“El mejor caballo que he tenido y tendré jamás, me lo regaló don Claudio Stegmann. Era
bayo, del Entre Ríos, murió en la expedición de los desiertos del Sur,
comido por un tigre…” ¿Quién es este anciano, rudo, de pequeños ojos
celestes, de aspecto sólido aún que anota estas palabras al margen de
una amarillenta carta escrita casi un cuarto de siglo atrás? Lo que a continuación agregó nos lo revelará. “…que encontrando después lo enlazó y mató el general Rosas”.
A muchos, muchísimos años de acontecido, Juan Manuel de Rosas recuerda al caballo y el episodio. Aquello
sucedió en un pasado ya lejano, en las no menos lejanas pampas
sudamericanas y el evocador está ahora en un lugar de las islas
británicas, en “Burguess Farm” cerca de Southampton. Ni el tiempo ni el espacio le velan el recuerdo. La carta así acotada, ha sido escrita en 1847 por don Claudio Stegmann. Nada, en su texto, tiene vinculación con el comentario, como no sea el nombre del dador de aquel “bayo de Entre Ríos”. Es una simple solicitud de permiso para establecer una pulpería en el partido de Pila. Pero
el peticionante le había regalado un caballo “el mejor que he tenido y
tendré jamás” y esto ya nunca podrá ser olvidado por el Restaurador de
las Leyes.
Cualquiera
sea el juicio que merezca la acción de Rosas en el gobierno del país
–cosa ajena al tema que nos ocupa- no se puede dejar de reconocer la
extraordinaria personalidad que, como hombre jinete y diestro en el
manejo del caballo, tenía el rubio comandante de Los Cerrillos. Conocida
es la importancia que para el encumbramiento de los caudillos
argentinos tuvo la habilidad ecuestre; y es evidente que gran parte de
su ascendencia sobre el gauchaje supo ganarla Rosas a caballo.
Antes, ya Martín Miguel de Güemes, más que con su oratoria gangosa, salpimentada con palabras “no sanctas”, según Paz enfervorizaba al paisanaje con la bizarría de sus “marchadores” dispuestos en el lujo del accionar de sus manos como para un desfile victorioso. Rosas, joven aún, escribe su “Introducción a los Mayordomos de Estancia” revelando, con sus conocimientos rurales, un especial interés por el mejoramiento de los planteles yeguarizos. Entre otras recomendaciones, donde apunta ya su conocido puntillismo ordenativo, pueden observarse su preocupación en el mantenimiento del pelaje en las tropillas, evitando dar a los chasques, animales que pudieran alterar el orden cromático del conjunto; y sobre todo, la que reglamenta el servicio de yeguas en las manadas. Ahí establece que deben reservarse para padres los ejemplares más altos y mejor conformados, lo que hace suponer que de tal manera obtendría –mediante esta selección y los buenos pastos- caballos criollos de una alzada superior a la normal, tal como lo ocurrido con los caballos de los llamados Montos Grandes.
Antes, ya Martín Miguel de Güemes, más que con su oratoria gangosa, salpimentada con palabras “no sanctas”, según Paz enfervorizaba al paisanaje con la bizarría de sus “marchadores” dispuestos en el lujo del accionar de sus manos como para un desfile victorioso. Rosas, joven aún, escribe su “Introducción a los Mayordomos de Estancia” revelando, con sus conocimientos rurales, un especial interés por el mejoramiento de los planteles yeguarizos. Entre otras recomendaciones, donde apunta ya su conocido puntillismo ordenativo, pueden observarse su preocupación en el mantenimiento del pelaje en las tropillas, evitando dar a los chasques, animales que pudieran alterar el orden cromático del conjunto; y sobre todo, la que reglamenta el servicio de yeguas en las manadas. Ahí establece que deben reservarse para padres los ejemplares más altos y mejor conformados, lo que hace suponer que de tal manera obtendría –mediante esta selección y los buenos pastos- caballos criollos de una alzada superior a la normal, tal como lo ocurrido con los caballos de los llamados Montos Grandes.
