Rosas

Rosas

sábado, 22 de septiembre de 2018

El bandolerismo en Buenos Aires


Por Raúl Fradkin
Desde la década de 1770 se puede observar en la documentación crecientes referencias al accionar de bandas de salteadores. En su mayor parte provienen de la Banda Oriental y en menor medida de otras zonas del área rioplatense y en general se referían a corambreros o changadores dedicadas al tráfico ilegal de cueros. Hacia la década de 1790 pareciera que la situación empieza a cambiar y las referencias se acrecientan en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y, en menor medida, en Buenos Aires. Así, en 1793, una Junta de Hacendados de Buenos Aires y Santa Fe reclamaba por la cantidad de “vagos y malhechores, salteadores y ladrones de ganado de la campaña” pero también por algunas gavillas que andaban “salteando y saqueando casas” en el norte de la campaña bonaerense (en Areco, Fontezuelas, Arrecifes, Tala y Arroyos). 
 Imagen relacionada   Resultado de imagen para bandolerismo en buenos aires
Poco después también eran abundantes las quejas que llegaban desde Entre Ríos  donde entre 1798 y 1799 varias bandas de salteadores asolaron pueblos, pulperías y estancias robando ganados pero también mujeres en las costas entrerrianas del Paraná y del Uruguay; al parecer, la más numerosa estaba integrada por varios desertores del cuerpo de Blandengues. A su vez, entre 1800 y 1801, otra importante gavilla asaltó algunos poblados entrerrianos y extendió sus acciones también sobre el pueblo de Las Víboras en la Banda Oriental, un área donde el accionar de los salteadores parece no haber dejado de crecer desde entonces. Aunque no estamos en condiciones todavía de trazar un cuadro preciso del bandolerismo a fines período colonial en el conjunto del área rioplatense las evidencias disponibles sugieren que las gavillas de salteadores eran frecuentes, que muchas veces se reclutaban entre desertores y perseguidos de la justicia y que su patrón de actividades incluía desde el contrabando de cueros y ganados al Brasil hasta el saqueo de pulperías y poblados y que no era infrecuente el “robo” de mujeres.   A su vez, estas evidencias sugieren que las gavillas sólo ocasionalmente actuaron en territorio bonaerense. En todo caso, algo es bastante claro: hasta fines de la colonia los salteadores no eran vistos como una seria amenaza para un orden social cuyo centro estaba en la ciudad y que atendía poco (y mal) lo que sucedía en las campañas. Aquí la situación comenzó a cambiar a partir de 1810. Un puntilloso observador de la época no dejó de anotar que a principios de octubre de 1811 abundaban en la ciudad las partidas de veintenas de hombres armados que efectuaban asaltos “valiéndose del nombre de la justicia”. Así, hacia 1812 el gobierno revolucionario tomaba medidas extremas para afrontar "la escandalosa multitud de robos y asesinatos que á todas horas y diariamente se cometen en esta ciudad y extramuros, por partidas grandes de ladrones" y organizó una fuerza militar para detener a quienes tuvieran “fama de salteador” y que según su comandante “abundan en estas campañas“. En sus memorias, Pedro J. Agrelo, integrante de la comisión especial de justicia que se organizó ese año describió con claridad las dos preocupaciones centrales que ella tenía. Por un lado, la persecución de los individuos y grupos contrarios al gobierno revolucionario y sobre los cuales recayó una durísima represión en julio con decenas de condenados a muerte y centenares de deportados. Por otro, “los robos y violencias a que quería declinar insensiblemente la multitud en las clases inferiores”. En opinión de Agrelo mientras que “en tiempos tranquilos [] siempre son menos los delitos y de menos trascendencia, que en los principios de una revolución en que rotos de repente todos los vínculos de la sociedad y alterado el orden de las ocupaciones ordinarias de los ciudadanos, los pueblos se desmoralizan y cada uno se considera autorizado para tomarse mayores licencias, con el nombre de libertad […] Tal era, pues, el estado al que iba deslizándose la plebe aprovechando la contracción de todas las autoridades a los objetos preferentes de la revolución”. La situación debe haber empeorado hacia 1817 cuando el Director Supremo decidió la "suspensión al giro ordinario de las fórmulas judiciales" organizando una "comisión militar para conocer sumariamente en las causas". El reclamo de “vindicta pública” se propagó inmediatamente a la justicia y los fiscales exigían “castigar y escarmentar esta clase de delincuentes de que tanto abunda el Pays”. Era otra manifestación del giro crecientemente conservador y autoritario de una elite revolucionaria cada vez más basada en su poder militar y en un reclutamiento compulsivo efectuado en el mundo rural.   