Por María Rosa Lojo
Don Juan Manuel sonríe. Acaba de recordar un verso: Ni el polvo de sus huesos
la América tendrá..., escrito hace tantos años por ese muchacho rubio y lánguido,
vanamente enamorado de Manuelita, que se fue a Montevideo sin que nadie lo
echara, y que durante tanto tiempo se empeñó en echarlo a él de la gobernación
de Buenos Aires. Los poetas se equivocan. Don Juan Manuel retorna, polvo y
huesos, una mancha clara de agua en el extremo verde de un mapa sobresalta los
ánimos. Dicen que esa mancha corresponde a las cataratas del Iguazú, en la
frontera con el Brasil. Hay un silencio
que dura tanto como todo el viaje, y que concluye como si todas las voces se
levantaran en remolino cuando el comandante anuncia que se está sobrevolando
tierra argentina. En la ciudad de
Rosario —que antaño sólo tenía el río y la bandera, y ahora ostenta edificios
tan altos como catedrales— el ataúd se trasborda a otra máquina: un avión de
combate —dicen— que ha peleado contra Gran Bretaña en la guerra de Malvinas. Los descendientes forcejean discretamente por
el orden de prioridad para bajar el ataúd, orden que termina siendo —azares del
traspaso— el inverso al observado en París. Los espera un hombre bajo, delgado,
morocho, de elaboradas patillas, que mira la caja durante un rato
suficientemente largo;
luego se besa la mano y con un gesto devoto la apoya
sobre el ataúd. Abraza a los descendientes, uno por uno, y los saluda con la
erre mocha y el acento cantado de la gente del Noroeste. Don Juan Manuel conoce bien ese estilo, teatral, pero a la vez
espontáneo; campechano aunque reservado, y siempre astuto. Los caudillos no han
cambiado tanto en la Argentina. Le halaga que sea un provinciano el primero
que lo recibe. Su caída —vuelve a decirse por enésima vez— no ha sido obra de la
defección interna, sino del Brasil, de los intereses europeos y de los
unitarios, que siempre quisieron ser otros europeos, amalgamados por la locura transitoria
de su lugarteniente Urquiza. Por un
momento, todo vuelve a ser como en los viejos tiempos. Al lado del ataúd
caminan, igual que hace un siglo y medio y con idéntico uniforme, los Dragones
de la Independencia y los Blandengues de López —su contemporáneo, el taimado
gobernador santafesino—. Ingresa en la Plaza Mayor sobre la cureña de un cañón
del Ejército. Si aún tuviera piel, no le habría quedado un solo vello sin
erizarse, al oír el giro de cuerpos y el chocar de botas, obedientes a una voz
que ordena: “Al señor brigadier general don Juan Manuel de Rosas, ¡vista
derecha!”. Pero la ilusión del retorno,
las seguridades de la reiteración, se borran pronto. Aún aquellas cosas que
parecen las mismas tienen otro sentido distinto e inquietante, son apenas
máscaras usadas de significados nuevos. Irá de sorpresa en sorpresa, de misa en
misa y de discurso en discurso, empezando por el del caudillo norteño, que ha
resultado ser el presidente de la Nación y comprovinciano de Facundo Quiroga.
Don Juan Manuel estudia los carteles, las consignas, las banderas institucionales y partidarias que agradecen
al jefe de Estado la repatriación de sus restos. Entiende que él es ahora
una pieza más en el juego político de otros. El pueblo lo acompaña durante todo el
trayecto de su viaje. Lo despide en el Puerto del Rosario junto con los 21 cañonazos de las honras militares, lo sigue saludando
desde las riberas del río; estalla en vítores y aplausos cuando se llega al
pasaje de la Vuelta de Obligado, donde sus gauchos le pusieron cadenas a la
flota anglo-francesa y embrujaron a los amos del mundo con la astucia y el
desaliento, con la voluntad suprema que nace de estar pisando la tierra propia.
