Rosas

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viernes, 20 de abril de 2018

José Gaspar Rodríguez de Francia

por Teodoro Boot
[El 20 de septiembre de 1840]  moría en Asunción Gaspar Rodríguez de Francia, que sin haber declarado la independencia del Paraguay puede con justicia ser considerado el padre de la misma, así como el principal artífice de su secesión de las Provincias Unidas.
El caso de este doctor en Teología y Filosofía no será raro en la historia de América. Denostado hasta la infamia y la tergiversación por las gentes decentes y principales (hasta el punto de haberse destruido el monumento que señalaba la ubicación de sus restos, cuyo paradero en la actualidad se desconoce) fue intensamente amado por los hombres y mujeres sencillos, hasta el punto de que sólo otras dos personalidades recibieron el honroso título de Karaí Guasú (Gran Señor o Señor Grande) por el que los pueblos de linaje guaraní conocieron a quienes habían sido sus líderes y benefactores: José Gervasio Artigas y Francisco Solano López.  Y por esas cosas del azar o acaso de la clarividencia popular, el destino de estos dos hombres estuvo signado por la elección que hizo Francia ante las opciones que se le presentaban al Paraguay de su época.
Paraguay en 1810 Para el momento en que tiene lugar en Buenos Aires la Revolución de Mayo, Asunción ocupaba el lugar de la última de las periferias de un sistema extractivo que tenía como embudo el puerto de Buenos Aires, gobernado por una bur­guesía intermediaria, dueña del negocio de la importación y exportación, y por intelectua­les y políticos imbuidos de la ideología de la Ilustración y seducidos por las teorías del liberalismo económico británico. Tradicionalmente satélite de Cádiz y concentradora de las riquezas producidas por el conjunto del virreinato, Buenos Aires se integra con facilidad como satélite al siste­ma del Imperio Británi­co. Desde allí se exportan las ma­terias primas producidas en el interior y se importan las manufacturas inglesas que luego se revenden en todo el ámbito de las Provincias Unidas. Y así como In­glaterra es metrópoli de Buenos Aires, ésta es, a su vez, submetrópoli de las capitales de provincia donde actúan burguesías interme­diarias asociadas a la de la gran ciudad-puerto.
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El historiador uruguayo Vivian Trías lo explicaría así: “Las capitales de provincia ope­ran según la misma ambigüedad de Buenos Aires. Son satélites de aquélla, pero submetrópolis de los pueblos y villas de la campaña. Y éstos, a su vez, son satélites de las capitales provinciales y submetrópolis de su periferia rural. De esa manera, una cadena de metrópolis-satélites y satélites-metrópolis ar­ticula los intereses de la City londinense con el trabajo de los pro­ductores rurales, los peones, arrie­ros, pastores, boyeros, etc.” Pero no se trataba únicamente de que se mantuviera constante el flujo de materias primas hacia la metrópoli de ultramar y de que, por la misma ruta, en sentido inverso, las manufacturas inglesas fueran libremente comercializadas sino de que, siguiendo a Trías, “cada economía creciera ‘hacia afuera’, especializándose en la producción de aquellas materias primas para las cuales era más apta y que podía vender más barato, de que aceptara el dominio de las finanzas inglesas, el diseño de los ferrocarriles ingleses y cumpliera religiosamente con las reglas del patrón oro”. Básicamente, lo que se ha dado en llamar “división internacional del trabajo”.
Sin embargo, aun con la complicidad de una clase domi­nante de terratenientes, comercian­tes, mineros, banqueros y políticos, no sería tan sencillo desplumar la gallina sin que chillara. Y así como el sistema colonial español había acabado por provocar las revoluciones independentistas y autonomistas, era dable esperar que este sistema neocolonial despertara resistencias, las que dieron origen en las Provincias Unidas a una larga guerra civil que no cesaría sino hasta 1880. Cabe apuntar que con la federalización del puerto y la aduana de  Buenos Aires terminaron los enfrentamientos armados pero sin que fuera suprimida la distorsión que los había provocado.