Como es sabido, la guerra de independencia dio curso a una guerra civil que adoptó la forma de una “guerra de recursos” con el saqueo de la población como práctica generalizada. En Buenos Aires, la situación se tornó crítica desde octubre de 1819 cuando las tropas de Estanislao López, gobernador de Santa Fe, unidas a las del exiliado chileno José  M. Carrera atacaron y saquearon el pueblo de Pergamino. Esta situación se generalizó tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820.  Era una crisis sin precedentes para el grupo revolucionario que se había hecho del poder diez años antes: no sólo significó el desmonoramiento del poder central que había intentado sustituir al poder virreinal sino también una situación de casi permanente beligerancia (tanto entre Buenos Aires y Santa Fe como entre esta provincia y su antigua aliada Entre Ríos) con reiteradas incursiones militares a lo largo de todo ese año. Pero, además, abrió una fenomenal crisis política en Buenos Aires que no se apaciguó sino después del mes de octubre y que acrecentó el temor de la elite a una sublevación de la plebe urbana. En estas condiciones el accionar de las gavillas de salteadores parece haberse multiplicado en la ciudad. En la campaña los pueblos fueron asolados por las incursiones de fuerzas militares y la inquietud se propagaba entre los vecinos que se armaban para contener a las partidas de ladrones que “se habían diseminado por todos los Partidos”. Aunque la crisis política comenzó superarse en octubre de 1820, el accionar de las gavillas no se detuvo. Esta inercia sugiere que los efectos de la crisis en el plano social tendían a prolongarse por más tiempo que en el plano político e institucional. Así, en diciembre la Junta de Representantes advertía acerca de "la multiplicación de crímenes, que desgraciadamente han escandalizado al público en estos últimos tiempos y siguen escandalizándolo".  Mientras tanto, desde mediados de la década de 1810 se hacía evidente que la paz relativa que imperaba en la frontera con las sociedades indígenas pampeanas estaba llegando a su fin y que estas parcialidades indígenas se transformaban cada vez más en un actor de la política criolla. La alarma llegó al paroxismo cuando el 3 de diciembre de 1820 José M. Carrera y más de 2000 indios saquearon el pueblo de Salto.   La represalia gubernamental abrió un ciclo de extrema tensión interétnica en la frontera y en los años siguientes varios pueblos fueron atacados por contingentes indígenas.   En todo caso, la restauración del orden institucional no parece haber disciplinado al mundo rural. Por el contrario, a mediados de 1821 el periódico oficial se hacía eco del “clamor general” existente en la campaña y en agosto describía una "general insubordinación y desprecio de la autoridad de la justicia”, se quejaba porque se había extinguido “la obediencia habitual" y para fundamentarlo relataba un entredicho con un demandado quién habría contestado la intimación del oficial de justicia de modo insolente: “vaya la cámara enhoramala, que su autoridad ha caducado, porque estamos en anarquía; y lo repulsó con armas". A su vez se reclamaba que “la campaña sea purgada de centenares de malhechores que la infestan” y algunos periódicos no dejaban de advertir que "el número de ladrones en la campaña se aumenta cada vez más; porque el número de pobres sin recursos también se aumenta, como el de los haraganes y jugadores”. Los reclamos también provenían de las autoridades locales: en febrero de 1825 el Juez de Paz de Morón denunciaba como “abundantísimo el número de los malvados que perturban la tranquilidad" y quejas semejantes llegaban de casi todos los pueblos.   En la elite urbana imperaba una visión pesimista del mundo rural. Un lugar preferente en este diagnóstico lo tenían las gavillas de salteadores en la medida, consideradas como la manifestación más agresiva de una criminalidad tan extendida como tolerada. Desde su perspectiva era imperioso realizar una reforma profunda del mundo social y sus costumbres a las que se atribuían las causas de la amenaza criminal. La elite porteña propugnó la construcción de un orden institucional más sólido en la campaña en el cual los Juzgados de Paz y las Comisarías de Campaña debían tener un lugar privilegiado. Se buscaba disciplinar una población a la que se calificaba de díscola e insolente para obtener la afirmación de los derechos de propiedad. Las consecuencias fueron inmediatas. Por un lado, se operó un creciente distanciamiento entre las concepciones y valores que la elite gubernamental impulsaba y la mayor parte de la sociedad rural en la media que antiguas y arraigadas prácticas consuetudinarias iban cayendo bajo el influjo de la criminalización. Por otro, se exacerbó la persecución de la vagancia se amplió a una variedad mayor de sujetos y prácticas y terminó por ser aplicada no sólo a individuos sueltos sino también a familias.  