Por Raúl Fradkin
Desde la década de 1770 se puede observar en la documentación crecientes
referencias al accionar de bandas de salteadores. En su mayor parte provienen
de la Banda Oriental y en menor medida de otras zonas del área rioplatense y en
general se referían a corambreros o changadores dedicadas al tráfico ilegal de
cueros. Hacia la década de 1790 pareciera que la situación empieza a cambiar y
las referencias se acrecientan en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y, en menor
medida, en Buenos Aires. Así, en 1793, una Junta de Hacendados de Buenos Aires
y Santa Fe reclamaba por la cantidad de “vagos y malhechores, salteadores y
ladrones de ganado de la campaña” pero también por algunas gavillas que andaban
“salteando y saqueando casas” en el norte de la campaña bonaerense (en Areco,
Fontezuelas, Arrecifes, Tala y Arroyos).
Poco después también eran abundantes
las quejas que llegaban desde Entre Ríos donde entre 1798 y 1799 varias bandas de
salteadores asolaron pueblos, pulperías y estancias robando ganados pero
también mujeres en las costas entrerrianas del Paraná y del Uruguay; al
parecer, la más numerosa estaba integrada por varios desertores del cuerpo de
Blandengues. A su vez, entre 1800 y 1801, otra importante gavilla asaltó
algunos poblados entrerrianos y extendió sus acciones también sobre el pueblo
de Las Víboras en la Banda Oriental, un área donde el accionar de los
salteadores parece no haber dejado de crecer desde entonces. Aunque no estamos
en condiciones todavía de trazar un cuadro preciso del bandolerismo a fines
período colonial en el conjunto del área rioplatense las evidencias disponibles
sugieren que las gavillas de salteadores eran frecuentes, que muchas veces se reclutaban
entre desertores y perseguidos de la justicia y que su patrón de actividades
incluía desde el contrabando de cueros y ganados al Brasil hasta el saqueo de
pulperías y poblados y que no era infrecuente el “robo” de mujeres. A su vez, estas evidencias sugieren que las
gavillas sólo ocasionalmente actuaron en territorio bonaerense. En todo caso,
algo es bastante claro: hasta fines de la colonia los salteadores no eran
vistos como una seria amenaza para un orden social cuyo centro estaba en la ciudad
y que atendía poco (y mal) lo que sucedía en las campañas. Aquí la situación
comenzó a cambiar a partir de 1810. Un puntilloso observador de la época no
dejó de anotar que a principios de octubre de 1811 abundaban en la ciudad las
partidas de veintenas de hombres armados que efectuaban asaltos “valiéndose del
nombre de la justicia”. Así, hacia 1812 el gobierno revolucionario tomaba
medidas extremas para afrontar "la escandalosa multitud de robos y
asesinatos que á todas horas y diariamente se cometen en esta ciudad y
extramuros, por partidas grandes de ladrones" y organizó una fuerza
militar para detener a quienes tuvieran “fama de salteador” y que según su
comandante “abundan en estas campañas“. En sus memorias, Pedro J. Agrelo,
integrante de la comisión especial de justicia que se organizó ese año
describió con claridad las dos preocupaciones centrales que ella tenía. Por un
lado, la persecución de los individuos y grupos contrarios al gobierno
revolucionario y sobre los cuales recayó una durísima represión en julio con
decenas de condenados a muerte y centenares de deportados. Por otro, “los robos
y violencias a que quería declinar insensiblemente la multitud en las clases
inferiores”. En opinión de Agrelo
mientras que “en tiempos tranquilos [] siempre son menos los delitos y de menos
trascendencia, que en los principios de una revolución en que rotos de repente
todos los vínculos de la sociedad y alterado el orden de las ocupaciones
ordinarias de los ciudadanos, los pueblos se desmoralizan y cada uno se
considera autorizado para tomarse mayores licencias, con el nombre de libertad
[…] Tal era, pues, el estado al que iba deslizándose la plebe aprovechando
la contracción de todas las autoridades a los objetos preferentes de la
revolución”. La situación debe haber empeorado hacia 1817 cuando el Director
Supremo decidió la "suspensión al giro ordinario de las fórmulas
judiciales" organizando una "comisión militar para conocer
sumariamente en las causas". El reclamo de “vindicta pública” se propagó
inmediatamente a la justicia y los fiscales exigían “castigar y escarmentar
esta clase de delincuentes de que tanto abunda el Pays”. Era otra manifestación
del giro crecientemente conservador y autoritario de una elite revolucionaria
cada vez más basada en su poder militar y en un reclutamiento compulsivo
efectuado en el mundo rural. Como es
sabido, la guerra de independencia dio curso a una guerra civil que adoptó la
forma de una “guerra de recursos” con el saqueo de la población como práctica generalizada.
