Por Bartolomé Mitre (al recibir los restos de Bernardino, en 1857)
Henos aquí agrupados en torno de los huesos de un pobre peregrino, a quien la muerte sorprendió distante de sus hogares. He aquí, señores, un puñado de cenizas proscriptas que vuelven triunfantes del destierro; estos son los despojos mortales de don Bernardino Rivadavia, que vienen a recibir el apoteosis que el pueblo les consagra. Al saludarlos en nombre del ejército del Estado, yo me inclino con religioso respeto ante la urna que los encierra, porque esas banderas que flamean a su paso, esas armas que le tributan honores cual si su sombra recorriese las filas empuñando el bastón del mando,
estas espadas que rendimos ante esos átomos de polvo, simbolizan no sólo la fuerza que se humilla ante la idea sino también al homenaje debido al último representante de nuestra grandeza militar, en la última de nuestras guerras nacionales.
Don Bernardino Rivadavia es el último representante de nuestra grandeza militar, porque él fue el último capitán general de los ejércitos de la nación argentina. Después de él, la espada que Balcarce desenvainó en Suipacha, la que Belgrano llevó hasta el alto Perú, la que San Martín hizo resplandecer en la cima de los Andes, la que Rondeau
esgrimió en lo alto del Cerrito, la que Alvear y Brown empuñaron en Ituzaingó y en el Juncal, no ha salido de la vaina para poner a raya a los enemigos exteriores.
Ella está colgada como las armas de Rolando, al lado de la banderas enemigas con que Rivadavia engalanó nuestros templos en la época memorable de su gobierno. ¿quién sino él templó su espada en el fuego sagrado de los principios al depositarla en las robustas manos de los campeones de la lucha con el Brasil? ¿Quién sino él inoculó su espíritu varonil en las legiones del ejército republicano? ¿Quién sino él empujó a nuestros soldados en el ancho camino de la gloria? ¿Quién sino él botó al agua las naves de la República, coronadas de cañones y adornadas de flámulas argentinas, que nos dieron el dominio de los ríos? ¿Quién sino él preparó nuestros espléndidos triunfos en la tierra y en los mares? ¿Quién sino él, por fin, laureó las armas vencedoras en Ituzaingó con la paz gloriosa, a cuya gloria sólo faltó su firma? Nadie sino él, señores; y después de él, desaparece el grande ejército nacional que había reorganizado en presencia de la hordas vandálicas del caudillaje; desaparece el antiguo espíritu militar; desaparece la vieja disciplina y el genio de la victoria deserta de nuestras banderas en presencia de los enemigos extraños. ¿Será porque después de Rivadavia hayamos sido menos valientes, porque nuestras lanzas hayan estado menos afiladas? No, es porque después del gran Presidente de la República Argentina hemos dejado de ser nación; porque el soplo de las malas pasiones ha apagado aquella luminosa antorcha de los principios, que él levantó en su mano; porque la tempestad nos ha dispersado, desmoralizándonos, y porque el nervio de la virtud militar no reside en la pujanza de los brazos, ni en el temple de las armas, sino en el espíritu sublime de que se penetra el guerrero cuando marcha al sacrificio en honor de su credo político, cuando los deberes austeros del soldado se armonizan con la dignidad humana y los más preciosos derechos del ciudadano. Rivadavia encomendó al ejército la defensa del honor nacional, le constituyó en el guardián armado de las instituciones de un pueblo libre, le infundió una creencia y le envió a la muerte y a la gloria, en el interés y en el nombre de lo más sagrado que hay para el hombre sobre la tierra. Por eso fue grande el Ejército Republicano, formado bajo la inspección de Rivadavia en el espacio de sesenta días. Por eso después del ejército republicano no se ven sino hordas feroces y genízaros que degüellan, o bandas populares que pelean y mueren heroicamente por la libertad, pero no ejércitos democráticos regularizados. Estos sólo se forman bajo los auspicios de un gobierno liberal y enérgico como el de Rivadavia, que imprima a las masas disciplinadas su poderosa voluntad, inoculándoles su espíritu entusiasta y metódico al mismo tiempo. Por eso, señores, para restablecer la antigua disciplina relajada por la tiranía; para levantar el