En un reportaje televisado, Arturo Frondizi declaró hace
aproximadamente un año que durante su presidencia había
tenido la intención de repatriar los restos de Rosas, pero
que careció del poder político necesario para hacerlo. En
vísperas de las elecciones del 14 de marzo, la mención de
Rosas por uno de los oradores del acto peronista de plaza
Once suscitó en el público una explosión de entusiasmo tan
intensa como la que provocó el nombre de Perón. Al cumplirse
el centenario del asesinato del Chacho —noviembre de 1963—,
abundaron dinamita y alquitrán sobre las estatuas de
Sarmiento en todo el país.
Los argentinos no dejan de vivir su propia historia como una
materia viva de discusión y encono. Se es rosista o
antirrosista, sarmientista o antisarmientista como se es de
Boca o de River. Sin transacciones, a muerte. Probablemente
esta agresividad se deba, entre otras cosas, a la permanente
controversia que mantiene la historiografía nacional desde
hace medio siglo. "Historia oficial" y "Revisionismo
histórico" son dos corrientes de pensamiento e investigación
que nutren de argumentos a posiciones que en su origen
suelen ser puramente intuitivas. Podrían graficarse algunas
de las divergencias más significativas entre la historia
oficial y el revisionismo histórico en la forma que indica
el cuadro.
La lista de divergencias es interminable. La historia
oficial y el revisionismo histórico están en desacuerdo
sobre casi todos los temas y personajes importantes del
pasado argentino. Y esto, desde hace muchos años. Si hubiera
que trazar una genealogía de la historia oficial habría que
señalar primeramente las obras de Bartolomé Mitre y Vicente
Fidel López y las de casi todos los historiadores clásicos,
para culminar con los libros de Ricardo Levene y los 17
volúmenes de la Academia Nacional de la Historia, versión
definitiva del pasado nacional tal como la expone el
correspondiente organismo oficial. Una similar genealogía de
las corrientes revisionistas debería comenzar con Adolfo
Saldías y su Historia de la Confederación Argentina, primer
intento de revalorización de Rosas (aparecido en la
anteúltima década del siglo pasado), seguiría con David
Peña, Diego Luis Molinari y los hermanos Irazusta, para
terminar con Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, José María Rosa
y Vicente Sierra.
En torno de estas dos grandes líneas se han escrito
centenares de libros y folletos. Pero, naturalmente, la
viveza y permanencia de la controversia no está en función
de motivos puramente históricos; cada línea de pensamiento
representa de algún modo determinados valores políticos. La
historia oficial es la expresión del pensamiento liberal: no
en vano fue Mitre quien fundó en el país la ciencia
histórica y quien "hizo" historia con actos de gobierno como
la solemne repatriación de los restos de Rivadavia. Por su
parte, el revisionismo se ha adscripto siempre a una
corriente inconformista nutrida —o ávida— de vivencias
populares: algunos de sus expositores más destacados fueron
yrigoyenistas (Diego Luis Molinari, Ricardo Caballero, Dardo
Corvalán Mendilaharzu) o peronistas (Ernesto Palacio,
Vicente Sierra, José María Rosa). La revolución de 1955, al
proclamar en la etapa aramburista su adhesión a la línea
"Mayo-Caseros", institucionalizó de alguna manera una de las
dos corrientes de interpretación histórica y condenó a la
otra a una clandestinidad ideológica de la que ahora intenta
esforzadamente emerger.
Pero hablar de historia oficial como si se tratara de una
corriente dotada de total unidad es tan incierto como decir
lo mismo del revisionismo. Dentro de la historia oficial,
Enrique Barba o José Luis Busaniche aproximan peligrosamente
sus posiciones a las de los revisionistas más moderados. Y
entre los revisionistas hay quienes acentúan la importancia
del pasado hispánico — Sierra—, otros que llegan a través
del carro marxista —Rodolfo Puiggrós o Abelardo Ramos—, y
algunos que clausuran la tónica popular que distingue al
revisionismo cuando llegan a la época de Perón (Irazusta,
netamente antiperonista y obstinado en interpretar la
historia nacional en función del imperialismo británico.