En Buenos Aires, la situación se tornó
crítica desde octubre de 1819 cuando las tropas de Estanislao López, gobernador
de Santa Fe, unidas a las del exiliado chileno José M. Carrera atacaron y
saquearon el pueblo de Pergamino. Esta situación se generalizó tras la
batalla de Cepeda en febrero de 1820. Era una crisis sin precedentes para el grupo revolucionario
que se había hecho del poder diez años antes: no sólo significó el
desmonoramiento del poder central que había intentado sustituir al poder
virreinal sino también una situación de casi permanente beligerancia (tanto
entre Buenos Aires y Santa Fe como entre esta provincia y su antigua aliada
Entre Ríos) con reiteradas incursiones militares a lo largo de todo ese año.
Pero, además, abrió una fenomenal crisis política en Buenos Aires que no se
apaciguó sino después del mes de octubre y que acrecentó el temor de la elite a
una sublevación de la plebe urbana. En estas condiciones el accionar de las gavillas
de salteadores parece haberse multiplicado en la ciudad. En la campaña los
pueblos fueron asolados por las incursiones de fuerzas militares y la inquietud
se propagaba entre los vecinos que se armaban para contener a las partidas de
ladrones que “se habían diseminado por todos los Partidos”. Aunque la crisis
política comenzó superarse en octubre de 1820, el accionar de las gavillas no
se detuvo. Esta inercia sugiere que los efectos de la crisis en el plano social
tendían a prolongarse por más tiempo que en el plano político e institucional.
Así, en diciembre la Junta de Representantes advertía acerca de "la
multiplicación de crímenes, que desgraciadamente han escandalizado al público
en estos últimos tiempos y siguen escandalizándolo". Mientras tanto, desde mediados de la década
de 1810 se hacía evidente que la paz relativa que imperaba en la frontera con
las sociedades indígenas pampeanas estaba llegando a su fin y que estas
parcialidades indígenas se transformaban cada vez más en un actor de la
política criolla. La alarma llegó al
paroxismo cuando el 3 de diciembre de 1820 José M. Carrera y más de 2000 indios
saquearon el pueblo de Salto. La
represalia gubernamental abrió un ciclo de extrema tensión interétnica en la
frontera y en los años siguientes varios pueblos fueron atacados por
contingentes indígenas. En todo caso,
la restauración del orden institucional no parece haber disciplinado al mundo
rural. Por el contrario, a mediados de
1821 el periódico oficial se hacía eco del “clamor general” existente en la
campaña y en agosto describía una "general insubordinación y desprecio de
la autoridad de la justicia”, se quejaba porque se había extinguido “la
obediencia habitual" y para fundamentarlo relataba un entredicho con un
demandado quién habría contestado la intimación del oficial de justicia de modo
insolente: “vaya la cámara enhoramala, que su autoridad ha caducado, porque
estamos en anarquía; y lo repulsó con armas". A su vez se reclamaba
que “la campaña sea purgada de centenares de malhechores que la infestan” y
algunos periódicos no dejaban de advertir que "el número de ladrones en la
campaña se aumenta cada vez más; porque el número de pobres sin recursos
también se aumenta, como el de los haraganes y jugadores”. Los reclamos también
provenían de las autoridades locales: en febrero de 1825 el Juez de Paz de
Morón denunciaba como “abundantísimo el número de los malvados que perturban la
tranquilidad" y quejas semejantes llegaban de casi todos los pueblos. En la elite urbana imperaba una visión
pesimista del mundo rural. Un lugar preferente en este diagnóstico lo tenían
las gavillas de salteadores en la medida, consideradas como la manifestación
más agresiva de una criminalidad tan extendida como tolerada. Desde su
perspectiva era imperioso realizar una reforma profunda del mundo social y sus
costumbres a las que se atribuían las causas de la amenaza criminal. La elite
porteña propugnó la construcción de un orden institucional más sólido en la
campaña en el cual los Juzgados de Paz y las Comisarías de Campaña debían tener
un lugar privilegiado. Se buscaba disciplinar una población a la que se
calificaba de díscola e insolente para obtener la afirmación de los derechos de
propiedad. Las consecuencias fueron inmediatas. Por un lado, se operó un
creciente distanciamiento entre las concepciones y valores que la elite
gubernamental impulsaba y la mayor parte de la sociedad rural en la media que
antiguas y arraigadas prácticas consuetudinarias iban cayendo bajo el influjo
de la criminalización. Por otro, se
exacerbó la persecución de la vagancia se amplió a una variedad mayor de