Adolfo
Saldías dice que en 1820 Rosas solía montar un tordillo, cabos negros,
“de grande caja, manos finas, nerviosas y atrevidas”. Como lo quiere la tradición criolla, este tordillo sería no sólo un pingo aparente, sino por su pelaje, un guapo andador. Es
entonces un mozo de 27 años (había nacido en 1793) y ya sus mentas de
jinete, pialador y boleador le habían granjeado la admiración del
gauchaje. Y esto en una tierra
de jinetes, donde el “maturrango”, es decir el escasamente capacitado
para el ejercicio de la equitación, era mirado con menosprecio. Recordemos
que en época de las luchas emancipadoras tal calificativo se utilizaba
habitualmente para “descalificar” al soldado realista. Por
aquellos años, correspondientes a la segunda década del 1800, Rosas, es
reconocido –aún por sus enemigos políticos- como un extraordinario
jinete. El mismo Sarmiento lo
admite, cuando al hacer el elogio de su maestro, el presbítero José de
Oro, “insigne domador (dice) de apostárselas a don Juan Manuel de
Rosas…” ¿Y no es el mismo
Sarmiento quien consagra a don Juan Manuel como el más corajudo para las
“diabluras” a caballo cuando sale al campo a competir aparceramente
nada menos que con López y con Quiroga? Si
de todos aquellos caudillos el más fuerte, debe ser el más agalludo
para gauchear sobre el caballo no hay duda alguna que el porteño ya está
demostrando que es capaz de jinetear, no ya un chúcaro, sino el mismo
país y “hacerle sentir las espuelas” como dirá años más tarde, el propio
Rosas.
Ya instalado en el poder Juan Manuel sigue siendo el gran jinete de su juventud. Sus
paseos por la Alameda, acompañado de su hija Manuelita, entusiasta
amazona, lo muestra siempre gallardo y arrogante, con
su rozagante porte de lord inglés. Inicia en marzo de 1833 su campaña “a los desiertos del sud” desde la guardia del Monte. A esa expedición lleva su “crédito” ese bayo entrerriano que posteriormente había de ser devorado por un tigre. Son de imaginar las calidades de aquel caballo criollo, melancólicamente evocado por su dueño medio siglo después. ¡Qué
flor de pingo habrá sido para que un experto conocedor como Rosas, que
por razones obvias podía disponer del caballo que quisiese, le
dispensara el premio de aquel enaltecedor recuerdo!. Pero
el tigre que diera en tierra y convertido en piltrafa lo que fue una
hermosa y soberbia criatura, piafante y vital, habría de ser ultimado
por la mano de quien ya había demostrado que no solía tenerla liviana
para el castigo.
En vísperas de Caseros todavía se le ve a don Juan Manuel revistando a sus tropas en un soberbio caballo gateado con el que, sin duda, reanimaría en Santos Lugares el un tanto alicaído entusiasmo de sus federales. Frente a ellos, días antes de la batalla, luego de hacer picar a su flete, hizo un tiro de bolas contra el mástil de una bandera al tiempo que gritaba un muera “al Imperio del Brasil”.
En vísperas de Caseros todavía se le ve a don Juan Manuel revistando a sus tropas en un soberbio caballo gateado con el que, sin duda, reanimaría en Santos Lugares el un tanto alicaído entusiasmo de sus federales. Frente a ellos, días antes de la batalla, luego de hacer picar a su flete, hizo un tiro de bolas contra el mástil de una bandera al tiempo que gritaba un muera “al Imperio del Brasil”.