espíritu militar, amortiguado por los infortunios de la guerra civil, tenemos que venir a pedir inspiraciones a las tumbas, tenemos que templar nuestros corazones en el noble ejemplo de ese ilustre muerto, que no mandó ejércitos ni ganó batallas, pero que poseyó el secreto de hacer invencibles las intrépidas falanges de la República Argentina. Perdonadme vosotros los que no profesáis el culto de la gloria militar, si me he detenido en colocar sobre la frente pacífica de Rivadavia el lauro bélico que conquistaron nuestras tropas en la guerra del Brasil. He querido, al derramar una luz nueva sobre esta gran figura histórica, demostrar con la filosofía de los hechos, que no es un incienso grosero, producto de la falsificación de la historia, el que a nombre de mis compañeros de armas he quemado sobre su altar fúnebre. Ahora debo deciros, señores, que no es aquel ejército con el que Rivadavia ha vencido a sus enemigos; no es con él con el que han triunfado sus grandes principios, ni se han salvado sus inmortales instituciones ¡no! El ejército con que Rivadavia ha vencido para honor y gloria de la humanidad vilipendiada por la fuerza brutal, son aquellos niños tiernos a quienes puso la cartilla en la mano en las escuelas primarias que fundó; son esas matronas, sacerdotisas de la beneficencia, a quienes sentó a la cabeza del enfermo, encomendándoles la educación de la mujer; son esos huérfanos desvalidos a quienes sirvió de padre; son aquellos inmigrantes inermes, a quienes él dio una segunda patria; son esas madres argentinas, émulas de la madre de los Gracos, que han mantenido en el altar de la familia el fuego sagrado de sus virtudes cívicas; son aquellas ideas, que él derramó como semillas fecundas en esta tierra clásica de la libertad americana, y que hoy brotan en torno de su urna cineraria, como un bosque de sagrados laureles, consagrados a la inmortalidad! He ahí el poderoso ejército que alza en sus escudos la urna de Rivadavia, y del que su sombra majestuosa es la intrépida cabeza de columna que avanza, según las palabras de la Escritura, rejuvenecidas por un gran orador (Lord Chatan), derramando con una
mano los largos días para la patria, con la otra la libertad y la riqueza, y marchando siempre por el sendero de la justicia y de la paz! Decidme, conciudadanos, si al elevar vuestra mente a las regiones serenas de las ideas del grande hombre, decidme, si al ver eslabonarse misteriosamente la cadena de
oro de los destinos de Rivadavia con los destinos del pueblo que le vio nacer, no sentís desprenderse de estas frías cenizas una chispa de inmortalidad que ilumina las profundidades de vuestra alma con súbito resplandor? ¿Decidme si el alma de Rivadavia no agita sus alas invisibles sobre vuestras cabezas? ¿Decidme, decidme, si no vivís de la vida de ese muerto? Sí, don Bernardino Rivadavia vive entre nosotros, de la vida inmortal de los espíritus, que se trasmite de generación en generación inoculándose como un perfume en el alma de los pueblos. El que fue carne de nuestra carne, huesos de nuestros huesos, es hoy alma de nuestra alma. Por eso gobierna hoy más que cuando era gobernante; por eso obedecemos hoy sus leyes, más que cuando era legislador; por eso derramamos todavía con afán la semilla en el surco que abrió a lo largo del camino de su vida. Es que sus mandatos están en nuestra conciencia: es que sus ideas forman hoy el fondo común del buen sentido del pueblo, como las ideas de Franklin vulgarizadas por el tiempo; es que su ser moral identificado con el nuestro, como los nervios a la carne, forma parte de nuestra propia esencia, es un elemento que obra en nosotros mismos con el poder irresistible de las inspiraciones íntimas. Así se forma, se mejora y perpetúa, señores, el alma de los pueblos, por la agregación de la virtudes y de las ideas de los grandes hombres. Ellos dotan a la humanidad de nuevos sentidos morales, de nuevos órganos de apreciación, de nuevas fuerzas intelectuales, que reaccionan poderosamente sobre las generaciones que se suceden hasta que llega un día en que la humanidad comprende que su vida es la vida póstuma de los muertos. Así lo comprenderéis vosotros también, si borráis por un momento el nombre de