Unitarios y federales  Ya desde los primeros momentos posteriores a Mayo, Buenos Aires se arrogó la facultad de gobernar a las provincias, actuar en su nombre e imponerles sus gobiernos,  tendencia que se acentuó con la instauración del Primer Triunvirato y dio origen al unitarismo, expresión política de esa estructura dependiente. Se trataba de instaurar un gobierno centralizado del conjunto de las provincias, a las que revender las manufacturas británicas y de las que extraer las materias primas según las fuera requiriendo la metrópoli. Es así que bajo los auspicios de Rivadavia se exportan cebos y cueros y se importan botas, ponchos tejidos en los telares industriales de Manchester y hasta patines para hielo. La incipiente industria criolla, incapacitada de competir con las manufacturas británicas, quedó arruinada por la libre importación, y con ella, las provincias, ya que para los unitarios, el puerto y las rentas de aduana eran patrimonio exclusivo de Buenos Aires. De ese modo, las rentas derivadas de la riqueza que las provincias producían y de las manufacturas que compraban, quedaban en Buenos Aires.  Semejante sistema afectaba en forma tan notable los intereses y necesidades de los pueblos del interior, que éstos reaccionaron encolumnándose detrás del más lúcido caudillos argentino: José Artigas.
El programa de Artigas La reacción artiguista fue instantánea, prácticamente simultánea a los primeros intentos de instauración del sistema unitario y es Artigas quien primero advierte dónde se encuentra el origen de los males que se abaten sobre los pueblos del interior: el dominio del puerto y de los ríos por parte de una burguesía intermediaria, la apertura aduanera y el sistema en el cual medran las clases dominantes locales, que al tiempo que son esquilmadas por la metrópoli son a su vez las encargadas de esquilmar a sus propios satélites.  En consecuencia, el programa artiguista consistió en nacionalizar las rentas de aduana, proteger las artesanías y pequeñas industrias, abrir la navegación de los ríos de manera de habilitar otros puertos, distribuir la tierra entre los más humildes y organizar a las provincias en una gran nación federal dotada de un gobierno único capaz de expresar y respetar las autonomías provinciales. Su lema “naides es más que naides” tenía un doble significado, el de una nación donde rigiera la igualdad entre los hombres pero también la igualdad entre regiones, y no un país compuesto de metrópolis y satélites, submetrópolis y subsatélites.
La guerra civil provocada por proyectos tan disímiles, que comienza con el desconocimiento y encarcelamiento de los delegados orientales a la asamblea constituyente y la complicidad de los gobernantes porteños con la invasión portuguesa a la Banda Oriental, es el escenario en el cual Gaspar Rodríguez de Francia hará su opción política y desarrollará su estrategia.
II. El Dr. Francia y el aislamiento del Paraguay Probablemente ninguna otra ciudad del virreinato se opuso más terminantemente que Asunción a la pretensión hegemónica de la Junta de Mayo. Era lógico: si bien confinada en un margen del sistema español y arruinada tras la expulsión de los jesuitas, había sido desde Asunción desde donde se fundaron las ciudades del litoral argentino, incluida la veleidosa Buenos Aires, y desde donde el asunceno Hernandarias había regido los destinos de la Gobernación del Río de la Plata y el Paraguay, así como era también nacido en Asunción un nieto de Domingo Martínez de Irala y de Leonor, una de sus concubinas de origen guaraní, el cronista Ruy Díaz de Guzmán, primero en denominar Argentina a su región natal y primero entre nosotros en usar la palabra patria para referirse a ella. Por otra parte, desde sus mismos orígenes el Paraguay tenía una fuerte tradición autonomista que le venía de la temprana rebelión de Irala, la experiencia jesuítica y la revolución comunera.  Fue debido a estos antecedentes y a la situación de último satélite del sistema de exacción virreinal que tenía como principal submetrópoli a Buenos Aires, que Paraguay no se plegó al movimiento revolucionario de Mayo, fue invadida por Buenos Aires y derrotó al pequeño ejército comandado por Manuel Belgrano.  Poco después, al influjo de las conversaciones con Belgrano y de las promesas de poder comercializar libremente la yerba y el tabaco, la oligarquía asuncena ins­tauraba una Junta revolucionaria en la que Gaspar Rodríguez de Francia va cobrando preeminencia y pronto dirige en los hechos la política exterior paraguaya. En principio, el nuevo gobierno revolucionario firma un tratado con Buenos Aires que es considerado el primer antecedente del federalismo y luego, lenta y perseverantemente, Francia va imponiendo su idea aislacionista. Fiel a su lema de que “el Paraguay no quiere paz ni guerra con nadie”, hace lo imposible por no verse involucrado en la guerra civil que ya entonces anarquiza a las Provincias Unidas, impidiendo su desarrollo.