¿Se salva alguna figura histórica del choque entre liberales
y revisionistas? Se salva San Martín; del Libertador para
abajo, muy pocos. La historia oficial, tal como fue
concebida por Mitre, tiende a crear mitos como elementos
constitutivos de la nacionalidad; en cambio, el revisionismo
alienta una irresistible vocación por destruirlos. Tal vez
para crear otros. Por eso el revisionismo es iconoclasta y
generalmente burlón: toma en solfa a los próceres y los
coloca despiadadamente en la perspectiva de su tiempo. Siglo y medio de historia argentina proveen de material
suficiente para una polémica interminable. A los sólidos
volúmenes de la historia oficial se suman en estos momentos
macizos tomos de orientación revisionista, cuya artillería
se redujo durante mucho tiempo a folletería y estudios
parciales —sobre todo de la época de Rosas—, pero que ahora
siente la necesidad de presentar una visión general y
coherente de toda la historia argentina, empresa que inició
Ernesto Palacio en 1954 con su Historia de la Argentina, de
persistente éxito editorial.
El público sigue leyendo historia, de una y otra corriente.
En lo que va del año han aparecido varios volúmenes sobre
historia argentina cuya venta ha sido rápida y feliz.
Vicente Sierra, José M. Rosa y Gustavo Gabriel Levene son
los autores de estos libros: revisionistas los dos primeros,
liberal el último.
Vicente D. Sierra, ex secretario de Abastecimientos de la
Municipalidad en 1946, ex director del Ministerio de
Transportes entre 1948 y 1957, actualmente afiliado al MID
frondizista, acaba de dar a conocer el sexto tomo de su
maciza Historia de la Argentina, dedicado a relatar el
período que corre entre 1813 y 1819 La obra de Sierra
comprenderá en total unos diez volúmenes de gran formato
(700 páginas promedio): el primer tomo apareció en 1956, se ha agotado y ha sido reeditado. Sierra
asegura tener prácticamente terminada su obra. "Mi libro
terminará el día que escriba la última página —dice—, porque
el hombre argentino debe liberarse de su angustia y su
inseguridad retornando a sus raíces históricas sin engaño de
ninguna clase."
Sierra trabaja solo: "Hago hasta los índices". Hace veinte
años que prepara esta obra, de la que se han vendido cuatro
mil colecciones y cuyas ganancias le permiten vivir dedicado
a ella. "Tengo una magra jubilación y una cátedra en la
Universidad del Salvador. Mi obra ha sido absolutamente
silenciada por los grandes diarios y carece de publicidad.
Sin embargo, la acogida del público es extraordinaria." A
diferencia de otros historiadores revisionistas, Sierra
atribuye gran importancia al período hispánico —le dedica
cuatro de sus tomos— y afirma que durante la época colonial
"el hombre común era más libre que ahora porque existía una
real democracia social".
Los cinco tomos de la Historia Argentina, de José María
Rosa, ex magistrado judicial y profesor, universitario en
Santa Fe y Buenos Aires hasta 1955, simpatizante peronista,
han aparecido recientemente también, y abarcan hasta la
caída de Rosas: la obra completa llegará a ocho o nueve
tomos. A diferencia de Sierra, que es detallista y cuya
prosa no hace concesiones al lector, Rosa ha adoptado un
tono más didáctico. Sus libros están divididos en parágrafos
cortos, y cuando puede, introduce anécdotas, semblanzas,
chismes de época y todo lo que puede contribuir a aligerar
la lectura. Rosa alterna sus investigaciones históricas con
largas excursiones de pesca en la barra de Maldonado, cerca
de Punta del Este. Agresivo y politizado, hace historia sin
perder de vista el presente. Es presidente del Instituto de
Investigaciones "Juan Manuel de Rosas": es decir, una
especie de antiPapa de la historia argentina, si se
considera al presidente de la Academia Nacional de la
Historia como el virtual pontífice del pasado argentino.
Los 5.000 ejemplares del libro de Rosa han sido colocados en
pocas semanas, el de
Sierra estaba vendido por anticipado a los suscriptores de
la obra.
En la Edad Media solían decir los escolásticos que todos los
hombres son aristotélicos o platónicos, aunque lo ignoren.
En la Argentina, todos son revisionistas o liberales, aunque
no todos hayan leído a Sierra, Rosa o Levene. Ningún pueblo
olvida su pasado histórico. Pero pocos pueblos lo siguen
viviendo como si fuera presente
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