Esta situación adquirió ribetes más dramáticos durante la presidencia de Rivadavia mientras se realizaba la guerra con Brasil y cuyo resultado inmediato fue un aumento sin precedentes de la presión enroladora del estado sobre la población rural bonaerense. Rápidamente se generalizó la deserción, aumentó el bandidaje y las quejas crecieron vertiginosamente. En octubre de 1826 el Gobierno le recomendaba al máximo Tribunal de Justicia que “las causas criminales de robos sean terminadas con la prontitud que demanda la tranquilidad y seguridad pública” dado que “los desórdenes y robos se aumentan continuamente extendiéndose así la desmoralización más funesta y poniendo en sobresalto las personas y las fortunas y en peligro la tranquilidad pública”. Todo ello en un marco de creciente disputa política donde tomó forma el enfrentamiento entre unitarios y federales.      Con la llegada al gobierno provincial de los federales liderados por Manuel Dorrego el accionar de las gavillas parece haber decrecido aunque no desapareció. Por entonces, un fiscal reclamaba un “castigo ejemplar que afirme la tranquilidad de los hacendados” y sostenía que “Si en algunos delitos es casi necesario no ser escrupulosos en las formas judiciales es en los que se conoce en los asaltos de las casas de campo pues solamente un castigo cierto y pronto puede contener a los malvados de cometerlos".   En estas condiciones, el 1º de diciembre de 1828 se produjo el golpe de estado comandado por Juan Lavalle, jefe del ejército de la Banda Oriental, y propiciado por los unitarios que depuso y fusiló al gobernador Dorrego. El resultado inmediato fue el estallido de la guerra civil en territorio bonaerense sostenida por un fenomenal alzamiento de la población rural contra los insurrectos y que sólo meses después terminará por quedar bajo el liderazgo de Juan Manuel de Rosas. Entre diciembre de 1828 y abril de 1829 en el alzamiento tuvieron intervención una amplia variedad de actores: la mayor parte de las milicias rurales de las que Rosas era el Comandante General, los peones de sus estancias, algunos contingentes del ejército regular que desobedecieron a sus mandos y en general los soldados que desertaban y se pasaban a las fuerzas federales, las llamadas “tribus amigas” con las que Rosas había establecido una estrecha alianza, milicianos santafesinos suministrados por López y una serie de bandas armadas algunas de las cuales estaban lideradas por varios “ladrones famosos”. Estas bandas tuvieron un protagonismo decisivo adoptando una estrategia que combinaba el hostigamiento a las fuerzas unitarias, el saqueo de estancias, la ocupación y asalto de los poblados rurales y hasta llegaron a cercar la ciudad e incursionar en sus arrabales. Mientras la campaña se alzaba detrás de las banderas federales las quejas por el accionar de los salteadores se multiplicaron como nunca antes. Los voceros del gobierno y su prensa adicta no dudaron en calificarlas como partidas de “anarquistas” y postularon que su acción estaba dirigida y orientada  por Rosas.     Es dudoso que sea la única explicación. Lo cierto es que después de terminada la contienda los asaltos continuaron.  Más aún, las gavillas continuaron después de la llegada de Rosas al poder en diciembre de 1829.  Así se puede registrar en las tramitaciones judiciales que devuelven una imagen mucho más dificultosa de la restauración del orden de lo que pretendía la propaganda gubernamental y ha aceptado la historiografía. El 4 de marzo de 1830 un fiscal propuso el careo entre un comisario y los acusados de un robo en gavilla para indagar los violentos procedimientos de aquel; sin embargo, el juez desestimó inmediatamente el pedido argumentando: “no estando obligado el comisionado a justificar la justicia estricta de sus procedimientos en cuanto a la prisión de los individuos contenidos en el sumario pues debe haber nacido de algún aviso, que en las presentes circunstancias de desorden de la plebe no debe despreciarse, no ha lugar a lo pedido por el agente”   Para marzo de 1831, un fiscal seguía quejándose “del número de esos malévolos que infestan nuestro territorio de modo que no hay seguridad ni en los caminos ni dentro de las murallas domésticas” y en mayo la pena de azotes a unos reos que la Cámara de Justicia dispuso que se efectuara en el pueblo de San Vicente no pudo cumplirse dada “La total escasez de salvaguardias en que se halla en el día la campaña pues en las postas ni puede proporcionarse a los chasques” según dijo el Jefe de Policía.   