Por Alberto Lettieri
Nuestros conocimientos sobre San Martín como sujeto histórico son
acotados. ¿Mason o clerical? ¿Republicano o monárquico? ¿Blanco o
mestizo? ¿Americanista o espía al servicio de Inglaterra? Las
controversias se reproducen con el paso del tiempo, sin que a menudo
resulten concluyentes los argumentos presentados.
Nacido en Yapeyú en 1778, su familia se traslado poco tiempo
después a Buenos Aires, para emprender finalmente su regreso a España.
Los datos biográficos son confusos e incompletos. La mayor parte de su
vida permanece en las sombras. Sin embargo, apenas 12 años entre su
retorno a Buenos Aires en 1812 y su retiro definitivo de la vida publica
en Perú, en 1823, fueron suficientes para proveer de contenido a un
mito que se originó en 1887 con la publicación de la Historia de San
Martín y de la emancipación Sud-Americana, de Bartolomé Mitre, y que
reconoce diversas reformulaciones entre 1930 y 1955 impulsadas por el
revisionismo. A partir de su partida del territorio americano
nuevamente las sombras se adueñan de su existencia hasta el momento de
su defunción.
Fue en principio la pluma ágil y voraz del fundador de La Nación la
encargada de delinear los rasgos del San Martín mítico, con la finalidad
de proveer consistencia histórica al modelo socio-político del
liberalismo oligárquico. Para ello, Mitre desarrollo un relato
pedagógico y moralizador sobre la trayectoria de un héroe cuya finalidad
excluyente identificaba con la independencia americana. Su San Martín
no era un “político en el sentido técnico de la palabra”, sino un
“hombre de acción” que prefería abandonar la lucha antes que derramar
sangre de hermanos. De todas formas, esto no privo a su biógrafo de
adjudicarle consideraciones sobre el modelo social y político
coincidentes con la opinión de la oligarquía porteña. En efecto, Mitre
se permitió aseverar que para San Martín resultaba “imprudente fiar al
acaso de las fluctuaciones populares, deliberaciones que debían decidir
de los destinos, no sólo del país, sino también de la América en
general”, prefiriendo decidir “entre pocos lo que debía aparecer en
público como el resultado de la voluntad de todos”.
El relato paradigmático de Mitre consiguió mantener su vigencia hasta el
presente, aun cuando no faltaron nuevas formulaciones que lo pusieron
en cuestión. En la década de 1930, un San Martín en el que se subrayaban
sus rasgos militares, nacionales y, en ocasiones, su marcada fe
católica, postulada por el revisionismo de la época, entro en
competencia con la versión liberal y laica precedente. Los años del
primer peronismo permitieron adicionarle una dimensión nacional y
popular, que presentaba al general Perón como su heredero natural. Pese a
sus contradicciones, liberales, revisionistas y peronistas coincidieron
en presentar a San Martín como mito, despojado de encarnadura
histórica.
Una vez cristalizadas estas construcciones, el interés historiográfico
decayó, y solo en los últimos años se reavivaron antiguas discusiones
sobre su condición de agente inglés, su adscripción masónica o la
autoría de su plan de operaciones. Desde el campo reaccionario Natalio
Botana le reprochó no haber podido emular a Washington -“padre
constituyente” y presidente de EEUU-, y el paladín de los kelpers, el
inefable Luis Alberto Romero (tan luego él!!!!) puso en duda su
compromiso con la causa nacional, definiéndolo como un liberal español.
Criticas y claves
Pese a todo, contamos con elementos de juicio que permiten descartar la
tesis del apoliticismo de San Martín. Desde su llegada a Buenos Aires se
advierte su interés por participar del juego político a través de la
fundación de la Logia Lautaro, el desplazamiento del Primer Triunvirato y
la convocatoria de la Asamblea del Año XIII.
Si bien es cierto que San Martín evitó tomar partido en las disputas
facciosas, asumió con satisfacción la Gobernación de Cuyo, y mantuvo
fluida correspondencia con sus representantes en el Congreso de
Tucumán, instándolos para concretar la sanción de la Independencia.
San Martín aseguraba que los pueblos debían regirse con “las mejores
leyes que sean apropiadas a su carácter”. Por ese motivo, si bien
mantuvo el sistema de gobierno cuyano heredado de la administración
colonial, le impuso un dinamismo inédito. Protegió la manufactura local
aplicando medidas proteccionistas sobre vinos y aguardientes, estimuló
la creación de empleo y las mejoras salariales. Necesitado de hombres,
dispuso la liberación de esclavos con el único compromiso de combatir
hasta terminada la guerra, y garantizo derechos a los pueblos
originarios
Su gestión incluyó un fuerte control social, que incluyó la supervisión
de correspondencia, la inspección de viviendas y una estricta vigilancia
sobre el pago de impuesto. Se controló a los trabajadores por medio de
una libreta de trabajo que debía ser firmada por el empleador, a quien
se le exigía a su vez estar al día con los salarios.
Aun siendo convencido monárquico, no dudo en definirse como “un
americano republicano por principios e inclinación”, cuando le pareció
conveniente. Este pragmatismo tenía límites precisos, ya que estaba
subordinado al logro de sus objetivos: sancionar la independencia y
garantizar la integración americana. Por esta razón demostró interés en
alcanzar un acuerdo con Artigas y la Liga Federal para propiciar la
unidad territorial en 1815, y no dudo en disponer en su testamento la
entrega de su sable al “General de la República Argentina, Don Juan
Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino
he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la
República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que
tentaban de humillarla"
San Martín, hoy
La reconstrucción de esa dimensión histórica de San Martín permite poner
en cuestión las construcciones míticas. Partidario de una drástica
centralización política, sus acciones y reflexiones revelan una matriz
común a la mayoría los caudillos federales: esto se advierte en su
apuesta a un disciplinamiento de la mano de obra combinado con la
expansión del trabajo y una justa remuneración; su preferencia por la
autoridad monárquica, el orden fiscal y la garantía de justicia para
todo el cuerpo social.
San Martín coincidía con Rosas al identificar a la guerra y la
indisciplina de las clases propietarias como principales causas de la
anarquía argentina, y como este aposto a la subordinación de las clases
acomodadas al poder político, la pacificación a través de la restricción
de la actividad política y la concreción de la unidad territorial.
Estas coincidencias se reflejaron por ejemplo en su apoyo a la
celebración de acuerdos con Artigas, para garantizar la paz y la
independencia, o bien en su alta valoración de la gestión del
Restaurador.
Naturalmente, este San Martín real no ofrecía la encarnadura apropiada
para dotar de consistencia histórica a un modelo liberal, porteñista y
dependiente. Por esta razón el fundador de La Nación no dudo en
despojarla de su contenido histórico, para luego soldarla en el bronce
del ideario oligárquico. El desmonte de estas construcciones ideológicas
y educativas que sustentaron un modelo injusto y excluyente constituye
un compromiso moral e intelectual que venimos afrontando con el fin de
construir las nuevas bases de sustentación de un modelo nacional,
popular y democrático. En consonancia con esto, y debido al papel
asignado dentro del panteón oficial, también en el caso de San Martín la
tarea de la hora consiste en desmontar el mito y recuperar la historia.
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