Rosas

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viernes, 29 de marzo de 2013

Roque Sáenz Peña en el Morro de Arica

Relato del Capitán del 4º de Línea don Ricardo Silva Arriagada

 Mandaba la 4.ª del 2.º -me decía don Ricardo Silva Arriagada, no ha mucho- Mi compañía contaba los mejores cazadores del antiguo 4.º

Tenía muy buenos oficiales; se me honró dándome la descubierta en el ataque. Sobre nuestra izquierda, a tomar el Este, marchó el 1.er batallón; a nosotros, los del 2.º, nos enviaron a los fuertes de la costa, a los de La Lisera; eran cuatro, con cinco trincheras, foseadas en forma de media luna.

Partimos oblicuando sobre la izquierda, con esta en cabeza, en movimiento envolvente; el ataque fue rapidísimo; no hicimos fuego sino cuando ya estábamos encima; todo el 2.º batallón, ciego y con rapidez asombrosa, tomamos todos los fuertes de la playa y llegamos al recinto mismo del Morro; sentimos el toque de «¡Alto el fuego!»

Nos detuvimos un momento, y como hubieran muchas bajas, de acuerdo todos seguimos el asalto y penetramos a la gran plazuela, y me dirigí a un fuerte cuadrado y con rieles que había en el medio.

Cuando llegué al mástil, que enarbolaba la insignia peruana con varios de sus soldados, nadie, de nuestro ejército, se había adelantado a mí.

Más tarde pude ver los cadáveres de Bolognesi, Moore y Ugarte. Todos decían que después de haberse rendido vulgarmente, la tropa los había ultimado a culatazos, porque, con felonía, estando rendida la plaza, le dieron fuego a los cañones, reventándolos.

El cadáver de Alfonso Ugarte se encontraba en una casucha ubicada cerca del mástil, al lado del mar, mirando hacia el pueblo; en ese lugar, las rabonas del Morro cocinaban el rancho; y ahí, esas pobres mujeres, tenían oculto el cadáver de Alfonso Ugarte; era un hombre chico, moreno, el rostro picado de viruelas, los dientes muy orificados, de bigote negro.

Aquellas mujeres tenían profundo cariño por Ugarte, y para guardar su cadáver, lo habían vestido con un uniforme quitado a un muerto chileno.

Pude saber que era el coronel Ugarte, porque el doctor boliviano Quint cuando lo vio, exclamó:

-¡Pobre coronel Ugarte; no hace mucho, lo he visto vivo!

Más tarde se dio la orden de arrojar al mar todos los cadáveres; sin duda que botaron también el de Alfonso Ugarte, porque no se pudo encontrar.

En ese mismo día, ofreció su familia 5.000 soles plata por los restos del coronel; se buscaron mucho; di noticias, detallé lo ocurrido, pero nada se descubrió.

Esto ocurrió largo rato después de rendida la plaza.

Iba a descender al plan por un senderito que vecino al mástil se encontraba, cuando varios jefes peruanos subían a la altura; uno de ellos me dijo:

-¡Sálvenos, señor; estamos rendidos!

Eran los señores comandantes don Manuel C. de La Torre, don Roque Sáenz Peña y el mayor don Francisco Chocano, que arrancando de la furia de los soldados chilenos, se rendían a discreción.

La Torre me entregó su revólver; don Roque Sáenz Peña estaba herido en el brazo derecho. En el acto tomé las medidas del caso para salvarlos.

La tropa que venía atacándolos, continuo disparando; mandé hacer «¡Alto el fuego!», y sólo haciendo esfuerzos soberanos, pude mantener a nuestros hombres.

-ENTRÉGUENOS LOS JEFES CHOLOS, PARA MATARLOS, MI CAPITÁN -gritaban y vociferaban todos a la vez.

La Torre y Chocano pedían a gritos perdón; Sáenz Peña se mostró tranquilo, sereno, imperturbable; si hubo miedo, en don Roque, no lo demostró; aquello resaltó más y se grabó mejor en mi memoria, por cuanto los dos prisioneros peruanos clamaban ridículamente por sus vidas.

Cierto que el trance fue duro, apurado, y él subió de punto cuando al pasar cerca de una de las piezas del Morro, reventó ésta, en circunstancias que, revólver y espada en mano, defendía a mis prisioneros.

La explosión fue tremenda; la muñonera del cañón, por poco no mata a uno de ellos; la tropa, ciega, se vino encima gritando:

-ENTRÉGUENOS LOS CHOLOS TRAIDORES, MI CAPITÁN».

El comandante La Torre agrega:

-Nosotros no somos culpables; esas piezas, posiblemente, tenían mechas de tiempo; no nos maten; nada sabemos; no tenemos participación.

Chocano une sus súplicas a La Torre, y al fin consigo salvarlos. Don Roque Sáenz Peña, mudo, no habla, no despliega sus labios; pálido se aguanta, ¡y se aguanta!