Rivadavia del libro de nuestra historia; si apagáis por un momento la antorcha que él encendió para alumbrarnos el camino, y si veláis, para apartarla de vuestra vista, aquella noble figura del varón justo, que se alza majestuosa en el linde de dos campos ensangrentados. Entonces sentiréis morir en vosotros una parte de vuestro ser moral, veréis oscurecerse una parte de vuestra alma, y hallaréis vacío de la imagen simbólica de vuestras creencias el altar de nuestra religión política. Sin Rivadavia, sin los materiales de reconstrucción que elaboró su vasto genio con la clara visión del porvenir, la resurrección de la República Argentina habría sido imposible, después de los veinte años de tiranía devastadora. Todo se había destruido, menos sus instituciones grabadas en granito, menos sus monumentos fundidos en bronce. En ellos volvimos a encontrar las tablas perdidas de nuestros derechos, nos levantamos del polvo como nuevos Lázaros, con los pies y las manos atadas, pero llenos del espíritu vital de los pueblos libres. Así es como los pueblos se salvan bajo los auspicios de sus númenes tutelares; así es como Rivadavia nos ha salvado y nos gobierna por la fuerza de la idea que sobrevive a los trastornos violentos y a la materia perecedera. Y así es como colmados de sus
beneficios, rodeados de sus creaciones inmortales, obedeciendo a la impulsión que nos dio, ha cerca de medio siglo, el proscripto dormía aún el sueño de la eternidad en la tierra del extranjero!
¡No culpemos a la ingratitud de los pueblos! Ellos no pueden tener la revelación de sus grandes hombres sino después de cosechar sus beneficios. Los hombres predestinados a recibir el culto de la posteridad, son superiores a esos mezquinos cálculos de los que trafican con la gratitud contemporánea, dispensando beneficios con la obligación de que se les reconozca la deuda.
Rivadavia lo era. Esto dignifica su carácter y nos presenta su gran figura histórica rodeada con esa
aureola del estoicismo político, que es el signo de los verdaderos hombres de gobierno, según el evangelio de los pueblos libres. Rivadavia hizo el bien obedeciendo a las inspiraciones de su genio previsor y a los impulsos generosos de su naturaleza expansiva, y como aquel legislador de la antigüedad que hizo jurar a sus conciudadanos guardar sus leyes hasta que reuniesen todos los miembros de su cuerpo, y se hizo dividir en pedazos para hacerlas eternas, Rivadavia nos ha dejado un pedazo de su corazón en cada una de sus instituciones a fin de inmortalizar en ellas su amor a Buenos Aires. Su corazón ha sido siempre nuestro. Si en las melancólicas horas de la proscripción, pudo creer que sus instituciones habían sucumbido; si dudó por un momento de los altos destinos que esperaban a su patria, si pudo pensar por un instante que sus discípulos habían renegado de su excelsa doctrina, al verle perseguido como al Divino Maestro, bendigamos al cielo, porque a pesar de todo, vuelven al seno amoroso de la patria esas reliquias, cuya falta hubiéramos llorado por los siglos de los siglos, como lloramos las del inmortal Moreno que le precedió en el camino trillado por él, y que hoy yacen bajo las olas agitadas del océano! Bendigamos al cielo porque al fin la religión de las tumbas tiene un altar en esta tierra, donde el martirio no ha tenido coronas, donde el sacrificio no ha tenido estímulos, y donde hasta el mártir de los mártires, el noble campeón de la cruzada libertadora continúa su ostracismo en el sepulcro, que se prolonga hasta en sus huesos! Y ahora, a vosotras que miráis enternecidas esta urna cineraria, permitidme repetiros
aquellas palabras dirigidas a la mujeres de Jerusalem que venían a derramar aromas sobre el sepulcro de Jesús después de su resurrección: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No busquéis entre los muertos a don Bernardino Rivadavia; él vive en sus obras, vive en nosotros y vivirá inmortal en nuestros hijos mientras laten corazones argentinos, mientras en esta tierra se rinda culto a la inteligencia, al patriotismo y a la virtud.
Que flor de sinvergüenza mentiroso hijo de puta
ResponderEliminarja ja ja...totalmente....mitre se justificaba..justificando al sapo del diluvio
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