Por Alejandro Pandra
Al
mediodía del 20 de diciembre de 2001, Fernando de la Rúa, sordo a las
cargas de la caballería policial, a los ecos metálicos que tronaban por
doquier y a los estallidos incontables e incontenibles alrededor de la
Casa de Gobierno, intentaba reordenar su gabinete, caído ya en desgracia
estrepitosa el mito del superministro salvador, Domingo Cavallo. Todo parecía -¡y vaya si lo era!- un disparate.
Finalmente,
De la Rúa firmó su renuncia después de las siete de la tarde. Según su
propia confesión, toda la vida se había preparado para ejercer la
presidencia del país. Pero el cálculo no fue feliz. Sólo
un par de años antes había sido elegido por el 48,5 por ciento de los
votos, disfrutaba del 70 por ciento de imagen positiva y encarnaba una
esperanza de cambio genuina, que como para demostrar la naturaleza
efímera del poder, terminó en bochorno entre el hartazgo popular, el
caos, los saqueos, los cacerolazos, las protestas masivas y un trágico
tendal de muertos, varios a escasos metros de la Casa Rosada.
En
tan poco tiempo, aquel tipo alto, imponente, atildado, majestuoso,
acartonado y solemne era otra persona, ausente, tambaleante, sombría,
vencida.
Mientras
la sociedad bullía, la representación de todos los partidos políticos
mostraba sólo signos de esclerosis múltiple y de una esterilidad
irreversible de nuevos liderazgos.
Los presidentes se irían sucediendo sin solución ante la crisis.
Muchos
millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase trabajadora, y
otros muchos millones dejaron de pertenecer a la clase media, para
hundirse en el limbo confuso de los desclasados. Golpeadas
profundamente en sus márgenes, estas clases, las más lábiles y activas
del cuerpo social, poco a poco se irían replegando, ahogadas por una
expansión alucinante de la desesperanza.
La proliferación de asambleas barriales y de piquetes reveló la existencia de un nuevo y vigoroso interés participativo.
En
cada esquina se discutía todo, desde los problemas nacionales y
globales hasta uno concreto y cotidiano del barrio o del pueblo.
Pero
el auspicioso movimiento fue perdiendo fuerza, por la dificultad para
encontrar una fórmula que, más allá de la bronca y la protesta,
articulara tantas voces y opiniones.
No se encontró de inmediato la forma política de encauzar el proceso.
La experiencia remitía a otras etapas de entusiasmo participativo, en la primera mitad del siglo XX. Al
iniciarse el mismo, en las barriadas de poblamiento creciente y
reciente de las grandes concentraciones urbanas, brotaron como hongos
las sociedades de fomento, las bibliotecas y los clubes, que cumplieron
un papel fundamental en la construcción de la nueva sociedad y en la
formación cultural del pueblo, creando redes, formas de convivencia y
maneras de mirar el mundo y la vida.
Pero
recién cuando de la mano de la ley Sáenz Peña el país ingresó en la
etapa de la democracia de masas, el proceso social iba a culminar con el
radicalismo yrigoyenista, que tradujo a términos políticos el nuevo
escenario nacional.
Algo
similar ocurrió de 1943 a 1945 con las consecuencias sociales y
culturales de la incipiente industrialización y de la concentración de
“cabecitas negras” en las grandes ciudades. También
se iba a definir el proceso cuando el 17 de Octubre parió al peronismo,
que a su vez encarnó la resolución política del problema argentino.
Queremos
decir que, en cualquier caso, la voluntad de participación y la
movilización de todos los estamentos activos de la sociedad, con ser
condiciones necesarias de una práctica democrática sana, no fueron ni
son suficientes.
A ellas hubo que agregarle fórmulas políticas e institucionales adecuadas para dar una respuesta a la crisis. Liderazgos.
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