Rosas

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sábado, 27 de enero de 2018

Sobre el 19 y 20 de diciembre del 2001

Por Alejandro Pandra

Al mediodía del 20 de diciembre de 2001, Fernando de la Rúa, sordo a las cargas de la caballería policial, a los ecos metálicos que tronaban por doquier y a los estallidos incontables e incontenibles alrededor de la Casa de Gobierno, intentaba reordenar su gabinete, caído ya en desgracia estrepitosa el mito del superministro salvador, Domingo Cavallo.  Todo parecía -¡y vaya si lo era!- un disparate.
Finalmente, De la Rúa firmó su renuncia después de las siete de la tarde. Según su propia confesión, toda la vida se había preparado para ejercer la presidencia del país. Pero el cálculo no fue feliz.  Sólo un par de años antes había sido elegido por el 48,5 por ciento de los votos, disfrutaba del 70 por ciento de imagen positiva y encarnaba una esperanza de cambio genuina, que como para demostrar la naturaleza efímera del poder, terminó en bochorno entre el hartazgo popular, el caos, los saqueos, los cacerolazos, las protestas masivas y un trágico tendal de muertos, varios a escasos metros de la Casa Rosada. 
En tan poco tiempo, aquel tipo alto, imponente, atildado, majestuoso, acartonado y solemne era otra persona, ausente, tambaleante, sombría, vencida. 
Mientras la sociedad bullía, la representación de todos los partidos políticos mostraba sólo signos de esclerosis múltiple y de una esterilidad irreversible de nuevos liderazgos. 
Los presidentes se irían sucediendo sin solución ante la crisis. 
Muchos millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase trabajadora, y otros muchos millones dejaron de pertenecer a la clase media, para hundirse en el limbo confuso de los desclasados.  Golpeadas profundamente en sus márgenes, estas clases, las más lábiles y activas del cuerpo social, poco a poco se irían replegando, ahogadas por una expansión alucinante de la desesperanza.
La proliferación de asambleas barriales y de piquetes reveló la existencia de un nuevo y vigoroso interés participativo. 
En cada esquina se discutía todo, desde los problemas nacionales y globales hasta uno concreto y cotidiano del barrio o del pueblo. 
Pero el auspicioso movimiento fue perdiendo fuerza, por la dificultad para encontrar una fórmula que, más allá de la bronca y la protesta, articulara tantas voces y opiniones.
No se encontró de inmediato la forma política de encauzar el proceso. 
La experiencia remitía a otras etapas de entusiasmo participativo, en la primera mitad del siglo XX.  Al iniciarse el mismo, en las barriadas de poblamiento creciente y reciente de las grandes concentraciones urbanas, brotaron como hongos las sociedades de fomento, las bibliotecas y los clubes, que cumplieron un papel fundamental en la construcción de la nueva sociedad y en la formación cultural del pueblo, creando redes, formas de convivencia y maneras de mirar el mundo y la vida. 
Pero recién cuando de la mano de la ley Sáenz Peña el país ingresó en la etapa de la democracia de masas, el proceso social iba a culminar con el radicalismo yrigoyenista, que tradujo a términos políticos el nuevo escenario nacional.
Algo similar ocurrió de 1943 a 1945 con las consecuencias sociales y culturales de la incipiente industrialización y de la concentración de “cabecitas negras” en las grandes ciudades.   También se iba a definir el proceso cuando el 17 de Octubre parió al peronismo, que a su vez encarnó la resolución política del problema argentino. 
Queremos decir que, en cualquier caso, la voluntad de participación y la movilización de todos los estamentos activos de la sociedad, con ser condiciones necesarias de una práctica democrática sana, no fueron ni son suficientes. 
A ellas hubo que agregarle fórmulas políticas e institucionales adecuadas para dar una respuesta a la crisis.  Liderazgos.

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