¿Qué la “anar­quía al modo de ver de Francia? No otra cosa que el choque entre el proyecto neocolonial y el independentista, que toma la forma de un enfrentamiento cada vez más violento entre las elites comerciales y terratenientes apoyadas en ejércitos de línea, y los pueblos desposeídos conducidos por sus caudillos. La consecuencia del afán aislacionista de Francia, empeñado en mantener al Paraguay a salvo de la guerra civil, es la elección de una estrategia contraria a la de los unitarios porteños, pues se tratará entonces de “crecer hacia adentro”, para lo cual se hace necesario adoptar o más precisamente llevar a la práctica el programa artiguista, aunque en el caso de Paraguay esto se hará con una sustancial salvedad que, según se mire, desencadenará a la postre la tragedia.
A la vez que Francia rechaza la invitación de Artigas a sumar al Paraguay a la Federación de los Pueblos Libres, se le hace evidente que para perseverar en el aislamiento y propiciar un desarrollo autónomo deberá enfrentar a la clase dominante local, vinculada comercialmente con la metrópoli británica o en su defecto, la submetrópoli porteña. Valido de su prestigio como distinguido abogado que nunca ha cobrado honorarios a los pobres, se apoyó en los campesinos, mayoritariamente indígenas, peones, artesanos, modestos indus­triales y comerciantes. Y no vaciló en reprimir la conjura de 1820, sancionando con el patíbulo, la cárcel, el destierro, y muy especialmente la confiscación de bienes, a lo más granado de la elite paraguaya.  Su actitud ante las diversas clases sociales no dejaba lugar a dudas. En un furibundo panfleto publicado en Buenos Aires, el opositor Fray Mariano Velazco escribía: "A vosotros consta por experiencia que cuando llega a sus puertas un rústico o torpe campesino, al punto le franquea su trato familiar y la licencia para estrecharse con él. Admira el ver a este hombre encapotado y taciturno, rebosando de alegría. ¡Con qué cariño recibe a su gran huésped! Lo toma de la mano, lo introduce en su mismo estudio, lo acaricia, lo halaga, lo palmea, lo llena de satisfacción, le sienta a su lado... Por el contrario, si pide audiencia un ciudadano culto y noble, lo veis ya transformado en una figura muy diferente y tan feroz como su genio”.
El crecimiento hacia adentro El aislamiento político tenía necesariamente que derivar en el aislamiento económico, pero la estrategia del doctor Francia no consistió solamente en “prohibir” los vínculos con el exterior sino en sustituir el “crecimiento hacia fuera” por el “crecimiento hacia adentro”, tarea que no podía ser encarada por una elite revendedora de las mercaderías europeas importadas y expor­tadora de yerba y tabaco. Sostiene el historiador Vivian Trías: "No había en el Paraguay una verdadera burguesía nacional e industrial. De ahí que para ensayar la autarquía hubiera que quebrar el espinazo a la elite asuncena y poner en manos del Es­tado, apoyado en las masas, la direc­ción de la nueva política económi­ca”.  Esa nueva política consistió en disminuir o directamente eliminar la apropiación de los intermediarios internos del Paraguay (comerciantes españoles, acopiadores, grandes hacendados y la Iglesia como propietaria, financista y cobradora de diezmos y otros beneficios) transfiriendo los beneficios a los productores primarios mediante el arrendamiento a bajo precio de las tierras expropiadas, y la eliminación de los intermediarios externos mediante el monopolio estatal del comercio exterior y el manejo de las licencias comerciales, la fijación de precios mínimos para los productos de exportación y de máximos para los de importación.  El Estado comenzó a ser un gran actor en el mercado, tanto en la compra como en la venta, utilizando las Estancias de la Patria y los Almacenes del Estado. Asimismo, intervino en la demanda de mano de obra, en la fijación de salarios, las tarifas de los arrendamientos, y para, evitar las fluctuaciones derivadas de los tiempos de escasez y la consiguiente especulación, el establecimiento de precios máximos a bienes de primera necesidad como la carne, el maíz, la mandioca y la sal. Esto provocó una importante redistribución de la riqueza hacia los campesinos y artesanos, que fueron también beneficiados con una reforma impositiva de carácter progresivo. El resultado fue la conformación de un Estado lo suficientemente fuerte como para impedir la concentración o la fuga de las riquezas.
III. La enseñanza paraguaya El aislamiento –que en rigor de verdad no fue tal, pues Francia no prohibió el comercio exterior, sino que lo nacionalizó–, supuso inevitablemente la desarticulación de la oligarquía, concitó el apoyo popular y propició el desarrollo económico autónomo. A fin de un mayor control y desconcentración, se establecieron dos puntos de comercio exterior, anteriormente concentrado en Asunción: uno en Itapúa, para el tráfico con Brasil, y el otro en Pilar, para el comercio con el litoral argentino.
