Salvo breves
períodos, cuando el pueblo ejerció soberanamente su mandato, el
territorio argentino ha estado desde nuestro nacimiento como Nación en
manos de la contrarrevolución cultural. De aquí que la lucha por la
emancipación nacional e iberoamericana sea, fundamentalmente, un combate
que se libra en el terreno más difícil: el del pensamiento, el de las
categorías culturales.
El maestro
Osvaldo Guglielmino, destacó que “Así como los ingleses urdieron el dominio
económico, es decir, el imperialismo de la libra cuadrada ante el
fracaso de sus invasiones por el kilómetro cuadrado, los liberales
dependentistas forjaron la trama conceptual colonizante para silenciar
la realidad auténtica, la Patria Grande proclamada en 1816 a nombre de
la Provincias Unidas de Sudamérica e institucionalizar la falsa y
pequeña que formularon después a nombre de las provincias Unidas del Río
de la Plata”.
Cuando se
produce el derrumbe de la Confederación Argentina, tras las batallas de
Caseros y Pavón, la incipiente vida autóctona nacional sufre un corte
drástico y traumático, más rudo para su identidad o autoconciencia que
el de la turbulenta Revolución de Mayo de 1810. El país se acultura
moral y físicamente mediante una europeización acelerada que le impone
un poblamiento anárquico y masivo y un sistema de instrucción pública
que imparte, con la alfabetización, un patriotismo desarraigado y
teórico. Este último no iba más allá de la devoción sentimental a los
símbolos de la bandera, el himno, la escarapela y el escudo, más el
culto al progresismo cosmopolita que habían enseñado a identificar lo
propio con la barbarie, empujando a Santos Vega al limbo y a Martín
Fierro a la toldería. “Ningún
pueblo de habla española – escribió Alejandro Korn – se despojó como el
nuestro, en forma tan intensa, de su carácter ingénito, so pretexto de
europeizarse”. El modo más eficaz y violento de romper con ese “carácter
ingénito” fue la total carencia de gobiernos representativos, electos
por consenso expreso de la ciudadanía, desde 1852 hasta 1916. “Este
país, según mis convicciones – escribió Joaquín V. González – después de
un estudio prolijo de nuestra historia, no ha votado nunca. Todos
nuestros gobiernos han sido, pues, gobiernos de hecho”.
Por ésta y
por tantas razones afines, Arturo Jauretche clasificaba a los argentinos
en nacionales y coloniales. Y por esto también, el historiador Eduardo
Astesano, sostenía fundadamente que en Nuestra América el concepto de
Nación contiene un elemento que lo singulariza frente al eurocentrista:
el de la lucha por la independencia que continúa hoy frente a las
modernas estrategias sobre todo transculturales, del neocolonialismo. En
más de una ocasión hemos comentado, no sin cierta amargura, que la
cultura, el arte, la creatividad, están exiliados de sus espacios
tradicionales. Una subcultura preferentemente audiovisual, mundializada a
través de los medios técnicos se presenta como cultura nueva y moldea
el pensamiento. Pero apenas logra encubrir su nihilismo radical. Se
cumple la dramática sospecha de Hegel: el arte (y la Cultura) por el
lado de su “suprema destinación, es ya cosa del pasado; como expresión y
construcción de lo humano y de las formas de civilización, ha sido
relegada a las catacumbas. El poeta ha sido por fin exiliado de la
polis”. Quien logra adueñarse o intoxicar cuantitativamente, el Internet
y los mecanismos globales de comunicación, logrará incomunicar casi
definitivamente a la verdadera cultura. Quien se apropie del medio se
apropiará de la verdad (que será virtual, sin otro contenido que su
nihilismo). La verdad será como pasa con la moda o la comida chatarra:
la impone mundialmente quien tiene el aparato financiero y publicitario
para imponerla. Por lo cual lo nacional, que es lo natural, que es lo
verdaderamente histórico, que es la realidad cierta, no es un extremo de
una antinomia, sino el centro, la única verdad básica de nuestra vida y
nuestro destino.
Por todas
estas razones es sumamente oportuno recordar el imperativo que, para una
básica higiene mental, estableciera Raúl Scalabrini Ortiz: “Volver a la
realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse
una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de
querer saber exactamente cómo somos”. Que es a lo que se refería el
gaucho Jauretche cuando enseñaba que la cosa “cuesta al principio,
porque hay que apearse de todas las petulancias intelectuales que son
tan caras al “culto” que generalmente es solo un culterano porque
practica una suerte de cursilería del saber. Cuesta también porque está
el riesgo de pasar como promotor del analfabetismo a medida que se
constata que el analfabeto razona más naturalmente que el erudito,
porque aquel ve las cosas directamente, con su propia vista, que luego
es deficiente pero más útil que el no mirarlas directamente sino buscar
su imagen en el espejo que le ha proporcionado una erudición
antinatural. Más claro es decir que el hombre sencillo tucumano está
mejor enterado de lo que en Tucumán pasa, que el que solo se informa
cuando viene reflejado desde alguna metrópoli ya interpretado,
clasificado y adoctrinado según el modo de ver de aquella”.
Es decir,
los “ojos mejores para ver la Patria” que anhelaba el poeta Lugones,
porque cada hombre y cada pueblo logran el desarrollo y el afianzamiento
de una cultura propia mediante la armonización de su pensamiento con su
entorno natural, sus particularidades y sus condiciones subyacentes,
que no son otros que aquellos de donde partió Juan D. Perón para erigir
su edificio político: “Hemos dado una doctrina que no hemos extraído de
nosotros sino del pueblo. La doctrina peronista tiene esta virtud, que
no es obra de nuestra inteligencia ni de nuestros sentimientos; es más
bien una extracción popular, es decir, que hemos realizado todo lo que
el pueblo quería que se realizase y que hacía tiempo que no se
ejecutaba. Nosotros no hemos sido más que los intérpretes de esO: lo
hemos tomado y lo hemos ejecutado. Ahora, como los auditores de
Alejandro, tienen que venir los que expliquen por qué hemos hecho esto;
lo hemos hecho porque el pueblo lo quería, porque hay una razón superior
en el deseo popular”.
Este, y no otro, es el fundamento del pensamiento nacional.
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