En el puerto de Buenos Aires lo
aguardan otra vez el presidente, y más discursos, más tropas a caballo: los Granaderos de San Martín, sus propios Colorados
del Monte, con lanza en ristre y gorro federal, y hasta los Coraceros de
Lavalle, su hermano de leche e implacable opositor; así como están, junto a sus
descendientes, los de sus adversarios Iriarte y Viamonte, los de Paz y los de Urquiza.
Los hermanos enemigos se reconcilian sólo cuando las viejas causas se gastan y
se vacían de sentido, piensa don Juan Manuel. Ya no habrá, entonces, unitarios
y federales, o bien, es que unitarios y federales simbolizan ahora otras cosas:
los que están del lado de ese otro caudillo exhibido en las banderas, llamado
“Juan Perón”, y los que no lo están. Por
eso el presidente —ungido, al parecer, por los peronistas— insiste tanto en
exaltar sus pobres huesos que bailan en el ataúd casi vacío, como “prenda de
unidad” de los argentinos. Quizá pronto esos dos bandos, disueltos en los
giros feroces de un tiempo que se acelera, tampoco signifiquen cosa alguna, sin
que eso favorezca la utópica unidad de la gente del Plata. Don Juan Manuel
sonríe, amargamente. En ese aspecto nada ha de haber cambiado, está seguro,
bajo los malos vientos de Santa María de los Buenos Aires. Los argentinos fueron, son y serán una tropa de baguales. Su unidad es
la guerra; su mayor gozo, el desorden. Por eso —recuerda— los hizo pelear
contra el extranjero, en vez de fraguar una constitución imposible. “Porque
sólo así —ha dicho alguna vez— es como se puede gobernar a este pueblo.” Pero otras cosas sí las encuentra
diferentes. Ya en la ciudad, afronta un escándalo de raras novedades. Empezando
por sus habitantes, en cuya piel y ojos se han multiplicado los tonos claros.
Hasta los gauchos vestidos de fiesta que marchan en el cortejo se han vuelto
medio rubios. No ve, en cambio, ni un
solo sucesor de aquellos morenos que iban a la vanguardia de las tropas
nacionales y que bailaban en los candombes donde los santos cristianos y los
dioses del África se unían para homenajear al Restaurador y a la Niña Manuela.
Tampoco hay representantes de los caciques aliados, que se complacían en
exhibir los uniformes de generales de la patria. Se pregunta si los habrán
exterminado a todos. Si habrán terminado, como él, en otro exilio. Quizá están
diluidos en las caras de tierra que todavía alternan con las caras blancas. Le desagrada esta Argentina desteñida donde
nada parece del todo real, donde la misma escena de la fiesta tiembla y oscila
al paso de la cureña como la burbuja del sueño en el que la fiebre —quiere
creer— ha de haberlo puesto. Cuando
llegan a la Plaza de la Victoria, que ahora llaman de Mayo, después de
atravesar una cordillera de edificios, todo le parece vagamente familiar pero a
la vez descolocado y ajeno. El Cabildo está mutilado y reducido; la
Pirámide ha cambiado de emplazamiento, el Fuerte de Gobierno ha desaparecido
bajo una gran casa de estilo pretensioso y tibio color rosado, la Recova Vieja
y sus tiendas ya no existen, el pórtico de la Catedral Metropolitana no es el
mismo, y la Catedral tampoco. La inscripción bajo una lámpara siempre encendida
anuncia que en ella duerme ahora otro exiliado célebre al que la Argentina ha
reclamado mucho antes: el general San Martín. Don Juan Manuel no se atreve a pensar lo que puede haber
ocurrido con la Mansión de Palermo, que era el verdadero centro, no sólo de su
gobierno sino también de su solaz y reposo. Agobiado, se deja llevar ciegamente
por calles ir reconocibles, que ya no mira.
Sólo una cosa es igual: el pueblo
lo sigue como antes de que lo derribara la conspiración de Urquiza, inalterable
en su fidelidad veleidosa. La multitud es tanta que el ingreso en el
Cementerio del Norte se demora. Todos quisieran entrar, pero lo impiden las
autoridades y la familia. Suenan insultos y vidrios que se rompen. Don
Juan Manuel ha llegado a su morada definitiva: la bóveda familiar, una
sepultura sólida, decente, moderada, sin lujo alguno, como lo previó en su testamento.
Por un momento se deslumbra y engaña con una constelación de laureles y
placas que ornan los muros modestos, en honor de don Juan Manuel Ortiz de
Rozas, gobernador de Buenos Aires. Pero no son para él. Comprende que se trata
de su nieto, el hijo de Juan Bautista, que paradójicamente, perdonado o
aceptado por los triunfadores unitarios, muchos años después se ha lucido en su
puesto. La puerta se abre. Don Juan
Manuel ve los ataúdes, ordenados en sus nichos: el Padre, la Madre, la
compañera Encarnación. Todo ha sucedido,
pues, conforme a su deseo. Le parece bien que los huesos descansen con los
huesos y que el polvo de Adán retorne al polvo. Pero él, que no es sus
huesos, quiere cruzar otra vez las aguas de la vida, escapar de ese tiempo que
ha logrado modificar el espacio donde él es, irremediablemente, un extranjero.
Quiere encontrar el camino de retorno a la cama de Burgess Farm donde lo
espera, no los tardíos honores de un tiempo que no entiende, o los huesos
trizados de los seres antaño más queridos, sino el amor vivo y constante de
otra mano humana. Trata de ordenar sus
pensamientos, de prepararse para cuando le llegue la hora feliz del despertar. Hace serios propósitos de enmienda:
aceptará, por fin, la fragilidad de tener ochenta y cuatro años; seguirá los
consejos de Máximo y Manuela, ya no saldrá más a cabalgar por su pequeño campo
en los engañosos amaneceres, húmedos y helados, del invierno que acaba.
Olvidará que lo ha perdido todo: no sólo el poder sobre vidas, famas y haciendas,
no ya los cientos de miles de hectáreas de buena tierra pampa ni las cabezas de
ganado tan numerosas y tupidas que en los arreos no podía distinguirse una mota
de gramilla bajo esas patas que eran la misma llanura en movimiento. Olvidará, incluso, que ha tenido que
vender hasta las dos vacas que lo seguían en sus caminatas por la granja, y
la carta dolorosa en que dio cuenta de ese último despojo: Mi muy querida hija Manuelita: Triste siento
decirte que las vacas ya no están en este Farm.
Dios sabe lo que dispone, y el placer que sentía al verlas en el field, llamarme,
ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y el enviar a
ustedes la manteca. Las he vendido por veintisiete libras y si más hubiera
esperado, menos me hubieran ofrecido... Claudicará, por fin. Aceptará el hospedaje que mil veces le ha
propuesto Manuela en su casa de Londres. Tolerará a Máximo, que siempre ha
ignorado sus desplantes a fuerza de admiración y de paciencia. Se avendrá a la
charla de sus nietos ingleses, que sólo por complacerlo le hablan en el único
español que han aprendido, con insoportable acento británico. Vivirá como
un viejo más, junto a la estufa. Todo,
con tal de volver a ese mundo real de carne y sangre, donde lo amen de nuevo. Hace un último esfuerzo por liberarse de la
prisión del sueño, peor aún que la prisión de su pensamiento. Piensa en el bosque de los alrededores de
Southampton, donde abunda la caza y se oye el canto de las aves y se huele esa
mezcla de humedad y resina y fecundas hojas muertas que es la sangre de todos
los bosques de la tierra. Pedirá que lo lleven allí, siquiera por una tarde,
cuando se reponga de la neumonía. Aprieta los puños y cierra los ojos de niebla
y pone en su deseo toda la exasperada voluntad que detenía los caballos en
pleno galope, trabándoles las patas con boleadoras tan fuertes como palabras
mágicas. Pero la puerta de la bóveda se cierra, después de una oración, y don
Juan Manuel no ha podido moverse de su lugar aplanado y tranquilo sobre la tapa
de roble. Los familiares y las autoridades se retiran porque la vida los
aguarda con sus dulzuras y trabajos. Deja de oírse ese coro confuso de la
voz del pueblo, tan bello y tan temible como la tormenta en la desolada
llanura, mientras afuera va madurando, lenta e inexorable, la luz del día.
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