sujetos y prácticas y terminó por ser aplicada no sólo a individuos sueltos
sino también a familias. Esta situación
adquirió ribetes más dramáticos durante la presidencia de Rivadavia mientras se
realizaba la guerra con Brasil y cuyo resultado inmediato fue un aumento sin
precedentes de la presión enroladora del estado sobre la población rural
bonaerense. Rápidamente se generalizó la deserción, aumentó el bandidaje y
las quejas crecieron vertiginosamente. En octubre de 1826 el Gobierno le
recomendaba al máximo Tribunal de Justicia que “las causas criminales de robos sean terminadas con la prontitud que
demanda la tranquilidad y seguridad pública” dado que “los desórdenes y robos
se aumentan continuamente extendiéndose así la desmoralización más funesta y
poniendo en sobresalto las personas y las fortunas y en peligro la tranquilidad
pública”. Todo ello en un marco de creciente disputa política donde tomó
forma el enfrentamiento entre unitarios y federales. Con
la llegada al gobierno provincial de los federales liderados por Manuel Dorrego
el accionar de las gavillas parece haber decrecido aunque no desapareció. Por
entonces, un fiscal reclamaba un “castigo ejemplar que afirme la tranquilidad
de los hacendados” y sostenía que “Si en algunos delitos es casi necesario no
ser escrupulosos en las formas judiciales es en los que se conoce en los
asaltos de las casas de campo pues solamente un castigo cierto y pronto puede
contener a los malvados de cometerlos".
En estas condiciones, el 1º de
diciembre de 1828 se produjo el golpe de estado comandado por Juan Lavalle,
jefe del ejército de la Banda Oriental, y propiciado por los unitarios que
depuso y fusiló al gobernador Dorrego. El resultado inmediato fue el estallido
de la guerra civil en territorio bonaerense sostenida por un fenomenal
alzamiento de la población rural contra los insurrectos y que sólo meses después
terminará por quedar bajo el liderazgo de Juan Manuel de Rosas. Entre
diciembre de 1828 y abril de 1829 en el alzamiento tuvieron intervención una
amplia variedad de actores: la mayor parte de las milicias rurales de las que
Rosas era el Comandante General, los peones de sus estancias, algunos
contingentes del ejército regular que desobedecieron a sus mandos y en general los soldados que desertaban y se pasaban a las
fuerzas federales, las llamadas “tribus amigas” con las que Rosas había
establecido una estrecha alianza, milicianos santafesinos suministrados por
López y una serie de bandas armadas algunas de las cuales estaban lideradas por
varios “ladrones famosos”. Estas bandas tuvieron un protagonismo decisivo
adoptando una estrategia que combinaba el hostigamiento a las fuerzas
unitarias, el saqueo de estancias, la ocupación y asalto de los poblados
rurales y hasta llegaron a cercar la ciudad e incursionar en sus arrabales.
Mientras la campaña se alzaba detrás de las banderas federales las quejas por
el accionar de los salteadores se multiplicaron como nunca antes. Los voceros
del gobierno y su prensa adicta no dudaron en calificarlas como partidas de
“anarquistas” y postularon que su acción estaba dirigida y orientada por
Rosas. Es dudoso que sea la única explicación. Lo
cierto es que después de terminada la contienda los asaltos continuaron. Más aún, las gavillas continuaron después de
la llegada de Rosas al poder en diciembre de 1829. Así se puede registrar en las tramitaciones
judiciales que devuelven una imagen mucho más dificultosa de la restauración
del orden de lo que pretendía la propaganda gubernamental y ha aceptado la
historiografía. El 4 de marzo de 1830 un fiscal propuso el careo entre un
comisario y los acusados de un robo en gavilla para indagar los violentos
procedimientos de aquel; sin embargo, el juez desestimó inmediatamente el
pedido argumentando: “no estando obligado el comisionado a justificar la
justicia estricta de sus procedimientos en cuanto a la prisión de los
individuos contenidos en el sumario pues debe haber nacido de algún aviso, que
en las presentes circunstancias de desorden de la plebe no debe despreciarse,
no ha lugar a lo pedido por el agente” Para marzo de 1831, un fiscal seguía
quejándose “del número de esos malévolos que infestan nuestro territorio de
modo que no hay seguridad ni en los caminos ni dentro de las murallas
domésticas” y en mayo la pena de azotes a unos reos que la Cámara de Justicia
dispuso que se efectuara en el pueblo de San Vicente no pudo cumplirse dada “La
total escasez de salvaguardias en que se halla en el día la campaña pues en las