Como puede registrarse las impresiones de los miembros de la elite tienden a ser redundantes. Casi siempre la situación era presentada como peligrosa y los salteadores como una auténtica plaga que infestaba el cuerpo social. Por cierto que estas expresiones nos dicen más de sus temores y preocupaciones (y de su modo de percibir el mundo rural y popular y la criminalidad) que de la magnitud efectiva de las gavillas.   Se trataba de una sociedad rural profundamente mercantilizada y en la cual la capacidad efectiva de control del territorio y la población era muy reducida tanto para las autoridades como para los propietarios. No sólo contaba con fronteras jurisdiccionales difusas, permeables y en proceso de definición (como las que tenía con las provincias de Santa Fe y Entre Ríos) sino también con una vasta e insegura frontera con sociedades indígenas que no habían sido sometidas. La estructura de poder institucional no sólo era reducida y débil sino que su despliegue fue una de las tareas principales del estado durante estas décadas. Para ello el estado reclutó las autoridades locales entre los propios vecinos, de modo que ellas debían fungir a un mismo tiempo como emisarios del poder central, portavoces de las comunidades vecinales y mediadores entre ambos sin que llegaran a separarse efectivamente de la sociedad local. En tales condiciones, la persecución de los bandidos era necesariamente limitada, estaba sometida a múltiples restricciones sociales y el gobierno no podía impedir cierta tolerancia hacia los bandidos tanto por parte de estas autoridades como (y sobre todo) de los paisanos y vecinos que les brindaban abrigo o, al menos, consentimiento. Por otra parte, se estaba produciendo desde el estado una transformación del marco normativo de las relaciones sociales agrarias que tendía a remover costumbres y prácticas arraigadas y que implicaba una creciente distancia entre las nociones y los valores que pretendían imponer las elites y las que primaban en la sociedad rural. En un contexto de sistemas normativos heterogéneos (cuando no directamente contradictorios) las consideraciones sociales acerca de la ley, la justicia y el delito estaban claramente en tensión. La proliferación del bandolerismo y su aceptación social era una de las manifestaciones de estas tensiones.   Los bandoleros se reclutaron preferentemente entre peones y labradores. Las evidencias ofrecidas en cuanto a los primeros indican que el salteamiento puede ser considerado a veces como una instancia decisiva dentro una trayectoria de fricciones y disputas previas entre patrones y peones en el cual la resistencia cotidiana, opaca y oculta, se transmutaba en un enfrentamiento violento y abierto. Esa resistencia cotidiana parece haber incluido una serie de prácticas, desde el abandono del trabajo hasta el robo menudo generalmente de una prenda o el carneo de una res. Sin embargo, esta forma de delito menudo, cotidiano y reiterado, no era como en otros contextos la expresión de una disconformidad que no tenía posibilidades de expresarse a través de la rebelión o el bandolerismo. Por el contrario, en el contexto bonaerense esta forma de robo era la expresión tanto de resentimientos como de una creciente insubordinación de los peones y los criados y su transformación en bandidos era una posibilidad cierta y abierta.  La campaña bonaerse en estas décadas ofrece un ejemplo sugestivo de una sociedad rural que al mismo tiempo estaba viviendo una transformación de su estructura económica, el intento de construir una estructura de poder institucional efectiva y un proceso de movilización y politización acelerada. Pero, correr del centro del análisis las motivaciones personales de los bandidos no implica eludir sus implicancias políticas ni concluir que los propios bandidos no tuvieran nociones políticas. Ellas eran las que imperaban en su medio social tras siglos de sistema colonial y fueron transformadas por las experiencias y los discursos que dos décadas de revolución y guerra habían traído a la campaña bonaerense. En cierto sentido, los vínculos que los bandidos terminaron teniendo con la lucha política puede calificarse provisoriamente como transaccionales. Ellos suponían una serie de intervenciones que no se sustentaban en una lealtad inalterable derivados de vínculos de dependencia personal previos sino que estaban sujetos a adhesiones que debían obtenerse mediante transacciones, de un modo no demasiado distinto al que intervenían en las elecciones el común de los paisanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario