Algunos días antes de la crucial batalla de Ayacucho (1824), que
terminará definitivamente con el poder monárquico español en estas
latitudes, Simón Bolívar envía una circular a los demás gobiernos
americanos, en la que afirma: “Después
de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de América, para
obtener el sistema de garantías que en paz y en fuerza sea el escudo de
nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las
relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias
españolas, tengan una base fundamental, que eternice, si es posible, la
duración de estos gobiernos”. Para ello invita a los gobiernos a enviar
sus representantes al CongresoAnfictiónico a realizarse en el Istmo de Panamá con el objetivo de coronar esa anhelada confederación. Lo que no suele mencionarse es que el auténtico mentor de ese proyecto
de unión americana y redactor del manifiesto –al que Bolívar brindará,
por cierto, todo su apoyo- fue un tucumano de vida y muerte novelescas,
amigo de aventuras galantes y fervoroso patriota. “Un hombre grande y
terrible” –como lo definió Benjamín Vicuña Mackenna- que “concibió la
colosal tentativa de la alianza entre las Repúblicas recién nacidas”.
Ese hombre era Bernardo de Monteagudo. “Muerto él –afirma el historiador
chileno-, la idea de la Confederación Americana que había brotado en su
poderoso cerebro, se desvirtuó por sí sola”.
Si
bien es cierto que no fue la muerte de Monteagudo, sino los mezquinos
intereses de las oligarquías portuarias, los que desvirtuaron y echaron
por tierra el sueño bolivariano de la anfictionía, tampoco se puede
negar que este inflexible jacobino, este abogado graduado en la
turbulenta Chuquisaca de 1808, fue toda su vida un afanoso propulsor de
la idea de independencia y unidad hispanoamericanas.
Colaborador
de Castelli en el Alto Perú, miembro del partido morenista en Buenos
Aires y hombre de extrema confianza de San Martín y de Bolívar, su
pensamiento y su acción se pueden resumir en esta frase: “Yo no renuncio
a la esperanza de servir a mi país, que es toda la extensión de
América”.
Había
nacido en Tucumán el 20 de agosto de 1789 e ingresó a la vida política
como uno de los líderes de la insurrección de Chuquisaca, el 25 de mayo
de 1809. Ésta termina ahogada en sangre y el joven abogado en la cárcel.
Con ayuda de una mujer logra huir, más de un año después, cuando ya en
Buenos Aires se ha producido la revolución que depuso al virrey
Cisneros. Monteagudo se incorpora al Ejército del Norte, comandado por
Antonio González Balcarce y su ex condiscípulo Juan José Castelli, quien
lo designa su secretario personal y auditor de guerra. Acompaña a
Castelli y al ejército hasta el desastre de Huaqui (20-6-1811),
partiendo luego hacia Buenos Aires, donde lidera de inmediato a los
grupos de jóvenes patriotas que van a reorganizar las huestes morenistas
nucleándose en la Sociedad Patriótica. Redactor
de la Gazeta de Buenos Aires, aboga por el fusilamiento del conspirador
absolutista Manuel de Álzaga. En octubre de 1812, como inspirador
intelectual de la fracción morenista, participa en el golpe que derroca
al Primer Triunvirato, ganándose la eterna animosidad de Rivadavia y,
sobre todo, de Pueyrredón.
Ya
miembro activo de la logia de “Los caballeros nacionales”, conocida
como Logia Lautaro, apoya al Segundo Triunvirato y a la Asamblea del año
XIII, en su intento (vacilante, por cierto) de retomar las banderas
liberal-nacionales de Moreno. En 1815, a la caída del gobierno
directorial de Alvear, con el que coopera estrechamente, toma el camino
del exilio hacia Europa donde permanecerá dos largos años. De
regreso al Río de la Plata, en 1817, se dirige a Mendoza y luego a
Chile, donde San Martín –por mediación de O’Higgins (para eludir la
censura de Pueyrredón)- lo designa auditor de guerra del ejército
libertador. En esa circunstancia, se encarga de redactar el acta de la
independencia chilena.
Después
de la derrota de Cancha Rayada, otra vez en Mendoza, desempeña un papel
clave (probablemente encomendado por la Logia) en el juicio y ejecución
de Luis y Juan José Carrera, revolucionarios chilenos enemigos de
O’Higgins y San Martín.
En
1820, luego de una corta estada en San Luis, vuelve a ser nombrado
auditor de guerra del ejército sanmartiniano, haciendo con él la campaña
del Perú. Una vez en Lima, San Martín lo designa ministro de Guerra y
Marina, sumando más tarde la cartera de Gobierno y Relaciones
Exteriores. En esos cargos, además de propender enérgicamente a la
extensión de la cultura y la instrucción públicas, se gana el encono del
partido “peruanista” por sus iniciativas en procura de la unión con
Colombia. Cuando
en 1822 San Martín se embarca hacia Guayaquil para entrevistarse con
Bolívar, lo deja como su hombre de confianza en el gabinete del Perú.
Pero las intrigas de sus enemigos eclosionan el 25 de julio de ese año,
durante la ausencia de San Martín, y Monteagudo es obligado a renunciar y
desterrado del territorio peruano.
Trasladado
a Guayaquil, se convierte en consejero y hombre del más íntimo entorno
de Bolívar, quien lo lleva con él a Lima en diciembre de 1824. Allí será
asesinado un mes después –el 28 de enero de 1825- cuando va camino de
una cita amorosa, por orden de uno de sus enemigos jurados: José Sánchez
Carrión, dilecto representante de la oligarquía limeña.
Pocos
días antes, el tucumano había comenzado a redactar uno de sus escritos
más importantes: “Ensayo sobre la necesidad de una federación general
entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”, notable
documento geopolítico, lamentablemente inconcluso, en el que plasma la
que fue idea central de los grandes patriotas del continente, comenzando
por el propio Monteagudo: “… formar un foco de luz que ilumine a la
América; crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de
individuos; estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos por
el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus
intereses y formar a la letra una sola familia”.
Sus aportes a la revolución latinoamericana no han sido aún reconocidos. Mientras algunos historiadores lo califican de exasperado defensor de los ideales de la Revolución Francesa, otros en cambio, le adjudican vicios e toda índole –“lúbrico, cínico”- para descalificarlo e incluso algunos, desde su perspectiva racista creen denigrarlo al sostener, con énfasis, “sus rasgos amulatados”.
Sus aportes a la revolución latinoamericana no han sido aún reconocidos. Mientras algunos historiadores lo califican de exasperado defensor de los ideales de la Revolución Francesa, otros en cambio, le adjudican vicios e toda índole –“lúbrico, cínico”- para descalificarlo e incluso algunos, desde su perspectiva racista creen denigrarlo al sostener, con énfasis, “sus rasgos amulatados”.
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