postas ni puede proporcionarse a los chasques” según dijo el Jefe de Policía. Como puede registrarse las impresiones de
los miembros de la elite tienden a ser redundantes. Casi siempre la situación era presentada como peligrosa y los
salteadores como una auténtica plaga que infestaba el cuerpo social. Por
cierto que estas expresiones nos dicen más de sus temores y preocupaciones (y
de su modo de percibir el mundo rural y popular y la criminalidad) que de la
magnitud efectiva de las gavillas. Se
trataba de una sociedad rural profundamente mercantilizada y en la cual la
capacidad efectiva de control del territorio y la población era muy reducida
tanto para las autoridades como para los propietarios. No sólo contaba con fronteras jurisdiccionales difusas, permeables y en
proceso de definición (como las que tenía con las provincias de Santa Fe y
Entre Ríos) sino también con una vasta e insegura frontera con sociedades
indígenas que no habían sido sometidas. La estructura de poder institucional
no sólo era reducida y débil sino que su despliegue fue una de las tareas
principales del estado durante estas décadas. Para ello el estado reclutó las autoridades locales entre los propios
vecinos, de modo que ellas debían fungir a un mismo tiempo como emisarios del
poder central, portavoces de las comunidades vecinales y mediadores entre ambos
sin que llegaran a separarse efectivamente de la sociedad local. En tales condiciones,
la persecución de los bandidos era necesariamente limitada, estaba sometida a
múltiples restricciones sociales y el gobierno no podía impedir cierta
tolerancia hacia los bandidos tanto por parte de estas autoridades como (y
sobre todo) de los paisanos y vecinos que les brindaban abrigo o, al menos,
consentimiento. Por otra parte, se estaba produciendo desde el estado una
transformación del marco normativo de las relaciones sociales agrarias que
tendía a remover costumbres y prácticas arraigadas y que implicaba una
creciente distancia entre las nociones y los valores que pretendían imponer las
elites y las que primaban en la sociedad rural. En un contexto de sistemas
normativos heterogéneos (cuando no directamente contradictorios) las
consideraciones sociales acerca de la ley, la justicia y el delito estaban
claramente en tensión. La proliferación del bandolerismo y su aceptación social
era una de las manifestaciones de estas tensiones. Los
bandoleros se reclutaron preferentemente entre peones y labradores. Las
evidencias ofrecidas en cuanto a los primeros indican que el salteamiento puede
ser considerado a veces como una instancia decisiva dentro una trayectoria de
fricciones y disputas previas entre patrones y peones en el cual la resistencia
cotidiana, opaca y oculta, se transmutaba en un enfrentamiento violento y
abierto. Esa resistencia cotidiana parece haber incluido una serie de
prácticas, desde el abandono del trabajo
hasta el robo menudo generalmente de una prenda o el carneo de una res. Sin
embargo, esta forma de delito menudo, cotidiano y reiterado, no era como en
otros contextos la expresión de una disconformidad que no tenía posibilidades
de expresarse a través de la rebelión o el bandolerismo. Por el contrario, en el contexto bonaerense esta forma de robo era la
expresión tanto de resentimientos como de una creciente insubordinación de los
peones y los criados y su transformación en bandidos era una posibilidad cierta
y abierta. La campaña bonaerse en
estas décadas ofrece un ejemplo sugestivo de una sociedad rural que al mismo
tiempo estaba viviendo una
transformación de su estructura económica, el intento de construir una
estructura de poder institucional efectiva y un proceso de movilización y
politización acelerada. Pero, correr del centro del análisis las motivaciones personales de los bandidos
no implica eludir sus implicancias políticas ni concluir que los propios
bandidos no tuvieran nociones políticas. Ellas eran las que imperaban en su
medio social tras siglos de sistema colonial y fueron transformadas por las
experiencias y los discursos que dos décadas de revolución y guerra habían
traído a la campaña bonaerense. En
cierto sentido, los vínculos que los bandidos terminaron teniendo con la lucha
política puede calificarse provisoriamente como transaccionales. Ellos suponían
una serie de intervenciones que no se sustentaban en una lealtad inalterable
derivados de vínculos de dependencia personal previos sino que estaban sujetos
a adhesiones que debían obtenerse mediante transacciones, de un modo no
demasiado distinto al que intervenían en las elecciones el común de los
paisanos.
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