolívar, entre Venezuela y México).
El caudillo santafesino Estanislao López (1786- 1838), después de vencer a Dorrego en El Gamonal, el 2 de septiembre de 1820, aceptó una invitación de Rosas para visitarlo en la estancia Los Cerrillos en el verano. Allí, en medio del agasajo -que duró ocho días- López destinó repetidos elogios a los montados del anfitrión. Rosas vio por dónde venía la mano y trató de “salvar” a un tordillo negro: “Éste es el único que me reservo, porque es de la silla de Encarnación; si no le diría ‘tómelo’, como puedo hacerlo con los otros”. Según se lee en “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, de Manuel Bilbao, Rosas lo invita a elegir otros: “… López… se apresuró en señalar un pangaré que ese mismo día había montado el dueño de casa. Éste ordenó inmediatamente que le pusieran su recado”.
Sarmiento recoge en Facundo otro encuentro de López y Rosas al que se agrega Quiroga. “los tres caudillos hacen prueba y ostentación de su importancia personal. ¿Sabéis cómo? Montan a caballo los tres y salen todas las mañanas a gauchear por la pampa: se bolean los caballos, los apuntan a las vizcacheras, ruedan, pechan, corren carreras. ¿Cuál es el más grande hombre? El más jinete, Rosas, el que triunfa al fin. Una mañana va a invitar a López a la correría: ‘No, compañero’, le contesta éste; ‘si de hecho es usted muy bárbaro”. Rosas, en efecto, los castigaba todos los días, los dejaba llenos de cardenales y contusiones. Estas justas del Arroyo de Pavón han tenido una celebridad fabulosa por toda la República, lo que no dejó de contribuir a allanar el camino del poder al campeón de la jornada, el imperio al más de a caballo.
Quiroga tenía un motivo fundamental para odiar a López: el general Lamadrid se había apoderado en La Rioja de su famoso moro al que su dueño le adjudicaba poderes sobrenaturales: dicen que lo consultaba y seguía sus “consejos” al pie de la letra.
Luego de la batalla de El Tío, el caballo fue a parar a manos de López. Cuando Quiroga se lo reclamó, don Estanislao no quiso devolvérselo. El General Paz, en sus memorias, también se ocupa del moro. Recuerda una sobremesa de oficiales en la que todos se mofaban del caballo “confidente, consejero y adivino del general Quiroga”. Dicen que, picado, un antiguo oficial les dijo: “Señores, digan ustedes lo que quieran, ríanse cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se puso mañero el día de La Tablada, porque el general no siguió el consejo de evitar la batalla. Soy testigo de que ese día no se dejó poner el freno”.
Quiroga le pidió a Rosas que interviniera ante el caudillo santafesino pero ni así recuperó el caballo: “Puedo asegurarles compañeros que dobles mejores se compran a cuatro pesos donde quiera -responde López-; no puede ser el decantado caballo del general Quiroga porque éste es infame en todas sus partes”. Siguiendo instrucciones del Restaurador, Tomis de Anchorena escribió a Quiroga rogándole que no haga del tema del caballo un asunto de Estado que podría perturbar la marcha de la República y hasta le ofreció una indemnización. La respuesta de Quiroga (12 de enero de 1832): “Estoy seguro de que pasarán muchos siglos para que salga en la República otro caballo igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina”. El santafesino nunca devolvió el moro.
El doctor Osvaldo Pérez en su libro “Vida de ilustres caballos”, refiere que el general Justo José de Urquiza (1801-1870) tenía un tordillo al que llamaba El Sauce, que fue inmortalizado en un óleo por Juan Manuel Blanes (1830-1901). Añade más adelante: “En la batalla de Caseros, librada el 3 de febrero de 1852, Urquiza montó un caballo moro enjaezado de plata. Con el mismo animal entró en Buenos Aires diecisiete días después…”. De Francisco “Pancho” Ramírez (1786-1821) consigna que:
“… Solía montar un azulejo célebre por su velocidad y guapeza. Cuando Ramírez fue vencido por Estanislao López, le pidió a su querida Delfina que pasara con su escolta a la provincia de Entre Ríos, que él, con su azulejo, no tendría problemas ..
Con respecto al general Güemes, el autor cita a Juana Manuela Gorriti: “Montaba con gracia infinita un fogoso caballo negro cuya larga crin acariciaba con mano distraída, mientras inclinada hacia su compañero, hablaba en actitud de abandono”. Era el tordo, uno de los caballos favoritos de Güemes, junto con el Gateado, un bayo de crines, cola y patas negras.
Todos han merecido el bronce: el oscuro de Urquiza, el moro de Quiroga, el blanco de Belgrano. Seguramente, el general San Martín utilizó una docena de caballos en sus campañas, pero sólo han trascendido algunos: el bayo de San Lorenzo, que murió en aquel combate por una bala de cañón (apretado por el animal, el gran jefe fue rescatado por el sargento Cabral). Otros fueron el alazán tostado de cola cortada al corvejón y el zaino oscuro de cola abundante, ambos, según menciona su amigo Jerónimo Espejo, caballos de paseo de San Martín en Mendoza; o el que le regaló Simón Bolívar después de la entrevista de Guayaquil. ¿Recurso estilístico de pintores de la época? ¿Paradigma de perfección? Del color que fuere, el caballo criollo -que sin duda montó San Martín- fue el verdadero protagonista de sus campañas, pero los pintores de la época no le dieron crédito en sus lienzos. Y qué decir de nuestras mulas, más propicias para la montaña, ésas que eligió el Libertador para cruzar los Andes. Subercaseaux, Rugendas, Ballerini, Carlssen, Vila y Prades, pintaron siempre al general montado en un caballo blanco.
Al entrar en Buenos Aires, el mediodía del 5 de octubre de 1820, para reponer al gobernador Martín Rodríguez, Rosas montaba “un soberbio tordillo patas negras, de grande caja, de manos finas, nerviosas y atrevidas.. .“, refiere el historiador Adolfo Saldías.
Y Juan Manuel Beruti, en su libro “Memorias curiosas”, señala que Rosas, en una carta dirigida a Quiroga, le escribía acerca de un colorado pampa que habría montado en la batalla de Puente de Márquez (en el límite de Villa Udaondo y Paso del Rey, provincia de Buenos Aires) el 26 de abril de 1829. El testimonio de Máximo Aguirre en “Los caballos del Restaurador”, consigna una acotación de don Juan Manuel: “El mejor caballo que he tenido y tendré jamás, me lo regaló don Claudio Stegmann. Era bayo, del Entre Ríos…”. Y don Emilio Solanet en su conocido libro “Pelajes criollos”, señala que en vísperas de Caseros (3 de febrero de 1852) se lo vio a don Juan Manuel revistando sus tropas en un soberbio caballo gateado, marca del chileno Saavedra. Conocida la derrota, Rosas partió con su caballo a la Legación Inglesa (en la calle Bolívar, entre Venezuela y México).
El caudillo santafesino Estanislao López (1786- 1838), después de vencer a Dorrego en El Gamonal, el 2 de septiembre de 1820, aceptó una invitación de Rosas para visitarlo en la estancia Los Cerrillos en el verano. Allí, en medio del agasajo -que duró ocho días- López destinó repetidos elogios a los montados del anfitrión. Rosas vio por dónde venía la mano y trató de “salvar” a un tordillo negro: “Éste es el único que me reservo, porque es de la silla de Encarnación; si no le diría ‘tómelo’, como puedo hacerlo con los otros”. Según se lee en “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, de Manuel Bilbao, Rosas lo invita a elegir otros: “… López… se apresuró en señalar un pangaré que ese mismo día había montado el dueño de casa. Éste ordenó inmediatamente que le pusieran su recado”.
Sarmiento recoge en Facundo otro encuentro de López y Rosas al que se agrega Quiroga. “los tres caudillos hacen prueba y ostentación de su importancia personal. ¿Sabéis cómo? Montan a caballo los tres y salen todas las mañanas a gauchear por la pampa: se bolean los caballos, los apuntan a las vizcacheras, ruedan, pechan, corren carreras. ¿Cuál es el más grande hombre? El más jinete, Rosas, el que triunfa al fin. Una mañana va a invitar a López a la correría: ‘No, compañero’, le contesta éste; ‘si de hecho es usted muy bárbaro”. Rosas, en efecto, los castigaba todos los días, los dejaba llenos de cardenales y contusiones. Estas justas del Arroyo de Pavón han tenido una celebridad fabulosa por toda la República, lo que no dejó de contribuir a allanar el camino del poder al campeón de la jornada, el imperio al más de a caballo.
Quiroga tenía un motivo fundamental para odiar a López: el general Lamadrid se había apoderado en La Rioja de su famoso moro al que su dueño le adjudicaba poderes sobrenaturales: dicen que lo consultaba y seguía sus “consejos” al pie de la letra.
Luego de la batalla de El Tío, el caballo fue a parar a manos de López. Cuando Quiroga se lo reclamó, don Estanislao no quiso devolvérselo. El General Paz, en sus memorias, también se ocupa del moro. Recuerda una sobremesa de oficiales en la que todos se mofaban del caballo “confidente, consejero y adivino del general Quiroga”. Dicen que, picado, un antiguo oficial les dijo: “Señores, digan ustedes lo que quieran, ríanse cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se puso mañero el día de La Tablada, porque el general no siguió el consejo de evitar la batalla. Soy testigo de que ese día no se dejó poner el freno”.
Quiroga le pidió a Rosas que interviniera ante el caudillo santafesino pero ni así recuperó el caballo: “Puedo asegurarles compañeros que dobles mejores se compran a cuatro pesos donde quiera -responde López-; no puede ser el decantado caballo del general Quiroga porque éste es infame en todas sus partes”. Siguiendo instrucciones del Restaurador, Tomis de Anchorena escribió a Quiroga rogándole que no haga del tema del caballo un asunto de Estado que podría perturbar la marcha de la República y hasta le ofreció una indemnización. La respuesta de Quiroga (12 de enero de 1832): “Estoy seguro de que pasarán muchos siglos para que salga en la República otro caballo igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina”. El santafesino nunca devolvió el moro.
El doctor Osvaldo Pérez en su libro “Vida de ilustres caballos”, refiere que el general Justo José de Urquiza (1801-1870) tenía un tordillo al que llamaba El Sauce, que fue inmortalizado en un óleo por Juan Manuel Blanes (1830-1901). Añade más adelante: “En la batalla de Caseros, librada el 3 de febrero de 1852, Urquiza montó un caballo moro enjaezado de plata. Con el mismo animal entró en Buenos Aires diecisiete días después…”. De Francisco “Pancho” Ramírez (1786-1821) consigna que:
“… Solía montar un azulejo célebre por su velocidad y guapeza. Cuando Ramírez fue vencido por Estanislao López, le pidió a su querida Delfina que pasara con su escolta a la provincia de Entre Ríos, que él, con su azulejo, no tendría problemas ..
Con respecto al general Güemes, el autor cita a Juana Manuela Gorriti: “Montaba con gracia infinita un fogoso caballo negro cuya larga crin acariciaba con mano distraída, mientras inclinada hacia su compañero, hablaba en actitud de abandono”. Era el tordo, uno de los caballos favoritos de Güemes, junto con el Gateado, un bayo de crines, cola y patas negras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario