Rosas

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lunes, 29 de enero de 2018

El Carnaval en los tiempos de Don Juan Manuel

Por el Profesor Jbismarck
La costumbre de mojarse uno a otro en carnaval, la trajeron los españoles, a pesar que en España el carnaval cae en invierno.  En 1771 el Gobernador de Buenos Aires Juan José Vertíz implantó los bailes de carnaval en locales cerrados. La  gente, se metía en las casas y reventaban huevos por todos lados, hasta robaban y rompían los muebles.  Los excesos no disminuían, y si lo hacían era por poco tiempo. El 13 de febrero de 1795 el virrey Arredondo promulgó el bando acostumbrado prohibiendo "los juegos con agua, harina, huevos y otras cosas".   En los años siguientes a la Revolución de Mayo, se volvió muy común entre la población, en especial entre las mujeres, la costumbre de jugar en forma intensa con agua. Para ello utilizaban todo tipo de recipiente, desde el modesto jarro, hasta los huevos vaciados y rellenos de agua con olor a rosa, pasando por baldes, jeringas, etc.   Los huevos eran vaciados y llenos con agua, pero no siempre con agua aromatizada, a veces solo se tiraban huevos podridos.  En los tiempos de Juan Manuel de Rosas, el carnaval era esperado con mucho entusiasmo, en especial por la gente de color, protegidos de Rosas.   Para el carnaval de 1836 se permitieron las máscaras y comparsas, siempre y cuando gestionasen anticipadamente una autorización de la policía. Para esta época el carnaval estaba ya muy reglamentado para prevenir desmanes. Solo se permitía el juego en los tres días propiamente dichos de carnaval, y el horario era anunciado desde la Fortaleza (actual Casa Rosada) con tres cañonazos al comienzo, 12 del mediodía, y otros tres para finalizar los juegos, al toque de oración (seis de la tarde). También se tiraban cohetes, para los cuales había que tener permiso de la policía. 
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 Las costumbres del carnaval, en época de Rosas, fueron cayendo en excesos, llegando hasta el máximo desbordamiento. La gente se divertía muchísimo, no había ni clase ni estrato social que no jugara al agua en carnaval. Pero como en todo estaban los exagerados, que llegaban a las manos, y muchas veces ocurrían desgracias. También estaban los que no disfrutaban de estos juegos y no dejaban de quejarse por medio de revistas y periódicos. Muchos de estos últimos se iban de la ciudad por esos tres días de carnaval. Los excesos, ¿cuáles eran los excesos?, se preguntaran. Estaban los que aprovechaban para entrar en las casas y robar, los que se aprovechaban de las mujeres que jugaban al carnaval, manoceandolas, rompiendo sus ropas y hasta violando. También se catalogaban como excesos algunos que ahora son muy comunes en carnavales como los de Río de Janeiro o Gualeguaychu: "Las negras, muchas de ellas jóvenes y esbeltas, luciendo las desnudeces de sus carnes bien nutridas...", decía José M. Ramos Mejía de esa época.   Los negros, divididos en naciones, concentraban sus actividades en la parroquia de Monserrat, conocida también por Barrio del Mondongo y Barrio del Tambor, y en San Telmo. Se agrupaban en una especie de sociedades mutualistas y tenían sus sitios o tambos, donde celebraban sus ritos con reminiscencias africanas y sus candombes ensordecedores.  Don Juan Manuel de Rosas, seguido por una corte de funcionarios y amigos, solia concurrir a los huecos donde los negros llevaban a cabo sus fiestas. Puede citarse una visita realizada al candombe de la nación Congo Augunga, allá por 1837, en la esquina que hoy forman las calles San Juan y Santiago del Estero. Vistiendo su relumbrante uniforme de brigadier general y acompañado por esposa, doña Encarnación Ezcurra, su hija Manuelita y demás séquito, Rosas recibió con gesto solemne el juramento de lealtad de sus amigos fieles, para contemplar luego el baile de los morenos, que en tal ocasión no lo hicieron en rueda, sino por parejas, interpretando una samba o semba, que era acompañando por el tam-tam de los grandes tambores.  Por su parte, Manuelita, juntamente con sus amigas Juanita Sosa y Dolores Marcet, muchos domingos por la tarde asistía a la cofradía situada en la Quinta de Las Albahacas, de los Pereyra Lucena, en México y Perú. El salón estaba alfombrado con bayeta colorada y al fondo se veían tres grandes sillones, también colorados. El del centro era reservado para Manuelita, y los otros dos, para el rey y la reina.    A propósito de los vínculos de simpatía existentes entre la hija del Restaurador y la gente de color, en el completísimo Cancionero de Manuelita, reunido por Rodolfo Trostiné, figura un himno que en 1848 las negras dedicaron a su protectora, cantándolo en sus fiestas. Consta de 23 cuartetas, y la primera de ellas expresa:
¡Qué dicha a las Congas
les cabe, señora,
teneros por reina
y fiel protectora!
Luego, el coro iba respondiendo:
Al son del candombe,
las Congas bailemos,
y a nuestra gran reina,
canción entonemos.
José Luis Lanuza, recopiló versos y coplas que reflejan ese acoplamiento espiritual –interesado, quizá, por una de las partes– entre las naciones y su protector, don Juan Manuel. Entre ellos, se encuentra una supuesta carta de "la negra Catalina" a Pancho Lagares, que publicó en 1830 el semanario El Gauchito:
Ya vites en el candombe
cómo glitan los molenos:
¡Viva nuestlo padle Losas,
el gobelnadol más bueno!
No menos pintoresco resulta el diálogo que sostienen la morena Juana y el negro Pedro José, publicado en El Torito del Once el 24 de diciembre de 1830:
–Juana:
¿Diánde vení, condenao?
¿Dónde pasó la semana?
Apotaría que utesí
ha hecho enojá a mi ama.
–Pedro José:
Milá, negla bosalona,
uté no me haga labiá,
no me ande utesí moliendo
polque la he castigá.
Uté ya sabe que yo
soy moleno fedelá,
y si no se aguanta pulgas,
no me venga uté a emblomá.
–Juana:
¿Y qué me quiele decí
uté con sel fedelá?
Yo también muelo por Losas
y soy molena cabal.
–Pedro José:
Mañana es sábalo, y yo,
a utesí, que é mi mujel,
la he de llevar al candombe
polque va il Juan Manuel.
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El martes de carnaval se llevaba a cabo una llamativa ceremonia, conocida como Día del entierro, cuya realización se prolongó hasta después de la caída de Rosas, al reanudarse los festejos. En la fecha señalada, los vecinos de cada barrio colgaban en un lugar determinado un muñeco hecho de paja y género, al que denominaban Judas, que luego era quemado, en medio del regocijo general. En la era rosista se estilaba simbolizar en el muñeco la figura de algún enemigo político del Restaurador, elegido generalmente entre los unitarios emigrados.  El más importante de estos actos solía realizarse en la plaza Monserrat, que contaba con el marco que le brindaban las tropas de carretas llegadas del interior, cargadas con frutos del país, el sinnúmero de ranchos de barro y paja que abundaban en esos lugares y la famosa Calle del Pecado, llamada sucesivamente Fidelidad y Aroma, que se extendía paralelamente entre las actuales Moreno y Belgrano, donde se levanta el edificio del ex ministerio de Obras Públicas.  El espectáculo era presenciado por una especialísima concurrencia compuesta por soldados de la Federación, negrada del Barrio del Mondongo y algunos funcionarios, figurando en ella más de una vez el mismo Restaurador, que solía presentarse envuelto en un amplio poncho pampa. Lo hacía generalmente acompañado por un grupo de correligionarios, todos montados en caballos que lucían arreos de plata y recados a la usanza criolla, llevando a la vez una testera de plumas rojas y una larga cinta del mismo color en la cola. Más tarde se agregaron compadritos, cuchilleros, tahúres, vagabundos y mujeres de baja estofa, provenientes de las fondas y casas de juego de la Calle del Pecado. Con ellos alternaban curtidos conductores de carretas, reseros de ruda estampa, guitarreros, payadores y muchas familias afincadas en las cercanías desde los tiempos en que funcionaba allí la plaza de toros, inaugurada en 1791.  Mucho de cierto y no poco de leyenda late en los relatos que dejó tras de sí el carnaval de Rosas. A cuenta de la triste fama alcanzada por la mazorca, algunos escritores, dando libre vuelo a la imaginación, o llevados tal vez por las pasiones políticas, legaron una visión casi infernal de aquellas conmemoraciones, que parecían evocar la Noche de San Bartolomé, pero repetida en serie. Sin embargo, debe convenirse en que muy pacíficas no debieron de ser, puesto que el Restaurador, confirmando cuanto expresaron Ramos Mejía, Paz y López, con una plausible propósito que no debe desconocerse, a fin de poner corto a los desmanes y evitar escenas no ya sólo poco decorosas, sino repulsivas, resolvió prohibir los festejos...

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