En esos momentos, varios soldados persiguen a tiros a unos infelices, y éstos se precipitan por una puerta que existe en el suelo, nuestros hombres llegan y hacen fuego. La Torre y Chocano, que ven aquello, gritan:

-Por Dios, no hagan fuego; ésa es la Santa Bárbara del Morro, la mina grande; hay más de 150 quintales de dinamita; está llena de pólvora y balas; ¡va a estallar!

La tropa se detiene, y ante la declaración de La Torre, que es el jefe de Estado Mayor enemigo, comprende la suprema necesidad de salvar a esos prisioneros, y se tranquiliza.

Las geremiadas de los prisioneros peruanos continúan, y solícitos a todo, dan muestras de miedo, pero de mucho miedo.

Don Roque Sáenz Peña sigue tranquilo, impasible; alguien me dice que es argentino; me fijo entonces más en él; es alto, lleva bigote y barba puntudita; su porte no es muy marcial, porque es algo gibado; representa unos 32 años; viste levita azul negra, como de marino; el cinturón, los tiros del sable, que no tiene, encima del levita; pantalón borlón, de color un poco gris; botas granaderas y gorra, que mantiene militarmente.

A primera vista se nota al hombre culto, de mundo.


Más tarde entrego mis prisioneros a la Superioridad Militar, que los deposita, primero en la Aduana, y después los embarcan en el Itata.

2 comentarios:

  1. Los cojones de Saenz Peña en el Morro de Arica son invalorables

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  2. Hay que hablar con la verdad, este es el verdadero relato de lo que pasó aquella vez

    Relato del Soldado peruano Manuel Salazar del Batallón Artesanos de Tacna

    "Sobreviviente de la épica jornada de Arica que alumbra nuestra historia con resplandores de gloria, he leído con emoción la defensa que hacen ustedes de mi inolvidable jefe, héroe coronel don Francisco Bolognesi, agredido después de su noble martirio por un escritor chileno que pone en labios de mi coronel frases jamás expresadas.

    Quiso la fortuna que me enrolase para defender a mi Patria en el batallón Artesanos de Tacna, comandado por el señor coronel don Marcelino Varela, en la 6ta Compañía a orden del capitán don Pedro Vidaurre, y nos cupo defender la 1ra. batería del Este. Como a las 9 am nos replegamos al Cuartel General, donde al lado del coronel don Manuel de La Torre se hizo la última resistencia.

    Al llegar al lado izquierdo, dirigidos por el capitán don Luis Benavides, ayudante del comandante don José Joaquín Inclán, y antes de ser herido pude ver (y lo recuerdo con exactitud) que los soldados chilenos que avanzaban por las cuchillas del Cerro Gordo llegaban al Cuartel General, en donde se inició una lucha cuerpo a cuerpo. Al grupo donde estaban el señor coronel Bolognesi con el capitán de Navío Moore, rodeaban en estrecho perímetro algo así como mil soldados chilenos que se estrecharon a la bayoneta con los de la primera fila. Rota ésta en un desorden espantoso en que se confundían gritos de ¡VIVA EL PERU! y Chile, los ayes de las víctimas y mil imprecaciones, y estando yo como a diez pasos de mi coronel Bolognesi, éste, revólver en mano disparó sobre la masa chilena. Cayeron heridos, lado a lado, el coronel Bolognesi y el capitán Moore.

    Yo, sin apercibirme de que había sido herido en el cuello, disparaba contra el grupo. El coronel Bolognesi disparaba con su revólver intentando levantarse, y dándonos ánimo para continuar peleando, volteando hacia mi exclamó: ¡No hay que rendirse! ¡Miserables! ¡Viva el Perú! El mayor Blondel que estaba a su lado haciendo fuego con un Winchester, repitió las mismas frases cayendo muerto instantes después.

    Cuando ya todo era un campo de muertos, el soldado de mi Compañía Pascual Méndez y los sargentos Carlos Rodríguez y Jorge Salgado del Granaderos de Tacna, nos trenzamos a bayonetazos con los de la 1ra fila chilena. Yo logré atravesar al chileno que me acometió, que era joven como de 20 años, el que alcanzó a herirme el hombro con su bayoneta. Al caer desangrado por ésta y la anterior herida, ya mi coronel Bolognesi estaba muerto. Un chileno avanzó y le arrancó la presilla del hombro izquierdo. En este acto de violencia, el cadáver de mi coronel fue movido hasta quedar casi sentado, desplomándose enseguida; otro soldado chileno, entrado en años, le puso el pie sobre el brazo y le arrancó la otra presilla del hombro derecho.

    Un oficial de las fuerzas enemigas daba, en medio del vocerío, las voces de "alto el fuego".

    Es pues, completamente falso el relato del articulista chileno que calumnia al héroe del Morro haciéndolo aparecer como pidiendo piedad. El coronel Chocano, 2do jefe de mi batallón, fue también testigo de estos hechos. Esto es lo que he visto hasta el momento en que por efecto de las heridas perdí el conocimiento, encontrándome al volver en mí en el hospital de heridos.

    Ruego se dignen publicar la presente como restablecimiento de la verdad histórica

    Firmado

    Manuel Salazar, Soldado del Batallon del Artesanos de Tacna



    Barranco, Junio 22 de 1909

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