Cuenta
el coronel Pedro José Díaz, jefe de una brigada de la infantería
rosista, que ya empeñada la batalla se le acercó Rosas, jinete en su
corcel de pelea, para hacerle una observación a fin de que preparara a
sus infantes previniendo un movimiento envolvente del enemigo. “Diciendo
estas palabras –relató más tarde Díaz- volvió la vista hacia atrás y
halló cerca de sí un paisano a caballo que llegaba trayéndole una carta o
un mensaje, no recuerdo de dónde; y sin esperar a que el paisano le
dirigiera la palabra, “¿De dónde sale, amigo? –le dijo- ¡Qué buen
caballo trae!” Notando en seguida que el paisano traía a la cabezada del recado las boleadoras. “Présteme esas boleadoras”, añadió. El paisano las desató inmediatamente y se las entregó. Rosas
–prosigue Díaz- las tomó por los extremos, abrió los brazos para ver si
tenían la longitud de regla y hallando que estaban un poco cortas “Esta
no es la medida”, dijo, “le faltan dos pulgadas”. Luego,
dirigiéndose a quien relatara esta escena, agregó: “Yo antes sabía un
poco manejar esta arma; como ahora estoy demasiado grueso, tal vez no lo
podré hacer. Sin embargo voy a probar”. Y volviendo al paisano: “¡Vaya amigo, galope, galope por allí un poco, galope!”. Cuando
el paisano se alejó a la distancia que él juzgó conveniente, lanzó las
boleadoras por encima de la cabeza de aquél, de manera que al caer
envolvieron las patas delanteras del caballo. “Todavía me acuerdo” –dijo entonces y se separó del coronel Díaz para no volverlo a ver más. Este
episodio al par que muestra la compleja personalidad de aquel hombre
–no hay que olvidar que ya se había empeñado la acción bélica decisiva
para él y su régimen- lo exhibe, a los sesenta años, aún hábil, en una
prueba de destreza criolla que requiere buen brazo y una correspondiente
capacidad ecuestre. Es sabido
que después de la batalla de Caseros, o de Morón, como también se la
llamara, el derrotado Restaurador de las Leyes, se llegó de un galope
hasta el Hueco de los Sauces (la actual plaza Garay) donde escribió su
renuncia “de una letra trabajosa” –decía- por tener herida la mano
derecha. Montaba en aquella
oportunidad un caballo picazo pampa, que poco antes de embarcarse rumbo a
Inglaterra regalará al encargado de negocios de Gran Bretaña, Mr.
Robert Gore a quien expresa: “Tengo que pedir a Ud. un favor; que salve
mi caballo que está en la barraca tal, y que se encargue de cuidarlo y
conservarlo en memoria mía”.
Ya en Inglaterra, no decae en Don Juan Manuel su vieja afición a los caballos y el ejercicio ecuestre. Pero
fiel a las tradiciones de su lejana tierra, no lo hace en silla inglesa
sino en lomillo porteño, con el agregado (insólito seguramente para los
británicos) del extenso repertorio de jergas, caronas, matras,
caronillas, cojinillos y sobrepuestos que el recado criollo acopia. En carta a su concubina Eugenia Castro pide que le envíen otro lomillo porque el que tiene en uso le resulta corto. Pero
lo que ilustra mejor acerca de sus indeclinables condiciones de jinete
es lo expresado por Rosas desde Inglaterra en una carta transcripta por
Carranza en el libro “La Revolución del 39”.
“…Voy obligado por caballeros aficionados a las carreras, a la caza de zorro y otras diversiones, a no faltarles. Gustan verme correr, de mis bromas sobre el caballo y demás de esas correrías afamadas”. Esto ocurría en 1854, es decir cuando el antiguo señor de Los Cerrillos ya hace tiempo ha dejado de ser un muchacho. Pero
todavía por varios años seguiría en el viril ejercicio de la equitación
en su chacra inglesa, levantada por él mismo, simulando el puesto de
una vieja estancia pampeana con su montecito ensombrecido, potrero para
los caballos y la tranquera abriéndose sobre la campiña invitadora a los
largos galopes. Hasta allí suele llegar la hija Manuelita, en compañía de su marido Máximo Terrero y de sus hijos. En
el museo de Luján se exhibe una carta de la hija de Rosas, dirigida
desde Inglaterra a su amiga Pepita Gómez donde le cuenta, entre otras
cosas: “…Yo monté a caballo y te aseguro que Tatita gozaba al verme
sobre su caballo que yo creo que me encontraba hasta joven y liviana”. Sin
duda alguna, la hija preferida de Rosas recordaría, en aquellos
momentos, su heredada afición a la equitación y sus paseos hasta “los
bajos de la Recoleta” o aquel que realizaba despidiendo a “mi Máximo”
rumbo al campo de batalla poco antes de la definitiva acción de Caseros. En
aquella oportunidad, según tradición, manuelita acompañó a caballo