El im­puesto sobre las importaciones era de un 19% sobre el precio de la mercadería, pero podía modificarse en cada caso, mientras que las exportaciones, también muy controladas a fin de reducir evasiones, eran gravadas con un 9%, prohibiéndose el pago en metales preciosos y, como modo de evitar el monopolio comercial de extranjeros y la escasez de plata, se estableció el trueque obligatorio por productos paraguayos.
Los dueños de la tierra  Una de las primeras medidas de Francia había sido la de revertir el proceso de concentración de tierras que tuvo lugar luego de la expulsión de los jesuitas, para lo que comenzó por apoderarse de las tierras que habían pertenecido a las misiones, y expropiar y multar a los grandes propietarios, incluida la Iglesia, a un ritmo tal que para 1840 más de la mitad de las tierras de la Región Oriental y la totalidad del territorio del Chaco pertenecían al Estado. Estas tierras eran arrendadas a los campesinos con la condición de ser dedicadas a cultivos decididos por el Estado tendientes a lograr el completo autoabastecimiento del país. Fue así que el arroz el maíz, las legumbres, el algodón que anteriormente debían comprarse en el exterior, al promediar el período francista se producían en el país en cantidad suficiente para cubrir las necesidades de la población y aun ser exportados. Asimismo, con la organización de las Estancias de la Patria, se impulsó la producción ganadera y se reinstauró la práctica jesuítica de hacer dos cosechas anuales.
Educación popular y desarrollo industrial La educación pública primaria se hizo obligatoria y gratuita y se extendió a todos los niveles de la sociedad. En un principio, las municipalidades locales fueron encargadas de abonar a los maestros y los jueces locales de construir nuevas escuelas de manera tal que a menos de quince años de la revolución prácticamente la totalidad de los paraguayos estaban alfabetizados. Para 1835 el Estado abonaba salarios uniformes a 140 maestros rurales, a los que también proveía de vestimenta y ganado, que enseñaban a 5000 alumnos. Durante el gobierno del doctor Francia se creó la primera Biblioteca Pública del Paraguay en base a herencias en favor del Estado, a confiscaciones a la clase ilustrada, así como a la biblioteca personal del propio Francia.
Junto al notable incremento de la producción agraria y al régimen de tenencia de la tierra que benefició básicamente a la población campesina, al cesar la importación de numerosas manufacturas, se produjo un desarrollo impensado de la producción artesanal e industrial.
A la muerte de Francia, ocurrida el 20 de septiembre de 1840, el Paraguay estaba listo para el gran salto industrializador que impulsaría Carlos Antonio López, quien profundizó y sistematizó la política económica francista.
Carlos Antonio López completó la estatización de prácticamente la totalidad de las tierras, que eran cedidas en explotación a los campesinos por ocho años renovables, dio a los pueblos indígenas la nacionalidad paraguaya, otorgándoles la igualdad de derechos, y con los recursos del comercio exterior construyó importantes obras de infraestructura, como el alto horno de Ibicuy, los astilleros desde los que se armó una importante flota fluvial, el tendido del primer ferrocarril de Sudamérica y de una amplia red telegráfica, y se financió un desarrollo industrial inusitado para época y la región.  Pero el sistema de Francia constituyó también una limitación. Como pudo comprobarse dos décadas después, la derrota de la oligarquía local en base al aumento del poder popular, la justicia social, la defensa de la soberanía y el desarrollo industrial no serían suficientes para consolidar un país independiente si simultáneamente no se construía una nación, la Patria Grande republicana y federal que proponía Artigas.   Fue así como al no llegarse a una solución justa al problema del puerto y los ríos para que dejaran de ser privilegio porteño y fueran patrimonio de to­das las provincias, el desarrollo y la independencia paraguaya serían trágicamente truncados por obra de las elites mercantiles frente a las cuales el doctor Francia había dejado solo a José Artigas.  Además de mantener una sorprendente actualidad, la experiencia paraguaya muestra de qué modo son posibles el desarrollo industrial, la igualdad social y la soberanía política mediante el fortalecimiento del Estado, el empoderamiento de los sectores populares, la destrucción de las oligarquías nativas y la apropiación por parte del conjunto de la sociedad de las rentas del comercio exterior. Pero muestra también las enormes dificultades de ese sistema para prolongarse en el tiempo si paralelamente no se lleva a cabo un simultáneo proceso de integración regional, justa y equitativa, que diluya las desigualdades y dé forma a una nación sudamericana de carácter republicano y federal. Si los pueblos, diría el Dr. Francia, no se organizan según sus aspiraciones y necesidades, serán organizados según los intereses y propósitos de las potencias.

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