El amanecer del 17 de Octubre de 1945 presentó la movilización más emblemática de la historia nacional, cuando pequeños grupos de gente fueron conformando gruesas columnas, en camiones y filas compactas que salvaron todo tipo de obstáculos, cruzando el Riachuelo, para llegar al centro neurálgico de la capital, esa Plaza de Mayo que ocuparon con el objetivo de buscar la libertad de su líder, prisionero entonces en la isla Martín García. El grito convocante: “¡Queremos a Perón!”. Ese día de octubre es el colofón, el remate inevitable de la revolución nacional del 4 de junio de 1943. El propio Perón dirá de aquel acontecimiento: “la revolución del 4 de junio no es una revolución más. No está destinada a cambiar hombres o partidos, sino a cambiar un sistema y hacer lo necesario para que en el futuro no se produzcan los fenómenos ingratos que nos llevaron a tomar la dirección del Estado. Aspira, por lo tanto, a ser profundamente transformadora, especialmente en su sentido moral y humanista ”. Por primera vez se articulaban los grandes componentes de la sociedad, la conjunción de las fuerzas del trabajo –tanto rurales como industriales– más el ejército que, como en todas las naciones modernas, emergía del pueblo y a él pertenecía.
Pero era también una reacción contra la degradación moral que había sacudido a las fuerzas armadas previamente y contra la corruptela de una dirigencia que por años había estado de espaldas a los intereses populares y pretendía, además, hacer entrar al país en un conflicto ajeno, la guerra de los otros. Para 1945, la gestión de Juan D. Perón al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión había dado sus frutos, pues la crónica desorganización sindical de los trabajadores había quedado atrás, surgiendo una organización política, producto de la autovaloración de la clase trabajadora como protagonista activa, y no como testigo pasivo, del acontecer social y político. La Argentina de entonces aún era identificada como el “granero del mundo”, confirmado con el aporte de carnes y granos al viejo continente convulsionado por la guerra. Pero no era solamente un país agro-exportador. A lo largo de la década del treinta habían surgido variedad de pequeñas industrias, en un proceso acelerado por la necesidad de sustituir importaciones a causa del conflicto mundial. La base de la clase trabajadora industrial seguía siendo la industria frigorífica, pero despuntaban otras nuevas formas de industrialización. La propia revolución del 43 había demostrado cuán postergado estaba el interior del país y la necesidad de organizar la Nación en un sentido de unidad, procurando el acceso al trabajo, la salud y la cultura de grandes masas de compatriotas, hasta entonces alejados del protagonismo que pasaba por las pocas ciudades grandes del país y principalmente Buenos Aires. Esta idea de totalidad, de pertenencia, se fue constituyendo lentamente en una auto imagen identitaria, pero se necesitaba un detonante y éste fue la injerencia extranjera en los asuntos nacionales por parte del panintervencionismo estadounidense, representado en la figura del embajador Spruille Braden. Este personaje ofició perfectamente de contraimagen: era todo lo que la gente rechazaba en la intromisión extranjera, siempre unida a los bienpensantes y privilegiados de la sociedad vernácula. Del otro lado, Perón aparecía como el hombre capaz de conducir los destinos de la nueva sociedad emergente, con la clase obrera como pivote –que había organizado y galvanizado aquel coronel desde la Secretaría de Trabajo y Previsión–, pero que también podía convocar a otros sectores decisivos como la Iglesia y las Fuerzas Armadas y parte de la incipiente clase media. El valor del 17 de Octubre, por lo tanto, es el de presentar, en un momento y de una forma contundente, el proceso de coagulación nacional, inevitable y necesario, de esos últimos años. Este proceso de nacionalización de masas antes sufrientes, anónimas y fragmentadas, necesitaba un centro de liderazgo y referencia que lo convocara y aglutinara. El destino quiso que fuera Juan Perón. A partir de ese momento surgirá el peronismo como movimiento fuerza política y sistema de gobierno. La consigna “Braden o Perón” fijará un enemigo, identificado con lo “hostil”, es decir, lo extraño a esa coagulación nacional en marcha, que además atentaba con su injerencia contra lo que se tenía como propio y de interés común. La Argentina aún consideraba, en ese momento, que podía tener protagonismo propio y una actitud soberana sin que otros le dictaran su conducta. La atracción carismática que Perón poseía –característica que también compartía su compañera Evita– se consagró el 17 de Octubre. Pero no era sólo cuestión de carisma, también existía un proyecto y un accionar político. Presentando la incongruencia de una Unión Democrática que incluía al Partido Comunista, permitía a Perón afirmar que los trabajadores argentinos eran más democráticos que sus adversarios. Presentar a Braden como inspirador, creador, organizador y jefe de dicha Unión Democrática era simplificar para el pueblo la imagen del enemigo popular. Al llamar a los opositores “defensores de los privilegios de clase” frente a los “descamisados” establecía una fácil dicotomía y una exigencia de opción. O se era nacional y popular o lo contrario. El historiador Joseph Page dirá que fue “un ejercicio clásico de judo político”. No existe triunfo justicialista sin la gesta del 17. Además, existe otro elemento importante y es la creación de un mito movilizador. El 17 de Octubre presenta la emergencia de un mito nacional y popular, que además pudo plasmarse exitosamente. En todo proceso social, político y cultural profundo subyace un mito fundacional. Es crucial recuperar aquí la idea del mito en Johan Huizinga: la idea de mito entendido como elemento movilizador del pueblo para concretar un anhelo de felicidad, un mejor futuro, concretar una imagen expresada además en un lenguaje de simbolismos de masas que implique un sentido de pertenencia comunitaria. “Todos los pueblos –dirá Huizinga en su gran obra El otoño de la Edad Media– desean concretar un ideal superior de unidad, armonía y belleza. Toda época suspira por un mundo mejor. Cuanto más profunda es la desesperación causada por el caótico presente, tanto mas íntimo es este suspirar.” Y, de repente, por esas circunstancias colectivas y automáticas, fatales, que los historiadores y politólogos nunca pueden terminar de explicar, ese anhelo latente y oculto estalla en un hecho de ruptura que cambia la historia de una Nación y un pueblo. El 17 de Octubre fue un despertar. No es casual que cada vez que se proyectan sombras ominosas sobre la realidad nacional y en el empíreo se recortan nubes de tormenta, se vuelve a pensar en aquella fecha. Como si existiera la necesidad de nuevos 17 de Octubre capaces de generar renovados momentos de ruptura, donde abrir nuevas puertas a la posibilidad de cumplir con ese anhelo trascendente de unidad, armonía, justicia e identidad, que todo pueblo aspira a alcanzar.
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