junto con una amiga, a su novio, hasta la calle real que llevaba al
campamento de Santos Lugares (actual calle Nazca) para luego volverse y
entrar a orar en la iglesia de San José de Flores. No
es improbable que en esa ocasión entregara al elegido de su corazón, el
pañuelo actualmente expuesto en el Museo Histórico Nacional. Años
antes Manuelita había cabalgado por esos mismos lugares; pero entonces
quien le acompañaba era un aristócrata inglés, lord Howden,
plenipotenciario de Gran Bretaña que arribara a estas tierras en procura
de un arreglo del espinoso conflicto producido entre la Confederación y
los gobiernos de Inglaterra y Francia. El inglés, enamorado de la hija del Restaurador, solía salir a caballo –vestido a la usanza criolla- con Manuelita y sus amigos. Sánchez
Zinny recrea sobre la base de ciertos episodios –muy especialmente a
través de las cartas de la hija del Restaurador- las alternativas de
aquel romance y al describir su “humana y atractiva cualidad de
simpatía” expresa que “aumenta su potencia conquistadora cuando la lleva
su corcel en alado galope”. Y
agrega: “Pareciera absorber en su figura fugitiva, los misterios de la
pampa, cuando sobre el lomo del brioso palafrén se lanza a la carrera”. Lo
cierto es que la airosa amazona criolla, en aquella oportunidad, no
sólo conquistó el corazón del enviado inglés –a quién, por otra parte,
dio unas dulces “calabazas”, como lo prueban otras de sus cartas- sino
que, de alguna manera influyó para que el plenipotenciario británico
ordenara el levantamiento del bloqueo con gran alboroto de las
cancillerías europeas, especialmente la francesa. Quizá
no resulte aventurado conjeturar que en todo esto debió haber andado el
hábil juego político del Restaurador, tan diestro en esto como en
amansar al bellaco más “idioso”.
Carlos
Ibarguren, hacia el final de su biografía “Juan Manuel de Rosas, su
vida, su drama, su tiempo” describe los ranchos de “Burguess Farm” y
dice que conoció al único peón sobreviviente, a principios del siglo XX,
de cuantos trabajaron con Rosas allí. Se llamaba Henri Coward. “Este
anciano –dice Ibarguren- callado y abrumado por la edad tornóse verboso
al hablar de su ilustre patrón y de sus genialidades. Le
evocaba montado en su caballo oscuro, que él mismo enlazaba y ensillaba
con apero y que a los ochenta años saltábalo sin tocar el estribo,
llevando lazo, espuelas y boleadoras”. Sin
entrar a considerar si Rosas, octogenario –pese a su reconocido vigor
físico- podría o no saltar sin estribar un caballo ensillado, resulta
notorio que su vieja afición a la práctica ecuestre criolla no declinó
ni aún al término de su vida. Quizá
haya un poco de jactancia cuando en carta a Josefa Gómez, le dice que a
los 73 años, “tiro el lazo y las bolas como cuando hice la campaña a
los desiertos del Sud en los años 33 y 34”, pero es evidente que su
salud lo mantuvo fuerte y vigoroso hasta poco antes de su muerte,
ocurrida en marzo de 1877. Por
eso, no deberá resultar extraño que lejos y viejo, recuerde revolviendo
papeles amarillentos de tiempo, aquel “bayo, del Entre Ríos” con el que
seguramente disfrutó satisfacciones de jinete, que especialmente los que
sabemos del goce del galope sobre el patricio atalaya de un pingo
criollo podemos considerar y valorar.
Todo es Historia – Año III, Nº 29 – Setiembre de 1969
Como buen criollo Don Juan Manuel tenía buen ojo para los caballos. Toda su vida transcurrió entre buenos caballos y mejores jinetes.
ResponderEliminarCuando se retira del campo de batalla, monta un Picazo Pampa, pero en la batalla, monta un gateado marca del chileno Rojas.-
ResponderEliminarEn ocación en que Estanislao López, se encontraba de visita en Los Cerrillos, Rosas le dice que le va a regalar un caballo de su propia tropilla.- Encierran, mas de 60 animales cada uno mejor que el otro.- Como buen criollo conocedor, López, elije un Picazo, el cual seguramente, era el mejor del lote; ante eso, Rosas, tambien criollo picaro y astuto, le dice que justo ese no puede dárselo, porque "es de la monta de mi esposa".-
ResponderEliminarExtraordinaria nuestra rica Historia Argentina como exquisito el relato del pasaje de la vida de nuestro Restaurador de las Leyes.Gracias por desenterrar los que "otros"siempre quieren ocultar Viva la Patria !
ResponderEliminarEMOCIONANTES Y VIVOS RECUERDOS !
ResponderEliminarQUE CRIOLLO COMPLETO DON JUAN MANUEL!! VIVA ROSAS
linda anécdota, muy interesante !!
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